—Fue todo muy rápido. Es como intentar adelantarte a un tsunami.
Óscar Gallardo mira a los pacientes con covid-19 al otro lado del cristal. Están en una unidad de cuidados intensivos (UCI) del hospital Germans Trias i Pujol, en Badalona, a las afueras de Barcelona. Intubados.
Gallardo supervisa esta UCI. Le pregunto si hay impotencia en el equipo: por la ausencia hasta ahora de tratamiento, por las medidas que impone el uso de un traje de protección, por la falta de recursos, por la sensación de que esta crisis los sobrepasa.
—Mira, allí hay una paciente consciente —dice Gallardo por respuesta—. La sacaremos adelante. Hay gente intubada que sale adelante. Todo esto no es en vano.
Esta zona era hace poco una nave diáfana del hospital: en pocos días se construyeron tabiques para separar a pacientes, se instaló la logística informática, el laboratorio. El personal formaba parte de la unidad coronaria del servicio de cardiología. Ahora se han formado dos áreas aisladas de nueve y doce camas y el personal atiende a pacientes críticos con covid-19.
—Tenemos esta UCI desde el 5 de marzo. Cada día surgen cosas a mejorar. Pero ya tenemos una rutina.
Los cubículos de los pacientes están separados por una pared de ventanas y puertas blancas con la parte superior de cristal para que, desde fuera, los trabajadores sanitarios puedan comprobar el monitor y el estado del paciente. Se visten y entran de forma constante, aunque el traje de protección es asfixiante. La pared está plagada de resultados de pruebas, datos, mensajes: hay una comunicación a través del muro, con gestos y textos, entre los que están a uno y otro lado, obligada por la capacidad de contagio del virus.
—Vamos abriendo unidades contra reloj. Estás siempre en la frontera entre el caos y el control. A la mínima, todo se descontrola.
El folio que está delante de nosotros, en la puerta que da a las camas de los pacientes, recoge la temperatura del enfermo, las constantes vitales y la frecuencia cardíaca. Desde la mesa central instalada fuera de los cubículos, donde el personal trabaja con los ordenadores, suena de fondo, suave, casi imperceptible, el Yo x Ti, Tú x Mí de Rosalía y Ozuna.
Los límites de la atención médica
En la segunda planta está la UCI original. Catorce cubículos con pacientes —mayoría de hombres mayores—, trasiego constante de documentos y medicamentos, señales de los que están dentro a los que están fuera, toques con nudillo al cristal de los que están fuera a los que están dentro. “Voy a entrar”, dice una enfermera que se enfunda en el buzo de protección. Oigo la frase varias veces durante todo el día.
Hay frustración, esperanza, trabajo. Hay dolor por pacientes que fallecen. Por enfermos que empeoran y cuyos familiares solo se pueden despedir por videollamada. Por tener a compañeros y compañeras con el virus. Hay alegría por los que salen adelante. Hay miradas de complicidad y de ánimo entre los sanitarios. Hay abrazos furtivos con los buzos antes de entrar en la zona de riesgo. Pero sobre todo hay trabajo, trabajo, trabajo.
Desde el inicio de la crisis, las camas para pacientes críticos se han triplicado en el hospital Germans Trias i Pujol, en el campus de Can Ruti, uno de los más importantes de Cataluña. La UCI original se intenta replicar en los lugares más insólitos: se lleva al personal sanitario y a la propia estructura física del hospital al límite. ¿Hasta dónde se puede llegar?
En España, a 31 de marzo, hay 102.136 casos y 9.053 muertos. En Cataluña, 19.991 casos y 1.849 muertos.
Germans Trias i Pujol es un centro público que habitualmente da atención sanitaria de “alta complejidad” a las 800.000 personas que viven en la subcomarca del Barcelonés Norte y en la comarca del Maresme. Ahora, como tantos otros, se ha volcado en la atención a personas con covid-19. Todas las actividades no urgentes se han parado.
