Ensayo

El peso del silencio

Esto solo puedo contarlo en primera persona: el fracaso de la paz y el triunfo del olvido en el Sáhara Occidental

El peso del silencio
Ilustración de Cinta Fosch

Decidí ser periodista por la convicción del poder de la palabra y la necesidad de contar historias, incluso aquellas más desterradas. Creía que era la única herramienta para combatir el olvido y el silencio, pero nunca había sido consciente de lo asfixiante que puede ser el silencio hasta ahora. 

El silencio se ha impuesto sobre voces que susurran en medio de un infinito desierto, voces que parece que no merecen ser escuchadas. Necesito escribir sobre las consecuencias del olvido, de la frustración, de la complicidad y del fracaso de la comunidad internacional. Espero que los lectores de la revista 5W entiendan que este relato solo puedo contarlo en primera persona.

Nacer en un campo de refugiados saharauis ha marcado mi vida, pero no lo suficiente como para poder comprender todas las dimensiones de este conflicto, un conflicto que ha decidido muchas cosas por mí y por mi familia. A todos mis porqués la respuesta siempre ha sido la misma: eres saharaui. Hace unos días, tenía el móvil apagado, estaba concentrada estudiando, y sonó el fijo; desde el otro lado del teléfono me dijeron: “¿No te has enterado? Volvemos a la guerra”. 

En las semanas previas a esa llamada, ya estaba muy pendiente de las manifestaciones de activistas saharauis en Guerguerat: para unos, una brecha ilegal en el muro que divide todo el Sáhara Occidental, y para otros, un paso de mercancía entre Marruecos y Mauritania. Este paso es considerado territorio liberado por los saharauis, y el pasado 21 de octubre, este puñado de activistas decidió bloquear los centenares de camiones que diariamente circulan por ahí. Una situación que llevó a Marruecos a mover ficha y a penetrar militarmente en el territorio bajo control del Frente Polisario. Este gesto fue considerado como una violación del alto el fuego y provocó el fin de la paz.

Guerguerat ha sido la gota que ha colmado el vaso, el estallido de una voz harta, cansada y frustrada de un pueblo que lleva 45 años viviendo en un territorio prestado. Gente que sobrevive gracias a la ayuda humanitaria. En verano, la temperatura en los campos de refugiados de Tinduf (extremo suroeste de Argelia) supera los 50 grados: la gente vive en jaimas, en casas de adobe y zinc y sin agua potable.

Tengo grabadas en la mente las noches de silencio en el desierto, tumbada al lado de mi abuela, escuchando sus relatos. Me hablaba de cómo llegaron a ese inhóspito lugar: primero las mujeres solas —los hombres estaban en el frente de batalla. Ellas cavaron los primeros pozos de agua y sus melfas (los largos velos de las mujeres saharauis) sirvieron de jaimas, hasta que levantaron las primeras construcciones de adobe. Siempre me recuerda con una sonrisa heroica que la escuela donde estudié lleva su huella. 

Mis abuelos eran nómadas en el Sáhara Occidental, cuando era un protectorado español. Después, se vieron forzados al exilio cuando, en 1975, Marruecos aprovechó la agonía de Franco y su dictadura, invadió el territorio y España capituló abandonando a su suerte a la que era su provincia 53. Entregó el Sáhara Occidental a Marruecos y Mauritania mediante los acuerdos tripartitos de Madrid —jamás reconocidos por la comunidad internacional y ni siquiera publicados en el Boletín Oficial del Estado. Entonces, el Frente Polisario (Frente Popular de Liberación Saguía el Hamra y Río de Oro, las dos demarcaciones de la provincia 53) emprendió una guerra contra estos dos vecinos. Mauritania se rindió a finales de la década de 1970 y reconoció la República Saharaui, mientras que Marruecos, gracias a la intervención de la comunidad internacional, se avino a firmar en 1991 el alto el fuego.

Mi abuelo, cuando pudo volver a ser libre en el desierto, relataba que vivir en el exilio suponía estar atado y atrapado y volvió a la vida nómada; ellos son auténticos hijos de las nubes: viven de su ganado y exploran el desierto en busca de pasto y agua. Sin embargo, mi madre y sus hermanas se quedaron en los campamentos de refugiados por nuestro futuro, el de sus hijos e hijas. Porque, pese a las adversidades que hay en ese inhóspito refugio, la educación allí es universal, se puede estudiar toda la formación primaria, y a partir de la secundaria hay becas para continuar la formación en Argelia o Cuba (antes, incluso en Libia). También hay posibilidades de ir a España o Italia.

