Primero fue un ligero temblor al que no dimos mucha importancia. En Tokio, una ciudad habituada a los seísmos de baja intensidad, aquello no era raro. Pero esa vez escaló en pocos segundos: para cuando nos dimos cuenta, todo en la oficina —las mesas, las estanterías, el mueble con el televisor, las propias paredes— bailaba con la fuerza de sacudidas subterráneas. Duró unos minutos eternos en los que cayeron objetos, la pared del pasillo se agrietó y el edificio que albergaba la delegación de la Agencia Efe en el corazón de Tokio se sacudió como si dos manos enormes lo agitaran de un lado a otro. Recuerdo cómo, agachada bajo la mesa, estiré la mano para buscar a tientas el móvil que tenía al lado del ordenador, y el alivio cuando lo encontré pensando que podía ser útil si quedábamos atrapadas bajo escombros. No hizo falta. Era el…
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