Es miércoles por la tarde y tenemos lleno completo. La gente ha venido para escuchar a Javier Zamora, el poeta y escritor salvadoreño que ha ganado reconocimiento literario en Estados Unidos por su trabajo sobre su experiencia como inmigrante en ese país, y que en los últimos meses se ha internacionalizado a partir de la publicación en castellano de Solito, un libro de memorias sobre su travesía de dos meses como niño migrante no acompañado a través de Guatemala, México y el desierto de Sonora para llegar “a la USA”. Javier tenía 9 años cuando hizo el viaje.
Hoy Javier, un adulto de 34 años que recién hace cinco años pudo regularizar su estatus migratorio en Estados Unidos, está aquí entre nosotros; pero el protagonista de la jornada será Chepito, el niño de 9 años que fue Javier, que vio partir a sus padres para huir de la persecución ideológica tras la guerra en El Salvador, que quedó a cargo de sus abuelos, y que una vez que inició el viaje se fue quedando en retazos en el camino para convertirse en eso en lo que se convierten los niños que viajan sin documentos, sin compañía —solos, solitos— a otro país: un sobreviviente de un mundo que antepone las líneas imaginarias y el sello en un papel a su obligación de velar por el bienestar de los más vulnerables; un niño destinado a crecer y volverse parte del mundo adulto que traiciona a los niños que tendría que abrazar y proteger.
Javier y yo nos vemos por primera vez en persona quince minutos antes de que empiece nuestra charla en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB), el tiempo justo para intercambiar impresiones sobre cómo se ve —y cómo nos ve— Europa cuando vienes de Estados Unidos. Lleva dos días en Barcelona y ha respondido preguntas, visitado platós de tele y estudios de radio; le han tomado fotografías, le han mirado con condescendencia y también con admiración. Le han pedido muchas veces que cuente la historia, que explique por qué un niño centroamericano tiene que viajar solo; y Javier lo explica —la guerra, las visas negadas, las fronteras, la migra—, pero al final no parece quedar claro. No encaja, en las estructuras mentales de las personas que dan por hecho que en las democracias se respetan los derechos, que unos padres —una sociedad— permitan que un niño viaje así.
—¿Has escuchado la palabra MENA? —le pregunto mientras subimos por una escalera.
—No, ¿qué es?
—Así llaman aquí a los niños que viajan solos. Es el acrónimo de “menores no acompañados”.
—¿Y la gente les dice así? ¿Mena? —me pregunta muy, muy sorprendido—. Pero eso es como para insultarlos, ¿no? Como si no fueran personas.
También le explico que, aquí, a las personas que no son blancas les dicen “racializadas”. Primero se indigna un poco; después nos reímos por lo absurdo que nos resulta este uso particular del término —el considerar que los racializados son otros, pero los blancos no—. “¿Te imaginas que en Estados Unidos se dijera una cosa así? La que se arma”. Reímos otro poco y subimos al escenario. Javier dice “bona tarda” a las más de 200 personas que lo han venido a escuchar.
—¿Por qué un niño migra solito? —inicio con la pregunta obligada.
—Por amor —responde Javier sin titubear—. ¿Qué padre no quiere estar con su hijo y qué niño no quiere estar con sus padres? Por amor, mis padres tomaron la decisión.
Javier habla de quienes tuvieron que salir de sus países de origen, entre ellos el suyo, durante la Guerra Fría, “que en mi país también era caliente”. Habla de la responsabilidad de Estados Unidos en estos éxodos a través de su apoyo a los gobiernos militares de derecha que persiguieron a hombres y mujeres de izquierda, como los padres de Javier, y de cómo Estados Unidos, como todos los otros Estados-nación imperialistas y “desarrollados” —las comillas son suyas—, niegan el asilo político a quienes son perseguidos como consecuencia de las políticas que ellos mismos impusieron.
Sus padres, explica Javier, sin opción para obtener una visa u otro mecanismo legal de ingreso, tuvieron que ir indocumentados a Estados Unidos; una vez que llegaron, no pudieron salir para volver por él, y Javier los tuvo que alcanzar solito. No solo eso: 25 años después de huir de El Salvador, sus padres aún no han podido regularizar su situación migratoria, porque en Estados Unidos no hay manera de hacerlo, ni por arraigo, ni por reunificación familiar, ni por trabajo, ni por nada. En medio del silencio que reina en la sala, Javier explica cómo esto, que ocurrió en 1999, no sólo no ha cambiado, sino que hoy ocurre con mayor frecuencia.
Según cifras de Amnistía Internacional, desde que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ocupó su cargo en enero de 2021, unos 50.000 niños y niñas migrantes no acompañados han cruzado a ese país en busca de seguridad, muchos de ellos separándose de sus familias tras serles negada la posibilidad de solicitar asilo en la frontera de Estados Unidos con México. Según las autoridades estadounidenses, un 80% de estos niños y niñas buscan reunirse con familiares que ya se encuentran en Estados Unidos. Sus países de origen son, mayoritariamente, Guatemala, Honduras y El Salvador.
—Cuando a un niño lo deja un padre, esto lo afecta bastante; cuando lo dejan los dos padres, el efecto es exponencial —explica Javier al hablar de Chepito, su niño de 9 años que tuvo que aprender a amarrarse las cintas de los zapatos cuando estaba solo en Guatemala, tras darse cuenta de que un detalle como ese era indispensable para sobrevivir—. Este es el niño que no únicamente tiene que perder el miedo a estar solo, sino que tiene que aprender a abandonar una niñez y todos los demás miedos para sobrevivir; porque estos adultos que están a mi alrededor no me van a ayudar a mí.
Alguien en la audiencia pregunta sobre su técnica para escribir. ¿Cómo lo hizo? Javier responde que con terapia. Se oyen unas risitas inseguras; no queda claro si esto está dicho con humor o con franqueza.
—Yo no podía contar esta historia hasta que la terapia me permitió contarla; no a ustedes, a mí mismo. Le tuve que enseñar al Chepito de 9 años que existe otro mundo, uno que le robaron y no le dijeron que existía, porque el mundo adulto nos enseña a no confiar en la sociedad; yo estoy aprendiendo a tener compasión, ternura, no solo con otras personas, sino conmigo mismo.
En 2022 llegaron a Europa 39.000 niños y niñas no acompañados, según cifras de Eurostat. La regulación de la Unión Europea establece que los menores de edad no pueden ser detenidos, pero esto no impide que la práctica sea habitual, y que se combine con la previsión de que si un menor no acompañado representa un “peligro para la seguridad nacional” —decisión que determina cada Estado–, puede ser retenido hasta por tres meses. Esta es la norma bajo la cual los adultos de Europa reciben y protegen a los miles de Chepitos que cada año cruzan sus fronteras sin un papel.
—El mundo nos ha herido y nos ha enseñado a no tener ternura con los demás ni con nosotros mismos —concluye Javier sobre su mirada a sí mismo, sin saber que con ella nos ha obligado a mirarnos a nosotros, y a sentirnos incómodos con lo que vemos—. Mundialmente los seres humanos estamos aprendiendo a tratar a los niños de una mejor manera, pero eso es una metáfora: hoy estamos aprendiendo a tratarnos a nosotros de una manera más positiva, a crear un nuevo pacto social para mirarnos con ternura a nosotros mismos.