Las sombras ya tienen nombre

Y sus palabras iluminan una verdad histórica. Los supervivientes de las cárceles describen cómo el régimen sirio organizó un exterminio.

Las sombras ya tienen nombre
Hosni Diab estuvo seis años encarcelado. Cuando salió, casi no podía mantenerse en pie. Samuel Nacar

Con la colaboración y el apoyo en las traducciones de Alaa al Khatib

Mohamed Khaled Krayem, Ayham Jahmani y Hosni Diab tenían miedo a la libertad en las primeras horas de la madrugada del 8 de diciembre de 2024, fecha en la que cayó, tras más de medio siglo, la dinastía Asad en Siria.

Desde sus celdas, Mohamed —los dientes partidos, el oído izquierdo reventado—, Ayham —el brazo izquierdo lesionado por una bala, los genitales quemados— y Hosni —el cuerpo consumido por la enfermedad— oyeron un rumor lejano que no encajaba en la rutina de Sednaya, la prisión militar que el régimen sirio había convertido en su particular campo de exterminio durante la guerra civil. Mohamed, Ayham y Hosni llevaban ya el tiempo suficiente en aquel matadero como para saber que cualquier desviación de la norma, sobre todo por la noche, solo podía obedecer al comienzo de una tortura, una ejecución o una humillación que aún no habían podido imaginar. Cuando el ruido se acercaba más y más y más —gritos, golpes metálicos, carreras—, Mohamed, Ayham y Hosni pensaron que quizá se estaba organizando un motín, pero el pesimismo pronto se impuso en sus mentes: seguro que saldría mal, o seguro que era una trampa retorcida del régimen para castigarlos aún más.

En la celda 7 de un ala de la primera planta, atenazados por el miedo, Mohamed y sus compañeros se taparon bajo una manta. No querían que los grabara la cámara que los apuntaba día y noche.

—¡No os mováis! —se decían unos a otros.

Hubo un hombre que no hizo caso, porque oía a lo lejos gritos que quería repetir. Se llamaba Mehdi.

Allahu akbar! [¡Alá es grande!] —gritó Mehdi de pie, con la cabeza entre los barrotes.

Pero qué haces, nos van a matar a todos, te has vuelto loco. Sus compañeros lo agarraron y lo intentaron meter en la parte trasera de la celda, donde había una letrina separada por un muro. Mehdi se revolvió, los golpeó, pidió que lo soltaran, Allahu akbar!

Todos oyeron cómo se abría la puerta del largo pasillo con diez celdas. Era el habitual prólogo sonoro de las torturas. Se refugiaron en la letrina para encomendarse a Alá en los últimos minutos de sus vidas. Todos salvo Mehdi, que se quedó de pie, dando patadas a la puerta. Alguien descerrajaba tiros contra la cerradura de la celda 10, 9, 8… Mohamed pensó que era una ejecución. Hasta que un antiguo preso, conocido por todos, abrió la puerta de la celda número 7.

—¡Chavales! —gritó Mehdi al resto de prisioneros—. ¡Es Abo Kasem! ¡Salid de ahí!

Lo besaron y abrazaron, Allahu akbar, Abo Kasem había acompañado a los rebeldes en el asalto y liberación de la cárcel para reencontrarse con sus compañeros, Allahu akbar, Mohamed empezó a correr no sabía hacia dónde, Allahu akbar, salió de Sednaya la prisión en forma de aspa en lo alto de una colina en las afueras de Damasco la prisión de las torturas y las ejecuciones la prisión del exterminio, Allahu akbar, bajó el monte en medio de la noche con miedo a pisar una de las minas que el régimen había plantado para evitar fugas ahora sería un drama pisar una no por favor, Allahu akbar, ya fuera de Sednaya llegó a una mezquita donde había vecinos celebrando y rezó y vio que los vecinos organizaban traslados de presos a Damasco que es donde vivía él antes de que la pesadilla empezara, Allahu akbar, alguien le dio dinero y subió a un vehículo que lo llevó cerca de su barrio, Allahu akbar, ya amanecía y su madre Fátima estaba tendiendo la ropa y lo vio llegar flaquito desde el balcón, Allahu akbar, y Fátima tiró la ropa y las pinzas y bajó las escaleras y abrazó a su hijo Mohamed tan flaquito con los dientes partidos que había llegado a casa como un ángel sin permiso.

