En este pequeño quiosco la joven Punam Kushwaha, con un vestido rojo y un pañuelo negro, intenta cerrar la gran brecha digital de la India.
—Imprimimos el certificado de casta, el certificado de edad, el documento nacional de identidad, billetes de transporte, la tarjeta sanitaria, el seguro médico…
Sus vecinos, que viven en una zona rural del centro de la India, lo agradecen. Siguen anclados al mundo analógico y se pierden en ese caos de aplicaciones para el móvil, servicios públicos digitales y transacciones electrónicas. Tener toda la documentación a mano les tranquiliza y les permite su uso cotidiano.
Este es el distrito de Niwari, en el estado de Madhya Pradesh, moteado de edificios y tiendas de color amarillo y verde flúor. Los rickshaws, las motos y las bicicletas, que superan en número a los coches, esquivan los charcos, indiscutible señal de que el monzón aún sigue arreciando.
Bajo una veranda de chapa y hojas de palmera conquistada por los mosquitos, Punam, de 22 años, regenta un taller reconvertido en quiosco donde ella y su hermano, Deepchandra, obran la magia que comunica el mundo analógico con el digital.
En las paredes resquebrajadas se lee esa ambición tecnológica: Payments Bank, HDFC Account, Amazon Pay. Dos hombres esperan sentados en un banco de madera junto al mostrador a que Punam y Deepchandra plastifiquen sus datos. Las administraciones públicas les han remitido el carnet de la seguridad social en formato digital, y han venido aquí para imprimirlo. En uno de los carteles del quiosco se enumeran todos los servicios que ofrece el establecimiento: la burocracia india es prolija, así que la lista no es corta ni cerrada.
El proceso llega a su fin. Deepchandra corta los cantos del carnet ante la mirada atenta de su hermana, que no se separa de los dos objetos más importantes del negocio.
—Cuando decidí abrir el quiosco, solo tenía un ordenador y una impresora. Quería crecer y me puse en contacto con una agrupación de emprendedores del distrito, que me ayudaron a crear mi propia red de clientes.
Una red cada vez más tupida, al menos a tenor de la clientela que poco a poco se va agolpando en el quiosco. Uno de los servicios más demandados es sacar dinero de la cuenta corriente. En el ámbito rural es común que muchas personas tengan cuenta bancaria pero no tarjeta, o que no sepan cómo usar un cajero.
—Mira, aquí vienen con su tarjeta de la seguridad social, que está vinculada a una huella dactilar —dice Punam mientras muestra un lector digital que parece de juguete—. La encontramos y así podemos sacar dinero de su cuenta y dárselo. Muchos son analfabetos y no saben cómo hacerlo.
Punam dijo eureka en el hospital donde trabajaba en paralelo a sus estudios universitarios. Se encargaba de la administración y, entre otras cosas, emitía el llamado carnet Aayushman, que facilita el acceso de personas en situación vulnerable a los servicios públicos. Durante la pandemia se contagió de covid-19, y cuando se recuperó ya no volvió. La bombilla se había encendido. En primavera de 2022 levantó la persiana de su quiosco.
—Muchas mujeres que quieren abrir un negocio vienen a consultarme. Me preguntan cuánto se necesita para empezar.
Ahora la tienda funciona, pero el proceso no ha sido fácil. Su madre tiene un puesto de verdura y fruta y su padre es campesino: durante la siembra, Punam y su hermano tuvieron que bajar la persiana para ayudar en el campo. El salto cualitativo del quiosco llegó con una idea para completar los servicios: no era una iniciativa digital, sino una bien enraizada en la tradición.
—Los clientes han aumentado mucho con esto —dice Punam con la mirada puesta en una caja de tarjetas con los dioses hindúes más populares.
Son invitaciones para bodas. Para lanzar este proyecto dentro de su negocio, Punam recibió un préstamo y también apoyo en la distribución e incluso en el márketing digital. A su quiosco llegan clientes que viven a más de cien kilómetros y que necesitan sus servicios para enviar la sagrada invitación a familiares y amigos: lo han visto en Instagram o en grupos de WhatsApp. Ni siquiera las familias más humildes, en una región humilde como esta, escatiman dinero cuando se aproxima el día del enlace: el negocio de las bodas mueve más de 75.000 millones de dólares en la India y crece sin techo aparente.