La ampliación de camas para pacientes en estado crítico sucede en tiempo real. Se tira de imaginación y se piensa en todos los espacios. A media mañana, paso por la biblioteca —la antigua biblioteca— del centro, que ha sido vaciada. Hay catorce camas en el pasillo esperando a ser instaladas: también estanterías, revisteros, journals de medicina. Dos de las salas adyacentes, que se usaban para hacer formación —sillas, proyectores—, ahora sirven de almacenaje y farmacia. Solo unas horas más tarde, cuando vuelvo a pasar por allí, las camas y las pantallas ya están habilitadas en la zona diáfana de la biblioteca.
—Nos hemos tenido que reinventar —dice Cristina Casanovas, enfermera y adjunta de desarrollo profesional, investigación e innovación: ahora encargada de instalar esta nueva UCI—. Hemos tenido que habilitar espacios que nunca habríamos pensado. Se buscan salas donde el control sea directo y haya un acceso rápido. Esta noche esto ya funcionará.
Casanovas ha dejado de momento la formación y ha vuelto, como dice ella, “a las trincheras”: a la UCI, donde trabajaba hace unos diez años. Pese a que lleva treinta trabajando, confiesa que nunca había visto nada así.
—Lo más difícil es mantener la calma. Tenemos mucha presión. Los trajes dan mucha calor, se te empañan las gafas, no tienes la misma visibilidad que normalmente —dice Casanovas mientras habilita las camas de la biblioteca—. Nos estamos sobrecargando, falta material. Pero resistiremos.
La carga de trabajo, la falta de recursos y la forma de hacer frente a la emergencia son temas recurrentes entre las personas con las que hablo en el hospital. Pero la obsesión absoluta, lo que puebla sus mentes, es sobre todo la relación con el paciente, cortada por el aislamiento que exige el virus.
—Esto es muy deshumanizante —dice Casanovas—. Normalmente el paciente en una UCI está incomunicado, pero en los últimos dos años hemos intentado abrir las barreras, abrir la zona de críticos, y ahora este virus nos hace cerrarlas. La familia no puede entrar por riesgo al contagio y se queda confinada. Solo queda el teléfono.
La prioridad en estas unidades es que los pacientes mejoren y que puedan ser trasladados a planta. Es uno de los momentos de alegría que todos, personal sanitario y pacientes, necesitan para seguir un día más: no hay forma de pensar a un mes vista, el presente es una dictadura.
—Cuando hay una persona en situación crítica en la UCI y sale a la zona de hospitalización, hay un gran aplauso.
Vamos a la luna
En la torre hay doce plantas de hospitalización, todas llenas con pacientes que se recuperan del virus. Son camas que deben crecer para sacar presión al sistema, camas que se están improvisando en tantos lugares, sobre todo en Madrid, la comunidad más afectada de España por la covid-19.
A cinco minutos en coche del hospital hay un hotel de doce plantas que se ha convertido en una solución —en otra de las soluciones. Tras la puerta giratoria, en el lobby, hay una recepción —todos con batas blancas y solo un hombre con traje negro, lejano recuerdo de que aquello no hace tanto era un hotel—, sillas de ruedas y una mesa de bar de la que aún hay que retirar un tirador de cerveza. Uno de los tres ascensores está reservado para los pacientes y el resto para todos los profesionales que trabajan aquí estos días.
En la primera planta hay un vestuario y un almacén en lo que antes era una sala de convenciones y bodas. En la segunda planta hay un comedor, una sala de trabajo y una mesa central. La moqueta —guarida de gérmenes y suciedad— ha sido sustituida por una protección temporal de plástico violáceo más fácil de desinfectar. Las lámparas colgantes dan una iluminación extraña a este nuevo espacio conquistado por la medicina.
—Desmontamos el hotel y los servicios decorativos y nos dejaron el edificio vacío con las camas —dice Yolanda Romero, supervisora de enfermería que ahora coordina esta operación—. Se ha puesto en marcha la lavandería, la cocina, la limpieza… Hemos hecho una previsión de cuántas personas podemos albergar y una previsión de gastos. Tenemos a mucha gente trabajando desde su casa comprando material y definiendo qué pacientes pueden atenderse aquí con el personal que hay.
