Recuerdo leer hace diez años El pan de la guerra, de Deborah Ellis. Estaba sentada en la biblioteca de la casa de mi abuela, donde aterrizaban toda clase de libros que mis tías habían ido cediendo inconscientemente para construir lo que para mí sería la herencia literaria familiar. El libro mostraba la miseria que suponía nacer niña en Afganistán. La imposición talibán del burka representaba lo que la humanidad no debía permitir que ocurriese nunca más. Una factura clara de lo que significaba permitir el fanatismo en su extremo más discriminatorio contra la mitad de la población de un país.
Jamás podría haber imaginado que diez años después, con 23 años, caerían en mis manos casos de afganas reviviendo la pesadilla. Una navaja de odio ha seccionado de nuevo a la sociedad afgana para hacer de la humanidad de las mujeres una sombra tenue y…
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