La aventura empresarial de Punam no se parece a la de Ratan Tata, el recién fallecido multimillonario que hizo fabricar el coche más barato del mundo, o a la de los hermanos Ambani, que dominan el sector de las telecomunicaciones y los recursos naturales; pero en su pequeño quiosco, entre tarjetas del dios mono Hanuman y servicios digitales, se discute el futuro de un país con tanta energía humana como problemas sociales.
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La India se mueve al mismo tiempo en muchas direcciones.
Este año superó a China y se convirtió oficialmente en el país más poblado del mundo, un cetro que difícilmente le arrebatarán a corto plazo. Con más de 1.400 millones de habitantes, la economía india es la que crece más rápido entre las más importantes del planeta. Su PIB, que ya es el quinto más alto del mundo (3.700 billones de dólares), escaló un 7,58% durante el último año. Solo la pandemia logró interrumpir su crecimiento durante la última década. Su tamaño abrumador, su potencia abrumadora y sus datos abrumadores tienen dos caras: un pequeño aumento porcentual de su riqueza es un gran salto adelante en términos absolutos, pero la parte del pastel que corresponde a cada persona es demasiado escasa.
El ingreso medio por persona es de 1.265 dólares al año, y el 90 por ciento del país gana menos de 3.900, según un estudio en el que participaron, entre otros, el célebre economista Thomas Piketty. La riqueza se concentra cada vez más en un 1 por ciento de la población. Pese al progreso económico, la desigualdad persiste y la pobreza duele: el 35,5 por ciento de los menores de cinco años sufren problemas de crecimiento debido a la desnutrición, según el Banco Mundial.
La India, tierra de grandes historias, es en sí misma una historia que se puede contar de muchas maneras.
Por ejemplo: la India es una superpotencia global en auge, con un músculo tecnológico en permanente crecimiento, que saca de la pobreza cada año a millones de personas, y que lo hace dentro de un marco democrático.
Por ejemplo: la India es un país con la herida de la pobreza a vista de todo el mundo, con una desigualdad social disparada y problemas políticos profundos.
Es difícil encontrar algún tipo de verdad en estas hipérboles, e incluso en la síntesis o en un término medio entre ambas. Los grandes relatos —ya sean para consumo local o internacional— van demasiado cargados de épica y, a la vez, no admiten demasiados matices. Pero las pequeñas historias, la historia de cada indio y de cada india en las ciudades o en el campo, sí que dejan traslucir fenómenos en plena formación, sugerencias de cambio, tendencias que comienzan a ser visibles. Vale la pena fijarse en ellas, porque la demografía no dice que la India se parecerá cada vez más al resto del mundo, sino que el mundo se parecerá cada vez más a la India.
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Punam logró el préstamo para poner en marcha sus invitaciones de boda a través del programa Work4Progress (W4P), promovido por Fundación “la Caixa”. El apoyo que reciben Punam y otras pequeñas empresarias no es necesariamente directo; se puede limitar a ponerlas en contacto con instituciones financieras o a buscar una vía para llevar a cabo estas ideas. Uno de los instrumentos más usados son los microcréditos, que pueden gestionarse de muy diversas formas, como por ejemplo a través de una federación dirigida por mujeres que tiene acceso a pequeñas líneas de crédito.
—Yo soy el logo. Yo soy mi propia marca.
Rakhi Radav lo tiene claro. Incluso más claro que Punam. A sus 21 años, regenta dos ópticas que están causando sensación. El reclamo es ella misma con gafas de sol: esa es la imagen que acompaña al letrero de Nilam Optical Shop, un local a pie de calle que promete cuidar de los ojos de los vecinos.
La óptica es un estrecho pasillo de paredes rosas —hay planes de ampliación— con gafas de sol en el mostrador y en repisas, una silla de ruedas por estrenar, un póster con la descripción de enfermedades de la vista y otro más comercial con una chica rubia promocionando una marca de gafas.
