Los pies caminan por México, la cabeza vuela hacia todos los puntos cardinales.
Vuela la cabeza hacia el norte, hacia el río Bravo, al que Ana Sorayda se lanzó con la esperanza de que en Estados Unidos le dieran el asilo; no lo logró, la deportaron. Vuela la cabeza hacia el sur, hasta llegar a la costa de Mosquitos —con sus reservas naturales y su sistema de lagunas y ríos—, donde Jop, un líder indígena de Honduras, sobrevivió a un atentado de milagro. Vuela la cabeza un poco más hacia el sur, a Nicaragua, donde Ana dejó atrás a sus dos hijas después de que su marido fuera amenazado por las maras. (La cabeza de Ana sobrevuela también todo el camino, México entero, donde fue asaltada varias veces por hombres armados mientras viajaba en autobús con otros migrantes. Vuela tanto la cabeza de Ana, a tantos lugares de dolor, que dice que a veces se quiere suicidar). Vuela la cabeza hacia el este de Nicaragua, a Cuba, donde Yuniesky era entrenador de béisbol pero sentía que se ahogaba, y salió de la isla y se enamoró por el camino. Vuela la cabeza y atraviesa el mar del Caribe para llegar a Venezuela, donde Leonardo no podía vivir con diez dólares al mes y se largó y vio cadáveres de migrantes en la selva del Darién, en Panamá, y su cabeza se quedó un poquito allí para siempre.
Los pies se hunden en la tierra de México, pero las cabezas vuelan por la geografía del trauma, siempre más al sur, y por la supuesta geografía del sueño, siempre más al norte. Estados Unidos siempre había sido una ilusión, una promesa, a veces un engaño: algo intangible. Ahora es algo aún más incorpóreo, porque lo que llevará a Estados Unidos a Ana Sorayda, Jop, Ana, Yuniesky o Leonardo no serán los pies, sino una app; si es que lo consiguen, claro. El sueño americano ya es digital: para que Estados Unidos les conceda el asilo —técnicamente, una cita para lograr el asilo—, necesitan descargarse una aplicación en su celular, levantarse temprano para entrar con su usuario, competir con centenares de navegantes que colapsan el sistema, confiar en un algoritmo desconocido, revelar su ubicación.
¿Cómo afecta eso a sus cabezas?
Solo los caminantes tienen la respuesta.
***
El protagonista de El Pozo, un cortometraje de Guillermo Arriaga, es un campesino que, junto a su mujer, está a cargo de sus nietos, porque los padres han sido fusilados en la Revolución Mexicana. Uno de los nietos cae a un pozo y pronto queda claro que, pese a los intentos de buscar ayuda, no lo podrá salvar. Para que no sufra, el abuelo acaba matándolo a disparos.
“Aquí se filmó la película del ‘POZO’”, dice un letrero rectangular negro con su recuadro blanco, como atreviéndose a emular la estética de una claqueta de cine. Está plantado junto al pozo de un rancho en las afueras de Piedras Negras, ciudad pegada a la frontera con Estados Unidos. En este punto del norte mexicano hoy se vive otra historia, pero real, una de las más importantes del siglo XXI en América Latina: la de las migraciones. Tapado por leños de madera y flanqueado por una raída silla de montar a caballo, el pozo no da agua a las decenas de personas que sobreviven en este rancho regentado por un pastor: de eso se encarga un depósito. La finca está vallada y eso hace que los migrantes se sientan protegidos de un desierto que en su soledad esconde la amenaza de grupos criminales y fuerzas de seguridad. Los árboles están deshojados. El viento crispa, enfría y persigue: hay casas o esqueletos que fueron casas, estructuras con toldos de nailon que desearían ser casas y que hacen un ruido seco y continuo al ser sacudidas, un cartel de “Prohibido prender fuego en lugares no asignados” que se tambalea. Es el decorado de una película del oeste donde los migrantes, que ya se sienten cerca del sueño americano, esperan para cruzar la frontera.
La novedad es que ahora esperan enganchados a su celular, y no para hablar con sus familiares. CBP One es el nombre de la app que los trae de cabeza. No es nueva, porque ya existía para la solicitud de visados, pero ahora el Gobierno de Estados Unidos la ha implantado para ordenar los movimientos de población en la frontera: está dirigida a los solicitantes de asilo. Su objetivo es desincentivar los cruces irregulares y que todo el mundo use este sistema. De momento lo está consiguiendo, porque los migrantes ven en un simple gesto tecnológico la posibilidad de entrar de forma legal en el país. Los solicitantes deben introducir sus datos, una copia de su pasaporte, una fotografía… y esperar a que el sistema les dé una cita para acudir a un punto concreto de la frontera en una fecha y hora concretas. El problema es que la aplicación da mensajes de error, se cuelga, funciona para unos sí y otros no.