¿Qué pasa cuando los saharauis de los campos terminan sus estudios? Se ven obligados a volver al exilio, donde les espera la nada. Mi hermana más pequeña se ha graduado este año en Biología y lleva meses preparándose psicológicamente para aceptar su destino. “No quiero casarme ahora y comenzar a tener hijos. Yo quiero trabajar y ser independiente”, me dice.

Ilustración de Cinta Fosch

Vuelta a la guerra

La frustración juvenil y la falta de perspectivas han desatado un grito unánime para volver a las armas. “No tenemos nada que perder” es la frase más repetida. Estos días he estado en shock y me ha costado reaccionar a todo lo que me llegaba desde los campamentos. Me impacta ver que sea un pueblo que celebra la vuelta a la guerra. Me invade la desazón al ver que mi gente ha dejado de confiar en la vía pacífica. 

No hay mucha información sobre lo que está pasando. Desgraciadamente no hay prensa independiente sobre el terreno. Mi madre, que es enfermera, me cuenta que hace dos días estuvo en el hospital acompañando a cuatro saharauis heridos en la guerra. Pero no se sabe casi nada de lo que ocurre en el frente. 

“Menos mal que me he sacado el carné de conducir, porque ya no hay hombres”, me dice mi hermana eufórica y rabiosa a la vez. Muchos se han ido al frente o a escuelas militares. Cuando le pido que rebaje el tono, que no me gusta que pronuncie repetidas veces la palabra “guerra”, me espeta: “Porque tú no vives aquí. No ves que nos han matado durante todo este tiempo. Han matado nuestros sueños y nuestro futuro. Aquí no tenemos nada, y necesitamos que el mundo sepa que existimos”. Después de esta conversación recibo una foto de mi hermano mayor vestido de militar diciendo: “Me uno al frente”. Tiene 36 años, cuatro hijos pequeños, la más chiquitina tiene seis meses, pero aun así insiste en que no tiene nada que perder y en que ve esta guerra como una oportunidad.

2020, el año de la pandemia, está sacudiendo el mundo. La crisis sanitaria también ha contribuido al hartazgo de los saharauis, que se han visto mucho más aislados y limitados. El cierre de fronteras ha tenido como consecuencias más inmediatas la disminución de la ayuda humanitaria y la paralización de los proyectos de cooperación en los campamentos. En estos meses ha sido muy difícil mandar algo de dinero a casa. En ese lugar no se puede hacer un envío postal, tampoco hay Bizum, ni Amazon. Mi madre es comadrona, conoce bien la realidad sanitaria de los campamentos, tan precaria y frágil; durante los peores momentos de la pandemia me decía siempre: “Rezo para que el virus no llegue aquí, porque sería un exterminio. No tenemos ni camas de cuidados intensivos ni respiradores”. Sin embargo, el imparable coronavirus ha llegado también a este lugar tan inhóspito, a ese desierto de los desiertos.

Al otro lado del muro

Hace justo dos años, contemplé el muro por primera vez. Una barrera artificial de más de 2.700 kilómetros que rompe la armonía del desierto, una peligrosa construcción sembrada de minas y vigilada por unos 100.000 militares marroquíes. Cuando vi esa abominable construcción aparentemente infinita, se me hizo un nudo en la garganta. Lloré amargamente por el desierto: esa horrible vista me impedía ver cualquier espejismo, me impedía imaginar otros horizontes. Tuve que bajar la mirada. Al caminar debía tener mucho cuidado porque la arena estaba señalizada: el muro está sembrado de minas antipersonas.

Según el Servicio de las Naciones Unidas de Acción contra las Minas (UNMAS), en esta zona hay más de siete millones de minas, y se considera una de las diez más minadas del mundo. La Asociación Saharaui de Víctimas de Minas (ASAVIM) calcula que hay más de 2.500 víctimas, en su mayoría nómadas, pastores e incluso niños que confundieron los explosivos con juguetes. Mi tío, hace dos años, iba en coche buscando sus camellos, en las inmediaciones del muro, cuando una mina explotó. Se salvó, aunque ahora tiene una pierna mutilada.

Lo que más duele al ver el muro es saber lo que hay detrás. No solo está el mar, la riqueza de mi tierra o la casa de mis abuelos; también está una parte de mi familia, allí en los inaccesibles territorios ocupados.

