La invasión rusa de Ucrania ha llevado a la gran mayoría de países europeos a participar en el conflicto a través del envío de armamento. El riesgo de optar por la vía militar reside en dejar en segundo plano —o incluso relegar al olvido— las vías políticas y diplomáticas, que deberían recibir toda la atención y energía en estos momentos. En el contexto de la cultura militar dominante, la Unión Europea y los aliados de la OTAN refuerzan una senda que internacionaliza y hace aún más compleja una guerra que ve alejarse la posibilidad de una resolución rápida.
La política de las armas
El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ha insistido por activa y por pasiva en que esta no es una guerra de la Alianza, pero al mismo tiempo la organización alienta a que sus miembros envíen armamento. Así lo han hecho desde un inicio Bélgica, Canadá, la República Checa, Estonia, Francia, Grecia, Letonia, Lituania, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia, el Reino Unido e incluso Alemania: esta última ha asumido un rol nuevo en la escena internacional, con un intervencionismo militar que hasta hoy había esquivado.
Estados Unidos se reafirmó en su apoyo militar a Ucrania el 26 de febrero, dos días después de que Vladimir Putin lanzase su ataque a gran escala contra el país vecino. Entonces, el secretario de Estado, Antony Blinken, anunció el envío de 350 millones de dólares adicionales en armas, elevando así hasta 1.000 millones de dólares la contribución militar estadounidense a Ucrania durante el último año. A ellos se sumaron posteriormente países que inicialmente se mostraban reacios, como Noruega, Dinamarca o Croacia. España, tras un inicio dubitativo, dio un viraje y también anunció el envío de material ofensivo: 1.370 lanzagranadas y 700.000 cartuchos de fusiles y ametralladoras y ametralladoras ligeras, que se suman al envío de cascos y chalecos antibalas ya realizado.
La UE, por su parte, reaccionó con la decisión inédita de financiar la compra y envío de armas, y aprobó una partida de 500 millones de euros del Fondo Europeo para la Paz para la “provisión de equipos y suministros a las Fuerzas Armadas ucranianas, incluidos, por primera vez, equipos letales”. La mayoría de los Estados miembros de la UE ha decidido implicarse también de forma individual y respaldar con armas a Ucrania, con algunas excepciones como Irlanda, Austria y Malta.
Bélgica anunció el envío de 5.000 ametralladoras y 200 armas antitanque, Finlandia de 2.500 fusiles de asalto, 150.000 cartuchos para fusiles de ataque y 1.500 armas antitanque. Suecia y Finlandia, tras ser amenazados por Putin si acercaban sus posiciones a las de la OTAN, también anunciaron envíos de armas en decisiones consideradas históricas. Polonia, que comparte más de 500 kilómetros de frontera con Ucrania, se ha convertido en una base logística crucial para hacer llegar el armamento occidental por la vía terrestre. El Gobierno polaco, que en las semanas previas a la guerra ya había aprobado apoyar con armas a Ucrania, había rechazado inicialmente facilitar aviones de combate al suponer una “interferencia militar en el conflicto”. Sin embargo, estos días negocia con EEUU el envío a Ucrania de cazas de fabricación rusa.
Tras las medidas y sanciones iniciales de presión política, económica y humanitaria, la participación militar europea y de sus aliados occidentales en esta guerra es clara y contundente.
Un desigual poder militar
Las guerras no ocurren porque sí: necesitan de una intensa preparación, con enormes inversiones y desarrollo de capacidades militares que permitan, en un momento dado, poner en funcionamiento la maquinaria bélica para conseguir objetivos políticos. Rusia lo sabe muy bien y así lo viene haciendo al menos desde la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, tras comprobar que Occidente no estaba dispuesta a atender buena parte de sus demandas de respeto a su zona de influencia.
Ucrania, por su parte, emprendió un nada despreciable proceso de militarización, sobre todo desde la anexión rusa de Crimea y del conflicto en el Donbás en 2014. Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), el gasto militar de Rusia era en 2014 veinte veces mayor que el ucraniano; la diferencia se había reducido a diez veces para 2020, cuando el presupuesto militar ruso ascendió a 61.713 millones de dólares y el ucraniano a 5.924 millones de dólares. Esto, sin embargo, no parece cambiar de manera determinante un escenario de supremacía militar rusa. El gasto militar demuestra la gran distancia entre la capacidad bélica de ambos países.