La llaman por teléfono y lo coge: son dos pacientes, dice. Ahora vienen.
—Un amigo de mi tío era doctor y me enseñó cómo hacer la revisión de la vista —dice Rakhi desde el mostrador—. Aprendí eso a partir de los 14 años y luego decidí que yo podía abrir una óptica. Ahora lo compatibilizo con mis estudios, estoy acabando la universidad en Kanpur [a 200 kilómetros]. Voy en coche desde aquí. También me gustan mucho las motos.
Con su pasión por el motor y su pelo corto y su polo de manga corta y su reloj moderno y sus tejanos, Rakhi rompe con los estereotipos de género, algo que forma parte, inevitablemente, de la identidad de la óptica. La clientela es variada y el éxito del negocio es rotundo, porque ha encontrado un nicho de mercado.
—Tengo esta tienda en alquiler desde 2019. Durante la pandemia bajó la clientela, pero aguanté, me dieron un préstamo y ahora tengo 30.000 rupias (340 euros) al mes de beneficio. El mejor momento es el invierno, es cuando más trabajo hay.
El precio de las gafas varía según el modelo, según si son progresivas o no… La horquilla está entre los 5 y los 115 euros. ¿Pero las hace aquí mismo?
—Mira, con esta máquina hago las gafas en diez minutos.
Miro atentamente el aparato, que me parece algo rudimentario, y le vuelvo a preguntar.
—Que sí, mira, esto corta el cristal.
Empieza a hacer una demostración, pero llegan los clientes.
Yashoda Prajapati, de 30 años, quiere hacerse una revisión de la vista. La acomoda en una silla y le empieza a pasar las letras del oftalmólogo —en este caso en alfabeto devanagari— con sus diferentes tamaños. Acaban rápido. Confirmado: la clienta no necesita gafas. Si tuviera problemas de visión, Rakhi la enviaría a un oftalmólogo con el cual tiene contacto. Sabe dónde están sus límites.
—La gente me dijo que Rakhi lo hacía muy bien y me recomendó que viniera a su óptica —dice Yashoda, confirmando su fama local—. Como es mujer, nos sentimos más cómodas con ella.
Rakhi tiene su otra óptica en Jhansi, la principal ciudad de Bundelkhand —con su medio millón de habitantes—, y allí factura más que en esta zona rural. También ha recibido un microcrédito para abrir esa óptica. Ante los seductores precios de las gafas, le cedo las que llevo para sopesar una posible compra. Enseguida me dice qué tengo en cada ojo —información reservada—, y que más o menos por 3.000 rupias (34 euros) tengo unas nuevas.
Cuando le hablo de los precios europeos de las gafas, en su rostro se dibuja una sorpresa ligerísima. Ya lo sabe.
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Punam y Rakhi están en Bundelkhand, una de esas regiones históricas que, por su cohesión cultural, no forman un estado pero podrían serlo; de hecho, hay reivindicaciones políticas y sociales para que lo sea. Bundelkhand está dividida entre los estados de Uttar Pradesh y Madhya Pradesh (estado del Norte y estado del Medio). Bundelkhand está pues, literalmente, entre el norte y el centro de la India. Responde a las características esenciales del llamado cinturón del hindi, el corazón del país, pese a lo cual está desgajado de los centros de poder. De sus 18 millones de habitantes, 14 viven en zonas rurales, pero es un dato engañoso, porque hay ciudades como Jhansi con centenares de miles de habitantes. La escasez de las lluvias exacerba el problema de la sequía, y quienes trabajan la tierra sufren en sus carnes la crisis agrícola. Bundelkhand es una zona vulnerable a la emergencia climática y a las desigualdades sociales.
En las contradicciones de esta región se pueden leer algunas de las contradicciones de la India, y por eso es un buen laboratorio para proyectos que buscan otra forma de estimular la economía. El peso de la agricultura —que históricamente fue el sector más importante— en la economía india ha ido bajando hasta el 15 por ciento debido al crecimiento en los servicios industriales y de servicios, pero este dato contrasta con otro: casi tres de cada cuatro hogares dependen de la tierra para su subsistencia.
