Este es el primer capítulo de la serie La libreta siria, una cobertura desde el terreno para contar la nueva Siria.
No puede hablar, pero todo el mundo a su alrededor quiere que hable.
No puede pronunciar su nombre, pero todo el mundo a su alrededor quiere que pronuncie otros nombres.
Es uno de los incontables prisioneros torturados en la cárcel de Sednaya, en las afueras de Damasco. Cuando cayó el régimen de Bashar al Asad, tanto él como otros supervivientes fueron trasladados a varios hospitales de Damasco. Ahora se recupera en la habitación de uno de ellos. Pero no puede descansar. Una multitud se amontona sobre él agitando móviles, enseñándole vídeos y fotos.
Son familiares de otros prisioneros. Le preguntan si conoce a alguien de todos esos que aparecen en las imágenes. Él no contesta: su mirada busca caras, formas, pistas, pero no las encuentra. Las decenas de personas desesperadas que rodean la camilla forman una pared humana infranqueable para los médicos e incluso para las nuevas autoridades militares. Nadie las sacará de allí.
Ahora la disputa es otra.
—Quiero ver sus pies para saber si tiene una marca de nacimiento —dice una mujer.
Un hombre le dice que no, que no es un familiar de ella. Que el superviviente es su hermano, está seguro de ello.
Ha pasado tanto tiempo desde que fue arrestado por el régimen, y ha sufrido tanto durante la detención, que es difícilmente reconocible.
Un hedor penetrante se apodera de la sala.
—Como no sabemos su nombre, muchas familias han venido aquí y han dicho que es su hermano o su hijo —dice el doctor Hani Dabrha, del hospital Ibn Al-Nafis—. Muchas familias se agarran a esa última chispa de esperanza.
El prisionero sin nombre es como la nueva Siria: salió de la cárcel, pero no puede procesar la nueva situación, porque ha sufrido demasiado.
El dolor de la libertad
¿Y ahora, qué? La pregunta aparentemente más liviana es estos días la más pesada para el pueblo sirio. La más hiriente, la más despiadada, la más injusta. El mundo se pregunta por el futuro de Siria, pero el pasado, cargado de dolor, impone sus propias preguntas.
En el entierro del opositor sirio Mazen Hamadi, cuyo cadáver apareció en la cárcel de Sednaya, están todos los miedos toda la alegría todas las heridas todos los sueños todos los agravios todas las esperanzas.
Todo el odio.
Porque eso es lo que une a todo el mundo en esta procesión convertida en manifestación: el odio al régimen. “¡Queremos a Asad muerto!”. Y otros cánticos con insultos. Algunos disparos al aire. Las masas sujetan carteles con la fotografía de Hamadi. Pero también con las fotografías de padres hijos hermanos primos asesinados por el régimen o desaparecidos. “Madres de los mártires, somos vuestros hijos”, cantan algunos. Otros corean el consabido La ilaha illa Allah (no hay más dios que Alá). Se pronuncia la palabra libertad.
¿Qué es eso de la libertad?
—Esta es la oportunidad de experimentar la libertad de expresión, no sabemos nada de eso, necesitamos explorar los límites. ¿Dónde están los límites? Aún no lo sabemos —dice a la cola de la procesión Kais Mezkour, un estudiante de Medicina de 21 años.
A su lado, con sudadera gris, móvil en mano, su colega Mudar Joudieh —ya graduado—, avanza a toda velocidad. Ambos pertenecen a la minoría drusa, que también tiene presencia en el vecino Líbano.
—La gente tiene miedo. Tenemos que alzar la voz y actuar. No todo es perfecto. No me gusta que haya gente que cante “no hay más dios que Alá”. Tampoco me gustan los disparos al aire. No me voy a callar otra vez.
A nuestro lado pasan mujeres que derraman lágrimas como si las hubieran estado reprimiendo durante mucho tiempo.
En un momento tan absoluto, en un corte de la historia tan profundo, los sentimientos se amalgaman.
Orgullo.
Rabia.
Libertad.
Odio.
Alegría.
Este entierro es el latido de Siria.