La app es el nuevo muro. Poroso, como el real. Injusto, como el real.
—Para llegar al último paso [de la app] cuesta mucho. Estamos todo el día con eso. A veces nos dicen que probemos a las 4 de la mañana, tratamos de no dormirnos para ver si funciona… Pero eso es algo que no funciona.
Ana Sorayda Sánchez Hernández, 23 años, de Honduras, quiere entrar en Estados Unidos. La aplicación móvil CBP One, del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos —que no ha respondido a preguntas—, lo sabe porque recibe esta información, junto a su pasaporte y fotografía, cada día. A veces hace la solicitud en grupo, junto a su marido y sus dos hijos —de cuatro y dos años—, otras en solitario, por aquello de probar qué funciona mejor.
De momento no hay suerte. “Suerte”: esa es la palabra más usada, y ese es el triunfo de digitalizar el asilo, porque parece una decisión mágica, que llega a unos y no a otros por la arbitrariedad tecnológica, y no por una decisión política.
—En el mismo correo estamos integrados los cuatro, pero dice que no es válido para cuatro. Luego si lo haces en solitario dice que no es válido para una persona.
Dice el marido de Ana Sorayda, y ella lo interrumpe:
—No nos beneficia en nada a todos los migrantes. No nos ha beneficiado, aunque algunos tienen suerte…
Sentada en un banco desvencijado de madera, Ana Sorayda ni se inmuta cuando la lona de nailon que hace de techo en este refugio amenaza con despegarse a causa del viento. Dos familias viven en esta gruta protegida por neumáticos y piedras, de suelo irregular. Tiene sus ventajas: a los niños les han montado un pequeño tobogán del que se tiran una y otra vez, de cabeza a veces, dan la vuelta otra vez, suben las escaleras, se tiran de nuevo, se cuela el sol por uno de los claros del refugio, dan la vuelta y suben las escaleras de nuevo y esperan para tirarse y ahora lo hacen sentados —el eterno retorno del juego, el eterno retorno de las migraciones.
—Antes te entrevistaban y esperabas la llamada. Nos emocionaba ver a los que se iban, que eran los más viejos del lugar. Ahora si te quedas sin carga es un problema. Y compramos datos y más datos.
Que el celular tenga crédito y batería es la necesidad más apremiante. Una familia puede pasar un día sin comer o descansar, pero no renunciar a una oportunidad de llegar a Estados Unidos, y menos aún si está tan cerca. Ana Sorayda, tan chaparrita, lleva unos shorts y una blusa que no le llega al ombligo, chanclas y calcetines. No viste casi nada que la proteja de este viento cortante. En su pantaloncito, que no tiene bolsillos, lleva encasquetado en todo momento su móvil, el único bien que no está dispuesta a perder de vista. Forma parte de su cuerpo.
La familia intentó hace unos meses cruzar de forma irregular, tirándose al río Bravo desde la ciudad fronteriza de Reynosa. Los retornaron. Decidieron subir otra vez y probar ahora por Piedras Negras, centenares de kilómetros al noroeste. Ese segundo viaje a la frontera fue más traumático. Como se quedaron sin recursos, subieron a un tren de mercancías, tras una espera de más de una semana, para llegar a Piedras Negras. Los niños estaban deshidratados.
—Corrimos tres horas. Él [su marido, que está al lado] iba con la niña en brazos, un muchacho me ayudaba con mi hijo. Nos quedamos casi dos semanas en el monte al llegar a Piedras Negras. No llevábamos agua.
Enfundada en una chaqueta roja con capucha, su hija se despereza en su regazo, dulce y quieta, como si estuviera enferma y no tuviera nada que reclamar. Mira mi libreta como diciendo qué haces, qué escribes, hasta que su hermano la saca del letargo y demuestra que no está enferma porque juega con él y se pone contenta.
—Salimos de Honduras porque donde vivíamos se han metido mucho los mareros. Lo presionaban a él para trabajar con ellos, y si no íbamos a tener problemas con la familia.
Se alarga la charla, le explico bien por qué nos interesa su testimonio, dónde lo vamos a publicar. Le enseño la web de 5W, ella fisgonea, las fotografías le transmiten dolor y, aunque no hay ninguna del terremoto en Siria y Turquía —que acaba de suceder hace unos días—, se solidariza con las víctimas, pobre gente, qué será de ellos.
—Me siento una privilegiada.
Una cocinilla de gas en el refugio. Una olla tiznada, botes de mayonesa, un bote de aceite, un salero. Medicamentos contra la fiebre, un bote de champú, una toalla de Toy Story. Y dos carpas, dos tiendas de campaña casi deportivas: una para cada familia.
—Es muy difícil la aplicación —insiste Ana Sorayda—. A ella le salió la cita y los regresaron.