El futuro de millones de personas, de Bundlekhand y de la India, depende de la gestión de ese cambio histórico. Hay otro relacionado, si cabe más importante y que afecta a toda la economía y el tejido social: la incorporación de las mujeres al mercado laboral. En el frente agrícola, la mano de obra se está feminizando, en parte por la migración de los hombres a las grandes ciudades. La entrada al sector industrial y sobre todo de servicios tiene cada vez más fuerza. Pero no la suficiente. Las mujeres constituyen menos del 25 por ciento de la población trabajadora. El dato se refiere estrictamente al mercado laboral: los cuidados recaen, como era de esperar, de forma masiva sobre ellas, pero eso no lo registran las estadísticas oficiales. La paradoja es que, pese a todo, su papel social se está transformando a toda velocidad: las mujeres son motor y alma de movimientos sociales, del activismo, de la cultura. Pequeños cambios en la transición del mercado laboral pueden suponer grandes cambios para toda la India.
La India se mueve al mismo tiempo en muchas direcciones.
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Esta es una fábrica de platillos en los que servir la samosa —empanada con patatas, guisantes, chile…—, la pakora —verdura o cualquier otra cosa frita en harina de garbanzos—, el gulab jamun —bola con leche condensada y almíbar dulcísimo convertida en el postre por antonomasia del Sur de Asia—. Fábrica es quizá una palabra demasiado ambiciosa para esta habitación oscura que alberga una máquina en la que Pinky Ahirwar, de 35 años, y su amiga y colega Malti Devi, de 46, manufacturan con la ayuda de otras mujeres estos platos de papel omnipresentes en la India. En el patio pegado a la sala yacen una bicicleta, ladrillos, un árbol de mango y una esterilla en la que me siento a charlar con Pinky, que se presenta como la jefa del negocio. Su hijo de dos años merodea alrededor de la esterilla.
—De pequeña la gente siempre me decía que era muy inteligente —dice Pinky, que no es de Bundelkhand ni de Uttar Pradesh ni de Madhya Pradesh, sino del estado de Chatisgarh, más al este—. Cuando tenía tres años ya quería ir a la escuela.
Pinky le da el pecho a su hijo mientras sigue hablando.
—Mi padre murió cuando estaba en el instituto. Tuve que dejar los estudios. Acabé trabajando en un hospital en Chatisgarh, me contrataron como asistente del doctor, casi como si fuera una enfermera, y todo el mundo confiaba en mí, era muy buena, aunque me pagaban muy poco. Quería trabajar, no lo hacía por dinero.
Se casó y, ya en Bundelkhand, empezó a trabajar con su marido en una fábrica de papel. La pandemia los dejó sin empleo y se unió a un grupo de mujeres que ahorraba para ofrecer pequeños créditos a quien lo necesitara. Le prestaron más de 500 euros para poner en marcha su idea de la fábrica de platos. Tuvo acceso a formaciones de márketing, a las que acudía con su hijo.
—Cada quince días me llega material nuevo para fabricar los platos, porque si no con el monzón se nos estropea.
Una fábrica les suministra papel y ellas venden el producto final a restaurantes y otros clientes: cada plato les da un beneficio de solo dos céntimos de euro.
El hijo de Pinky juega con los platos que hay en el patio, producto del esfuerzo laboral de su madre. Cada bolsita consta de 18 platos perfectamente empaquetados. Plenamente consciente de su origen humilde, Pinky quiere romper el círculo vicioso de la pobreza y lograr su objetivo: la independencia.
—No estoy contenta. Lo estaré cuando crezca más —dice con fuego en la mirada—. Quiero abrir otra fábrica más. Una que sea de vasos desechables. Sueño con tener esa fábrica de vasos, seré feliz cuando la tenga. Me casé y mi marido trabaja en la construcción, pero no quiero depender de nadie. Aquí, en la India, las mujeres no podemos salir a la calle y dependemos de ellos hasta para la calderilla que se gasta en el día a día.