En el momento de la entrevista —hablamos en una de las habitaciones del hotel— hay unos 35 ingresados distribuidos entre la tercera, la cuarta y la quinta planta. Tienen entre 39 y 72 años, según Romero. Una de las plantas es solo para pacientes que ya son negativos. La previsión es que el hotel-hospital, de doce plantas, pronto esté al completo: acaba de empezar a funcionar.
—Yo tengo que preguntar en mi casa a qué día estamos de semana —dice Romero, que se emociona varias veces durante la conversación—. Todos los días son iguales. La situación te supera muchos ratos, pero a la vez no puedes permitirte el lujo de que lo haga. Te aguantas.
Transformar un hotel en hospital en medio de una emergencia es “lo más difícil” que ha tenido que hacer como profesional de la salud, dice Romero. Aunque las camas son cómodas y hay ventanales, añade. Parte del personal es inexperto —estudiantes que han hecho el MIR pero que aún no tienen residencia— y la emergencia plantea preguntas nuevas cada día: qué pacientes pueden ser ingresados, qué pacientes necesitan salir de aquí para recibir cuidados intensivos, qué pacientes pueden ser dados de alta. Aunque eso último aún no ha sucedido.
—Esto es como inventar, como… Como si me dijeran: ‘Yolanda, vamos a la luna. ¿Qué necesitas?’. Pero yo no he estado nunca en la luna.
“Si vienes, te infectas”
La planta triangular del hotel-hospital. Las barandillas de cristal con pasamanos de madera, los ordenadores, las botellas de oxígeno. La pandemia de covid-19. Esta es la primera experiencia profesional de Jordi Cervera, de 24 años, que como tantos otros aquí ha acabado el MIR pero estaba esperando residencia.
—Estaba de vacaciones en Tailandia cuando todo esto estalló. Pensábamos que tendríamos plaza en abril y, cuando todo se complicó, volvimos. Empecé hace dos días aquí —dice sentado en la sala que se usa como comedor.
No le ha dado tiempo a pensar. No le ha dado tiempo a procesar lo que está pasando.
—Me siento con ilusión. Es la primera vez que me siento útil. Y también con responsabilidad. Tenemos que ver cómo se encuentran los pacientes, intentamos que se pongan en contacto con sus familias, hacemos un seguimiento día a día.
Subo desde la segunda a la cuarta planta por la escalera, intentando no tocar pomos ni puertas. El hotel es desinfectado de forma constante por el personal de limpieza. Son —siempre lo son— las personas peor pagadas, las que menos llaman la atención pese a su trabajo abnegado. En esta crisis, también, son de las que más se exponen: entran en las habitaciones de los pacientes, pulverizan superficies donde puede estar el virus. Se han hecho metáforas bélicas durante la pandemia. Gobiernos que explotan el nacionalismo. Estados que aprovechan la excepcionalidad para crear un clima de militarización. Arengas, batallas, combates. Aunque esta retórica no sirve para contar una pandemia, si hay alguien que está de verdad destruyendo, aniquilando y eliminando el virus, en su forma más literal y molecular, son las personas que limpian.
Ingrid Guillamon y Absa Ly trabajan como limpiadoras en la cuarta planta. Ly dice que estaba apuntada en una bolsa de empleo online, la llamaron un miércoles y el viernes ya estaba trabajando. Guillamon también acaba de empezar a trabajar.
—Hay un descontrol total… A veces lloro porque tengo hijos y me tengo que confinar yo misma, no los puedo ni tocar —dice Ly.
—Yo vivo en casa y me han dividido el pasillo. Mis padres son población de riesgo… Falta humanidad. ¿Tú has visto que aplaudan a los que limpiamos? —dice Guillamon.
—Mis hijos necesitan comer —dice Ly.
—¿Qué haces? Si te quedas en casa, no comes. Si vienes, te infectas. Somos como superhéroes, pero invisibles. Superhéroes a la sombra.