Mi padre era maestro en Villa Cisneros (Dajla), en el sur del Sáhara, hasta que en 1975 las bombas de napalm y fósforo blanco le obligaron a huir desierto adentro. Se exilió solo, dejando atrás a toda su familia. Esa es una parte de la familia que yo no he conocido jamás. Después de 40 años, gracias a unos viajes auspiciados por la ONU, mi padre pudo cruzar el muro para sentir y abrazar a sus hermanas y hermanos durante cinco días.

Desde que se anexionó el territorio, Marruecos ha llevado a cabo una política de colonización y alteración demográfica: más del 75% de la población de los territorios ocupados son colonos marroquíes conviviendo con los saharauis en las principales ciudades del territorio. En medio de esta marroquinización, hay saharauis que se han acomodado, pero hay otros que por defender su identidad están en peligro. Estas ciudades (El Aaiún, la capital; pero también Bojador o Dajla) están blindadas y militarizadas. Distintas organizaciones han denunciado las graves y sistemáticas violaciones de los derechos humanos en el territorio. El propio Consejo de Seguridad de la ONU pide cada año en sus resoluciones que se respeten los derechos humanos de la población saharaui. 

Para explicarlo, quiero detenerme en la historia de Ghalia Djimi, activista y defensora de los derechos humanos, que actualmente vive en El Aaiún ocupado. Ella es una superviviente de desaparición forzosa, estuvo en paradero desconocido entre 1987 y 1991. “He estado cuatro años con los ojos vendados, cegada, he sufrido torturas y hambre. No veía el sol. Estuve los dos primeros años con la misma ropa. ¿Te imaginas lo que supone esto para una mujer?”. Así me relata su estancia en prisión junto con otras diez mujeres saharauis, encerradas por el mero hecho de manifestarse el día de la llegada de la delegación de Naciones Unidas a El Aaiún.

Mientras describe los interrogatorios, cómo la torturaban física y psicológicamente, se para, sonríe y comparte una anécdota: “En una ocasión, me tuve que disculpar con una hormiga por arrebatarle una migaja de sardina que se le había caído al guarda de la prisión”.

Le emociona ver mi pelo y me confiesa que en esa cárcel la dejaron calva para siempre. Recuerda perfectamente el nombre de su torturador: él le hablaba de su madre, que llevaba tres años en paradero desconocido, él le dio la primera pista y, desde entonces, buscarla ha sido todo su propósito. 

Como activista y defensora de los derechos humanos, se ha convertido en una voz internacional, acosada por la vigilancia policial marroquí. En las ciudades del Sáhara ocupado, definirse como saharaui complica el poder trabajar, estudiar o acceder a la sanidad. Es una zona donde los derechos y libertades simplemente no existen.

“A los periodistas [saharauis] les esperan arrestos, detenciones arbitrarias, abusos a sus familias, calumnias, difamaciones, malos tratos, torturas, constantes entradas y salidas de la cárcel y sentencias tan abultadas como injustas”, denuncia Reporteros Sin Fronteras en su informe Sáhara Occidental, un desierto para el periodismo. La organización señala que ejercer el periodismo en el Sáhara Occidental es un acto de heroísmo. Estos días, desde allí, recibo vídeos de manifestaciones contra el peso del silencio.

Ilustración de Cinta Fosch

El fracaso de la comunidad internacional

Intento mantener el aliento porque todavía no veo imágenes de guerra. La Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental (MINURSO), desplegada en el terreno, ha recibido informes sobre desencuentros militares a lo largo del muro por parte de ambos bandos. El Frente Polisario emite diariamente partes de guerra, enumerando sus ataques. Por su parte, Marruecos apuesta por minimizar el conflicto. El rey Mohamed VI ha insistido al secretario general de la ONU en que está dispuesto a seguir respetando el alto el fuego y saca pecho por sus aliados, las monarquías árabes que le han mostrado apoyo nada más estallar el conflicto. Marruecos cuenta con apoyos estratégicos y con un enorme peso en el tablero internacional, especialmente de la mano de Francia y Estados Unidos, y además cuenta con el incondicional apoyo de España. Inmigración, pesca, lucha antiterrorista y Ceuta y Melilla son las armas con las que subyuga, uno tras otro, a todos los Gobiernos democráticos españoles.

Esta fuerza desproporcionada no asusta a los saharauis. El Frente Polisario no puede enfrentarse a una guerra sin el apoyo de Argelia. El país vecino que acoge los campamentos de refugiados ya ha insinuado que su ejército estará “del lado del pueblo oprimido”. Un día después de que los saharauis declarasen la guerra, el Ministerio de Defensa argelino emitió un vídeo en los medios oficiales exhibiendo su poderío militar e incluyendo imágenes del pueblo saharaui. A esto se le suma un detalle: la última reforma constitucional, aprobada el pasado 1 de noviembre, permite a su Ejército intervenir en territorio extranjero, cosa que tenía vetada prácticamente desde su independencia. 