En su discurso netamente feminista, articulado con detalle, no solo hay sitio para la empresa individual, sino para el avance colectivo.
—No tenemos que depender de ellos. Se lo digo a las mujeres que vienen a hablar conmigo: no solo es cuestión de dinero, también de nuestra identidad. Quiero que más mujeres hagan lo mismo que yo para ganar independencia. Hay mujeres que vienen aquí a hablar conmigo. Las familias no quieren que ellas emprendan, y yo voy a hablar con las familias para que las dejen.
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Tan ocupada como Pinky, o quizá más, está hoy Kalpana Sha, de 34 años, que tiene una tienda de ropa en la ciudad turística de Orcha, emblema cultural de Bundelkhand, con sus palacios y fortalezas y templos. Está tan ocupada Kalpana que, aunque habíamos quedado, al principio no puede hablar: en su tienda, encajada en una calle junto a tantas otras con las que compite, se agolpan clientas que regatean sin compasión. Una de ellas, en el primer asalto del combate, recibe con fingida pesadumbre la noticia de que el sari que sujeta entre las manos cuesta 600 rupias (6,8 euros). Se lo acaba llevando por 450 (5 euros).
—Se le ha salido un hilo a este sari —dice otra clienta al lado.
Cuando por fin logro conversar con Kalpana, me cuenta que al principio tenía una tienda de ropa más pequeña que esta. La había instalado en casa de su familia política tras vender todas sus joyas. Su marido murió de covid-19 durante la pandemia y la familia de él la dejó sin nada. Logró un microcrédito para abrir esta tienda en una calle principal de Orcha. El negocio no es tan innovador como el quiosco de Punam o tan original como la óptica de Rakhi, pero va como un tiro.
—Lo que más vendo son saris. También ropa para bodas y ropa infantil. Quiero abrir otra tienda, pero en casa, porque tengo dos hijos y es muy difícil encargarme de todo.
Tiene a una persona contratada que mientras hablamos no deja de negociar con las clientas. Mientras observo el proceso, le pregunto a Kalpana sobre la importancia del regateo en un negocio como este. Sé que la pregunta tiene algo de tabú. Algunas clientas dejan de hablar y la miran. ¡A ver qué dice!
—Hay un límite. Una cifra hasta la que puedo bajar. Si es por menos, no acepto… Es parte de la cultura.
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Cerca de Orcha, montaña arriba, está el pueblo de Mador: decenas de casas apiñadas junto a un río y un lago. Pero eso es justo lo que falta: agua. O mejor dicho: agua potable. Una de las casas en la calle principal del pueblo tiene una pintada elocuente: “Si no ahorras agua, te quedarás sediento”. La sequía que asola de forma casi permanente —unos años más que otros— a esta comunidad ha dejado una huella profunda.
—Teníamos muchos problemas con el agua potable. Formamos grupos de autoayuda, y a partir de ahí empezamos a trabajar. Cada semana juntábamos 50 rupias (56 céntimos de euro) entre diez mujeres del pueblo y las íbamos ahorrando.
Los grupos de autoayuda —self-help group, en inglés— son comités financieros locales que velan por el bienestar de la comunidad. Sentada en una esterilla bajo una veranda, y secundada por sus compañeras, Radha Ahirwar, de 30 años, explica este periplo colectivo en el que la política de base —y no la regional, la estatal o la nacional— movió los engranajes necesarios para que todo un pueblo tuviera agua potable.
—Antes teníamos que caminar unos dos kilómetros hasta el pozo para conseguir agua potable. Se nos ocurrió construir un depósito de agua. Recogimos mil rupias de casa en casa y con ese dinero compramos material, ladrillos… Lo construimos con nuestras manos. Tiene una capacidad de 3.000 litros. También instalamos alcantarillado. Las mujeres nos juntábamos incluso para trabajar en el turno de noche.
A través de TARAgram, un campus de innovación social apoyado por W4P, lograron una bomba de agua y la instalación de placas solares. El nuevo sistema hace que 50 de los hogares del pueblo dispongan de una fuente propia. Los huertos de tomates han renacido.