Siete años después de ser encarcelado, Mohamed ya era libre.

***

En otra de las celdas de la primera planta, Ayham fue el primero de sus compañeros en oír un ruido. Pensó que era una boda. O algún problema que se avecinaba.

—¡Que se follen a vuestras hermanas! —gritó uno de los carceleros.

En aquel momento, Ayham no sabía que ese insulto iba dirigido a miembros de Hayat Tahrir al Sham (HTS), el grupo armado que lideraba la toma de Damasco y, en paralelo, abría las puertas de las cárceles del régimen para liberar a los prisioneros. Solo sabía que el ruido se acercaba. Hubo disparos. Ayham y sus compañeros tenían miedo de que los mataran. Si era un motín y se resolvía como otros en el pasado, podía convertirse en una masacre. El régimen siempre ganaba.

—¡Estamos aquí! —gritaron todos en la celda de Ayham.

Los disparos cesaron, se oyó el motor de un coche alejándose y gritos de Allahu akbar, los presos pensaron que era una trampa, sonaron golpes en las puertas, Allahu akbar, ahora sí se convencieron de que no sabían por qué pero serían liberados, Allahu akbar, los hombres armados forzaron la puerta con barras de hierro, fue un momento “feliz, extraordinario”, Allahu akbar, salieron todos corriendo —“aún temo que todo sea un sueño”—, Allahu akbar, caminó Ayham cinco kilómetros monte abajo, allí esperaban decenas de familiares y amigos, Allahu akbar, allí esperaban sus familiares para llevarlo a casa, a Daraa, la provincia donde arrancaron las primeras manifestaciones contra Asad, las manifestaciones en las que había participado y en las que su brazo izquierdo había resultado herido y que lo habían condenado, pensaba que para siempre, Allahu akbar, llegó a casa, en plena campiña del sur de Siria, para abrazar a su madre entre pétalos y disparos al aire.

Seis años y cuatro meses después de ser encarcelado, Ayham ya era libre.

***

En una de las celdas de Sednaya donde se hacinaban reclusos con tuberculosis, Hosni oyó disparos y pensó que estaba alucinando. Le preguntó a un compañero si también los oía, y le respondió que sí. Pensaron que podía ser un motín y temieron por sus vidas, porque lo más probable es que fuera abortado y luego los responsables recibieran un castigo.

Se abrió la puerta del calabozo y Hosni y sus compañeros lloraban y gritaban porque pensaban que los iban a torturar o que los iban a ejecutar, se refugiaron —como habían hecho Mohamed y sus compañeros— junto a la letrina que se escondía al fondo de la celda, pero no eran carceleros los que entraban sino jóvenes con barba y fusil.

—¿Hay alguien aquí? ¡Podéis salir!

Hosni y sus compañeros salieron, se dejaron ver, preguntaron qué estaba pasando.

—Podéis salir.

—Por Alá, no nos engañéis —dijeron los presos.

—Podéis ir a casa. Hoy cenaréis con vuestras madres.

Hosni estaba tan débil debido a su enfermedad que no podía ni levantarse. Dos compañeros lo ayudaron. Salió de la prisión y miró al cielo, Allahu akbar, los antes llamados rebeldes —ahora soldados del nuevo régimen, las paradojas del poder— le dieron una manta, Allahu akbar, se metió en un autobús, Allahu akbar, su padre ya estaba preparando la mortaja, porque pensaba que su hijo estaría muerto, pero su fotografía circuló en redes sociales como uno de los supervivientes de Sednaya, Allahu akbar, y lo encontró, débil pero vivo.

Seis años después de ser encarcelado, Hosni ya era libre.

El sistema de exterminio

Desde que en 2011 se desataron las primeras protestas en Siria al calor de las primaveras árabes, el régimen de Asad convirtió su sistema carcelario, ya represivo y orientado a eliminar adversarios, en una pieza indispensable de su maquinaria de guerra, pensada para triturar a escala industrial decenas de miles de cuerpos. Porque eso es lo único que quedaba al final del proceso: cuerpos sin alma, dignidad o vida.

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