Según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS, siglás en inglés), Rusia cuenta con un Ejército de 900.000 efectivos (280.000 en el Ejército de Tierra, 150.000 en la Armada, 165.000 en el Ejército del Aire, más unas amplias y variadas fuerzas especiales de diferentes ámbitos). A ellos hay que sumar 554.000 efectivos paramilitares y 2 millones de reservistas. Ucrania tiene, por su parte, unas Fuerzas Armadas que cuentan con 196.600 efectivos (125.600 de Tierra, 15.000 de la Armada y 35.000 del Ejército del Aire, además de 21.000 efectivos de Fuerzas Especiales), junto a 102.000 efectivos paramilitares y 900.000 en reserva. Pero en lo que se refiere a equipamientos militares, material de defensa y sistemas de armamento, la diferencia entre Ucrania y Rusia es abismal. Rusia multiplica por diez el número de aviones de combate (1.301 frente a 132), posee 948 helicópteros de combate frente a los 55 de Ucrania y cuenta con 49 submarinos, mientras que Ucrania no tiene ninguno.
La distancia entre la capacidad militar de Rusia y Ucrania es de tales dimensiones que todo indica que el envío de armas por parte de Europa no pretende cambiar el curso de la guerra. Es probable que el objetivo de este apoyo militar limitado de los Gobiernos implicados y la propia UE tenga la finalidad de mejorar posiciones en una mesa de negociación. Con ello, Europa incorpora el riesgo de que la ayuda militar de hoy a Ucrania sea el preludio de una intervención futura de mayores dimensiones; existe el peligro de entrar en una inacabable espiral de seguir armando al Ejército y a grupos ucranianos de resistencia armada.
En el equilibrio de poderes entre Rusia y Ucrania y el resto de Europa hay que incluir además el factor del armamento nuclear —algo que podría ser clave en el desenlace del conflicto, en caso de una escalada militar de grandes proporciones. Moscú cuenta con 6.255 cabezas nucleares, según el SIPRI. Estados Unidos tiene 5.550. Además, aproximadamente 150 bombas nucleares B-61 estadounidenses están almacenadas en cinco países europeos: Bélgica, Alemania, Países Bajos, Italia y Turquía. En Europa hay que sumar además las cabezas nucleares de Francia (290) y el Reino Unido (225).
El subyacente negocio militar
Desde el inicio del ataque ordenado por Putin a Ucrania el 24 de febrero, la cotización de muchas de las principales empresas de armas se ha disparado en Bolsa. No hay mejor campaña de márketing que una guerra, y en el caso de la que asola Ucrania esta campaña se ve reforzada por la posibilidad de un conflicto bélico de mayores dimensiones. Fabricantes de todo tipo de armamento y material militar, de equipamientos y vehículos militares, de equipos de comunicación o de sistemas de controles fronterizos están viendo como el valor de sus acciones aumenta a ritmos insospechados. La expectativa de los inversores de conseguir retornos en futuros repartos de dividendos de algunas de las principales empresas de armas se demuestra con los incrementos de dos dígitos en su cotización en Bolsa desde el inicio de la invasión rusa.
El valor bursátil de las estadounidenses Lockheed Martin, Northrop Grumman y General Dynamics ha aumentado entre el 15% y el 17% desde el día anterior al inicio de la guerra; la británica BAE Systems lo ha hecho un 15%, la francesa Dassalut Aviation un 13%, la italiana Leonardo un 18% y la alemana Rheinmetall (Alemania) se ha disparado hasta un 54%.
En el ránking del SIPRI de las 100 empresas de armas con mayor facturación de 2020, un total de 45 firmas son estadounidenses, 17 pertenecen a países de la UE y un total de 70 son de países pertenecientes a la OTAN: son las que se llevan la mayor parte de una facturación total de 556.000 millones de dólares, superior al PIB de Suecia (546.000 millones de dólares). Pero el beneficio empresarial ante la guerra de Ucrania no se limita al negocio armamentístico occidental. El conglomerado industrial ruso es, solo por detrás de EEUU, el segundo que más firmas tiene en el ránking mencionado, con nueve empresas (Almaz-Antey, United Aircraft, United Shipbuilding, Tactical Missiles, United Engine, KRET, Russian Electronics, Russian Helicopters y UralVagonZavod) que facturaron 26.360 millones de dólares en 2020.