—En el futuro queremos tener baterías para instalar filtros y tener mejor agua todavía. Cobramos 50 rupias a las casas con agua corriente y las depositamos en el grupo de autoayuda, que lo usa para el mantenimiento del tanque y otras cosas. También pagamos a la persona que opera la bomba de agua.
A su lado, en la esterilla cubierta de moscas, su compañera Fulwati Ahirwar interviene:
—Si no hay agua, no hay comida. Si no hay comida, no hay vida.
Entonces Fulwati y Radha y las demás se pasan una libreta escrita con caligrafía procelosa en hindi. En las reuniones pasan lista y hacen minutas. En la de hoy han discutido sobre una disputa entre vecinas y una fuga de agua que hay que reparar.
Se levanta la sesión. Radha camina por el pueblo para mostrar lo que ha descrito. Subimos por una calle y los puntos de agua pegados a cada casa van apareciendo con sus números y los nombres de sus propietarios en hindi. Ella tiene el número 1. Aparece el depósito de agua construido con las manos del pueblo. Hay paneles solares en algunos techos. El alcantarillado está formado por unos tubos azules medio enterrados que conectan las casas.
Entre colinas meridianas se despliega un verde inseguro, que sabe que desaparecerá en cuanto pase la estación monzónica. Mientras caminamos, Radha explica el insospechado papel de Bollywood en esta operación para traer el agua potable a Mador. Se organizó en el pueblo la proyección de la película Swades, protagonizada por Shah Rukh Khan, que trata sobre la construcción de un proyecto hidroeléctrico que suministra energía a pueblos que la necesitan.
—Nos inspiró para hacer esto —dice Radha.
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“Usan tecnología solar para llevar agua a las casas. Son todas mujeres que forman parte de un colectivo y que se encargan de que funcione todo el proyecto”, dice Rashmika Das, responsable de programas de Development Alternatives (DA), organizacion que coordina algunos de los proyectos de W4P sobre el terreno.
El modelo de gestión del agua de Mador se creó junto a la comunidad para garantizar la propiedad y lo administra ese comité de mujeres del pueblo que delibera sobre una esterilla, y que está vinculado a proveedores de tecnología. El equipo técnico y de cooperación detrás de DA intenta dar la vuelta a algunos planteamientos clásicos de la ayuda humanitaria.
Colectivos como el que lidera Radha en un pueblo rodeado de montañas demuestran la inagotable energía de la India, que cuando se apoya en estructuras políticas y económicas, por pequeñas que sean, son capaces de cambiar realidades pertinaces, como la falta de acceso a agua potable.
El sueño indio, sobre todo a partir de la liberalización de la década de 1990 y de la consolidación de una nueva imagen del país —más tecnológica, más agresiva, más dinámica—, se ha moldeado a semejanza del sueño americano. Como tierra de oportunidades, vasta y rica, la India tiene mucho más que ver con Estados Unidos que con el Reino Unido, su antigua potencia colonial. Las grandes fortunas que han florecido en las últimas décadas, la consolidación de Bangalore como una especie de Silicon Valley indio y la urbanización salvaje construyen un cliché capitalista de una India integrada en el orden global.
Pero las redes de apoyo comunitario, los proyectos colaborativos e incluso el ascetismo material hallan eco tanto en las tradiciones como en la actualidad de un país que conserva estructuras de supervivencia y solidaridad colectiva. Desde su independencia hasta el final de la Guerra Fría, la India se mantuvo como país no alineado. Tenía una relación privilegiada con la Unión Soviética y dos de sus regiones —Bengala y Kerala— tienen una historia política e intelectual ligada al comunismo. En sus entrañas, de hecho, sigue activa una guerrilla maoísta que lucha por implantar una revolución de corte agrario y comunista. Pero la idiosincrasia de la India nunca casó del todo con la rigidez política.
La India es capaz de adaptarse e incluso adentrarse en sistemas económicos que vienen de fuera, y hacerlos suyos. O, más bien, es capaz de crear uno propio, sin nombre.