Estos movimientos de Argelia son cruciales y aumentan las posibilidades de un conflicto a gran escala. Algunos saharauis piensan que la coyuntura internacional les es más favorable de lo que parece. Con Estados Unidos más pendiente de sus problemas internos que de la política internacional, con Francia y Turquía enfrentadas por el control sobre Libia, con la presencia de aliados históricos como Sudáfrica en el Consejo de Seguridad y la pandemia sacudiendo la economía marroquí, el viento les puede soplar a favor.

El Consejo de Seguridad de la ONU ha vuelto a renovar por un año recientemente el mandato de la MINURSO, esa misión que lleva implícito en sus siglas un referéndum sobre la independencia del Sáhara que se aceptó negociar tras el alto el fuego de 1991 y que, como todo en mi tierra, jamás acaba de llegar. De nuevo, se vuelve a ignorar la demanda de los saharauis, que exigen ampliar las competencias de la misión para que pueda vigilar e informar de las violaciones de los derechos humanos, algo que ahora mismo no hace. El texto del mandato ha sido redactado por Estados Unidos y ha contado con trece votos a favor y dos abstenciones: Rusia y Sudáfrica. A esto hay que añadir que desde hace casi año y medio no se ha designado un enviado del Secretario General de la ONU para continuar con las negociaciones. 

El Consejo de Seguridad mantiene que debe encontrarse “una solución política justa, duradera y mutuamente aceptable que prevea la libre determinación del pueblo del Sáhara Occidental”. El problema es que no hay avances en la búsqueda de esa solución: Marruecos, desde la coronación de Mohamed VI, se niega a la celebración de un referéndum de independencia y únicamente ofrece una autonomía dentro de Marruecos, mientras que el Frente Polisario exige que cualquier solución pase por una consulta popular donde los saharauis decidan entre la autodeterminación u otra opción conforme a las normas de descolonización de Naciones Unidas. Es importante recordar que antes de la Marcha Verde con la que Hassan II invadió el Sáhara Occidental, el régimen de Franco, presionado por la ONU, ya trabajaba en la celebración de la consulta; de hecho, una de sus últimas tareas antes de abandonar el territorio a su suerte fue la realización de un censo que aún hoy los saharauis siguen usando como referencia.

Ante la ruptura del acuerdo de alto el fuego, ¿cómo se puede resolver este conflicto? “Desde un punto de vista jurídico esperemos que Naciones Unidas actúe. El acuerdo [sobre el referéndum] está hecho. El censo se elaboró hace 20 años y se puede actualizar sin dificultades. La única razón por la que no se resuelve el conflicto es porque Francia lo veta”, me responde Juan Soroeta, jurista especializado en Derecho Internacional y presidente de la Asociación Internacional para la Observación de los Derechos Humanos (AIODH). 

El problema es que hay muchos intereses en juego. Se trata de un territorio rico en recursos naturales, pesqueros y minerales. Recursos que la Unión Europa también expolia a través de los acuerdos pesqueros y comerciales con Marruecos, incumpliendo las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en 2016 y 2018. “El Tribunal prohíbe la inclusión del territorio saharaui ocupado por Marruecos en estos acuerdos. No reconoce la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental”, argumenta el presidente de AIODH.

España tiene mucho que decir y hacer como potencia administradora de iure

He crecido en Europa a caballo entre dos países democráticos: Italia y España. Me ha costado entender la realidad en la que vive mi familia y, sobre todo, descifrar la incongruencia en este conflicto entre derecho y realidad. Hoy, a miles de kilómetros, incrédula, veo fracasar el proceso de paz. La comunidad internacional no ha sido capaz de encontrar una solución a todas estas vidas condenadas a este lugar inhóspito. Vidas que bajo un cielo estrellado del desierto buscan la ruta de sus sueños. 

¿Qué va a pasar con tantos sueños rotos? ¿Cómo se desbloquea un conflicto paralizado en el tiempo? ¿Qué será de todos estos jóvenes que ya no ven alternativa a la guerra? ¿Alguien se va a rendir? ¿Qué les puedo contar a mis hermanos? ¿Cómo les puedo convencer de que su voz se escuchará más allá del desierto y de que su futuro no es un espejismo? ¿Alguien responderá de una vez mis preguntas o seguirá pesando el silencio?

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