Ucrania también participa del negocio de la militarización. Según datos del SIPRI, desde 2014 —cuando se desencadenó la guerra del Donbás— Ucrania ha importado armas de Canadá, la República Checa, Dinamarca, Francia, Polonia, España, Turquía, el Reino Unido, Estados Unidos y Emiratos Árabes. Pero el país también posee una potente industria militar y ocupa una posición destacada en la lista mundial de exportadores de armamento (la número 12 en el periodo 2016-2020). Incluso hay constancia de armamento ucraniano transferido a Rusia entre 2014 y 2020, que habría representado el 21% de sus exportaciones totales de armas a pesar de que el Gobierno ucraniano había prohibido vender armas a ese país, según el SIPRI. Según datos recopilados por esta institución —que interpreta que fueron ventas sin consentimiento gubernamental—, en este periodo empresas ucranianas transfirieron a Rusia 31 aviones de transporte militar, al menos 150 motores para aviación militar y seis turbinas para fragatas de fabricación rusa.
Ucrania también ha exportado armas, desde 2014, a destinos tan sorprendentes dadas las circunstancias como Bielorrusia o China (país que representa el 31% de las exportaciones). La industria armamentística ucraniana la lidera el conglomerado estatal UkrOboronProm, un gigante con 137 subsidiarias y dividido en seis divisiones (misiles, aviación, reparación de aeronaves, blindados, radar y sistemas marinos), cuya facturación aumentó un 57% entre 2014 y 2020.
Militarizar Europa
La respuesta militarizada de la UE a la guerra de Ucrania supone un punto de inflexión, no por esperado menos relevante, en el rol de la Unión en materia de seguridad y defensa. El desarrollo de los acontecimientos desde el pasado 24 de febrero ha acelerado un proceso que viene de largo. Empezó al menos en 2002 en la Convención sobre el futuro de Europa y la creación, al año siguiente, del Grupo de Personalidades (GdP) sobre Investigación en Seguridad. En 2015 se creó el Grupo de Personalidades sobre Investigación en Defensa, en el que 9 de los 15 asientos pertenecen a la industria militar.
Los discursos que abrieron el camino para que la UE diera pasos hacia un enfoque de seguridad militar han sido dos: el documento Una Europa segura en un mundo mejor (2003) y la Visión compartida, acción común: una Europa más fuerte (2016), conocida como Estrategia Global de la UE, que puso sobre la mesa un proyecto con un claro carácter militarista. Está previsto que este mes de marzo se presente en sociedad el nuevo documento de seguridad y defensa de la UE, la llamada Brújula Estratégica. Previsiblemente, llevará al centro del debate la posibilidad de convertir a la UE en un poder duro (del término en inglés hard power, referido al uso de medios militares y económicos como herramientas de presión) que preserve el modo de vida europeo y defienda los intereses económicos y geopolíticos de los Veintisiete. Esto supondría dejar de lado el anterior enfoque —que se deduce de sus documentos fundacionales— de hacer de la UE un poder blando (soft power).
En 2016 la UE estableció un presupuesto específico para el desarrollo militar en el Fondo Europeo de Defensa, y en 2020 vinculó seguridad y desarrollo en su Estrategia para una Unión de la Seguridad. Fue entonces cuando puso en marcha los fondos de cooperación para el desarrollo de capacidades militares en países del Sur con el nuevo Instrumento de Vecindad, Desarrollo y Cooperación Internacional (NDICI, por su siglas en inglés), preludio del Fondo Europeo para la Paz, que ha acaparado el protagonismo en la ayuda militar para Ucrania aprobada recientemente.
La guerra en Ucrania ha encajado en la agenda de militarización de la UE, un proceso que se encuentra en su fase final. El objetivo es aumentar su autonomía estratégica con ayudas a la industria militar europea y la posibilidad de desplegar en mayor número y más rápidamente soldados de bandera europea, pero sin perder la tutela de la OTAN.