La India se mueve al mismo tiempo en muchas direcciones.
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—Vamos a algunos pueblos y hacemos el bolo de Quieres ser millonario.
Su dicción perfecta pero nada impostada, su camisa de cuello Mao —o cuello Nehru, como dicen aquí, por el ex primer ministro de la India—, su pulserita. Manish Samadya, de 35 años, es presentador y conductor de Radio Bundelkhand, una radio comunitaria que habla de la crisis climática, del desarrollo agrícola, de los derechos de las mujeres… y que también se desplaza a pueblos para hacer bolos, el más singular de ellos una nueva versión de Quieres ser millonario, que en la India, como en tantos otros países, cuenta con grandes audiencias. Kaun Banega Business Leader es una herramienta de innovación social creada por W4P, en formato de concurso, como el programa televisivo, pero pensado para estimular ideas de negocios mediante espectáculos y actividades en pueblos de la India. Radio Bundelkhand cubre estos eventos locales como parte de su actividad.
Hoy no estamos en uno de esos bolos, sino en el estudio central de Radio Bundelkhand, en el campus de TARAgram. Manish dice que Radio Bundelkhand, creada en 2008, es la primera radio comunitaria en Madhya Pradesh y la segunda en toda la India. Arrancó con fuerza, luego tuvo unos años difíciles y ahora logra mantenerse a flote.
—Empezamos con una hora de programación y ahora tenemos once. Una de ellas es en directo, y la gente llama, traemos a expertos agrícolas, a tertulianos. Ahora, como es el monzón, nos preguntan por ejemplo cómo salvar los cultivos con las lluvias tan fuertes.
La mayoría de la gente escucha a Manish través de una app en el móvil, pero Radio Bundelkhand puede sintonizarse en el dial (90.4) desde unas 250 localidades.
Ahora mismo está sonando en antena una canción religiosa típica de la estación monzónica, de esas dedicadas a la lluvia. Junto a la pecera hay un micrófono, el de Manish, con unos auriculares colgados. Un ordenador antiguo, un ratón negro, sillas rojas de plástico. Un cartel que dice: #RadioBundelkhand #TARAgramOrchha, twitter.com/rbundelkhand.
Pese a todos los cambios tecnológicos, la fe de Manish en la radio sigue intacta.
—Hace un mes un hombre llamó porque la lluvia había arrasado los cultivos. Avisó a las autoridades y no le dieron solución. Nosotros contactamos a las autoridades y finalmente recibió una indemnización —dice Manish mientras juega con los auriculares—. Ayudamos a muchos agricultores durante la pandemia, fue un momento duro, muchos necesitaban ayuda, muchos volvieron desde Delhi, y muchos migrantes dejaron sus trabajos también y no sabían cómo empezar aquí, necesitaban recibir formación agrícola.
Aprovecho su derroche de pasión para preguntarle qué significa la radio para él.
—La radio es una identidad para mí. La gente me conoce por la radio. Me respetan mucho cuando voy a casa. Es algo emocionante. Llaman gurús a los líderes religiosos, a todo el que enseña, y a mí me llaman gurú porque hablo y enseño desde la radio —dice con timidez, contrarrestando con un gesto dubitativo la carga autocomplaciente de sus palabras—. No tengo formación específica ni en comunicación ni en periodismo.
Manish recibe preguntas de oyentes, la mayoría sobre agricultura, pero también de otros ámbitos. Con la ayuda de expertos —o a veces sin ellos—, las intenta contestar. Sabe que su audiencia no es masiva, pero sí fiel, y eso le basta.
—Antes había gente en la región que creía que la sequía o la lluvia dependían de los dioses. Con esta radio empezaron a saber que la realidad a la que nos enfrentamos se llama cambio climático.
En la pequeña Radio Bundelkhand, Manish encontró su pequeño proyecto para cambiar pequeñas cosas.
Este reportaje se hizo gracias una invitación a Bundelkhand para visitar el programa Work4Progress, promovido por Fundación “la Caixa”