El cambio más concreto en la militarización europea proviene, en buena parte, de la agresiva campaña del expresidente estadounidense Donald Trump para aumentar la contribución de los aliados europeos al presupuesto militar de la OTAN. En el acta de la reunión de la OTAN de 2014 celebrada en Gales ya se introdujo el punto de “tender hacia el objetivo” de dedicar el 2% del PIB al gasto militar. No era una obligación, sino un compromiso más de un encuentro más de una organización internacional. El 2% se convirtió en un mantra que no han cesado de repetir gobernantes de todo signo en Europa, hasta conseguir convertirlo en un objetivo político que, con toda probabilidad, será alcanzado por cada vez más países europeos.
El presupuesto comunitario no es ajeno al objetivo de aumentar en lo posible los gastos militares: de los 2.800 millones de euros que se contemplaban en el Programa Marco 2007-2013, pasó a 6.500 millones de euros en el de 2014-20 y a 19.500 millones de euros en el de 2021-27. Si además consideramos el gasto militar de los Estados miembro de la UE, que fue en 2020 de 232.000 millones de euros, y tenemos en cuenta que el de los miembros de la OTAN sumó 1,06 billones de euros, la cifra que alcance el gasto militar occidental en 2022 puede ser la mayor de la historia.
Defender la seguridad ¿de quién?
Son muchas las dudas que surgen tras la decisión de que Europa se implique en una guerra con Vladimir Putin. Si algún sentido pudiera tener sería que, desde un punto de vista militar, tuviera como objetivo cambiar de forma inminente el curso de la guerra y evitara un mayor número de víctimas. Pero es algo improbable ante el desequilibrio de fuerzas entre Rusia y Ucrania, a no ser que el envío de armas sea el preludio de una intervención militar sobre el terreno, por parte de una coalición amplia, en una larga guerra en suelo europeo —algo que tendría efectos devastadores en la población de Ucrania en primer lugar, y de manera indirecta en la de todo el continente.
Armar al Ejército y la sociedad ucraniana nos lleva hacia un escenario en el que la única salida aceptable por ambas partes será la victoria militar. A medida que se alargue la guerra, más daños sufrirá la población civil y más costoso será para las partes aceptar su derrota. Enviar armamento, militarizar el conflicto aún más, puede convertir a Ucrania en una nueva Siria, en la que se perpetúe la guerra y la violencia y deje un país de escombros, de miseria y de odio durante las próximas generaciones.
La falta de credibilidad de los mandatarios europeos para explicar su envío de armas a la resistencia ucraniana y no a otros gobiernos en clara desventaja militar con la fuerza que ocupa su territorio, como por ejemplo el palestino o el saharaui, suscita más dudas sobre las intenciones detrás de una operación que por el momento no convence ni a militaristas ni, por supuesto, a pacifistas. Más bien, deja entrever un rancio supremacismo por el cual hay guerras, víctimas de guerra y refugiados de primera si son blancos y con los ojos azules.
Si la intención sincera de los gobiernos europeos, de la UE y de la OTAN fuera la seguridad de la población ucraniana, no se debería ahorrar ningún esfuerzo para imponer una negociación, un alto el fuego y un acuerdo de paz que consiguiera dar la seguridad más preciada: la de seguir vivo. Es necesario que en Ucrania se abandone la vía OTAN que desde la caída del Muro de Berlín ha aprovechado, como organización militar que es, la debilidad de su enemigo, a pesar de la desaparición de la URSS, y ha expandido su presencia y capacidades militares hacia el Este de Europa hasta generar, cuanto menos, el argumento que utiliza Vladimir Putin para una agresión intolerable que busca el beneficio, la gloria y la perpetuación de un liderazgo político autoritario nacional populista.
Frente a la inoperancia de quienes deben dar soluciones a este conflicto, deben considerarse con urgencia y seriedad las propuestas de mediación que hay sobre la mesa, desde China —que podría aprovechar una mediación exitosa para mostrar la imagen de única potencia mundial capaz de poner paz en un convulso mundo— a Serbia, que podría ser mediadora entre Rusia y Ucrania al tener excelentes relaciones tanto con el Kremlin como con la UE, Pekín e incluso Estados Unidos.
En lugar de enviar armas al conflicto, la seguridad de la población ucraniana pasa por iniciar un proceso de desmilitarización y dibujar una nueva arquitectura de seguridad común en el continente —incluida la creación de una zona libre de armas nucleares no solo en la región en conflicto, sino en toda Europa— que abra una solución a la guerra actual y prevenga futuros conflictos armados.