Se refiere a Cinthia, que está sentada también en el banco de madera, a nuestro lado. Cinthia Yolani Matute Cruz, de 37 años. (Cinthia Yolani Matute Cruz: me la imagino introduciendo su nombre entero en la app, preguntándose en qué casilla, intentando que no haya ningún error). Cinthia con sus pendientes de aro y su maquillaje, con sus pantalones tejanos salpicados de bolitas y sus chanclas y calcetines —como Ana—, con sus labios inquietos, esperando el turno para hablar.
—Nos dieron cita el 2 de febrero y fuimos y nos dijeron que no salíamos en el sistema.
No es algo habitual. Cuando el sistema da una cita en la frontera —en este caso, en el cruce de Piedras Negras—, si toda la información es correcta y no hay ningún incidente, la persona acostumbra a pasar.
El marido de Cinthia, Josué David, de 24 años, se une a la conversación, y Ana Sorayda, satisfecha después de habernos presentado a sus vecinos, se levanta para ver qué hacen sus hijos.
—¡Nos dijeron que no salíamos en el sistema! —repite Josué—. Tenían una sonrisa bien pícara…
La pareja, que tiene un hijo de cuatro años, es de San Pedro Sula, una de las ciudades más peligrosas de Honduras. Dicen que huyeron de las maras pero que lo peor del largo camino fue ya cerca de aquí, a la altura de Monclova, unos 200 kilómetros al sur. Venían en autobús y fueron asaltados por hombres armados. No saben si eran fuerzas de seguridad, si eran criminales. Solo que iban con pasamontañas. Lo mismo dirán muchos otros migrantes en esta frontera.
Lo peor —creen— ya ha pasado. En el rancho esperan la oportunidad para cruzar. La segunda, en realidad. No entienden qué pasó la primera vez. Estaban ya casi tocando con los dedos Estados Unidos. Josué me enseña la cita en la pantalla de su celular como si fuera un preciado tesoro, aunque no les sirvió para pasar.
—Esto juega con una —dice Cinthia—. Estoy desesperada con esto. Emocionalmente a una la pone súper mal.
—¿Para qué sirve, si antes salían de aquí más familias? Como humanos cometemos errores. No digamos ya un sistema. Pero uno tiene que intentarlo —dice Josué.
Afuera piedras que son polvo, polvo que son piedras: vendavales de soledad. Una señal casi glamurosa en medio del rancho que dice Blvd Minton, en aparente alusión a un camino pegado a una zanja, que puede librarse atravesando un pintoresco puente. Allí hay otro grupo de hondureños jugando con un perro, rodeados de una barra de bar con hojas secas de palmera (“De Coco y de Piña”, se lee en su techo), una barbacoa donde cocinan los migrantes, una olla carbonizada, una silla metálica desnuda: los restos arqueológicos de algo que simulaba ser un hotel de pocas estrellas. No es un buen sitio para dormir; solo para descansar durante el día.
El refugio que acoge a más gente, al otro lado del rancho, es una nave improvisada de techo alto, rematada por lonas de nailon. Hay en su interior once tiendas de campaña. En una de ellas vive un entrenador de béisbol que lleva un gorro negro y una sudadera negra y unos pantalones negros y tiene frío. Se llama Yuniesky Hernández, es de Cuba, tiene 42 años. Ha hecho el camino dos veces. O, mejor dicho, una vez y media.
—La primera vez volé a Nicaragua y conocí a una muchacha en Honduras y ahí me quedé un año y medio y me casé con ella. Regresé a Cuba el 21 de junio de 2022 porque mi mamá estaba enferma.
Dice Yuniesky que se fue de Cuba —dos veces— porque no había trabajo, porque lo amenazaban con meterlo en la cárcel. No es una historia única: en los últimos tres años, la migración hacia Estados Unidos por esta ruta ha cambiado. Antes los centroamericanos (Honduras, El Salvador, Guatemala) eran mayoría absoluta. Ahora el camino refleja la realidad continental. Los pies y las mentes vienen, cada vez más, de Cuba, Nicaragua, Venezuela o Haití, dibujando un nuevo mapa de las migraciones. América Latina está cifrada en esas nuevas y viejas rutas.
El camino fue más duro para Yuniesky la segunda vez que salió.
—Ahí sí fue más larga. De Cuba a Surinam, de ahí a la Guayana Francesa, y de ahí a Brasil, a Perú, a Ecuador, a Colombia, pasando por la selva del Darién… Sin palabras eso de la selva del Darién, mucha muerte, muchos niños, cadáveres de niños, escalofriante, mucha gente no aguantaba la caminata, se veían cadáveres por el camino, eso es lo más terrible que me pasó en en camino, si lo hubiera sabido no habría pasado, pero era un paso obligado para salir a Panamá. Sales traumado de ahí, si no le metes coco te vuelves loco ahí, hasta niños muertos… De Panamá a Costa Rica, a Nicaragua, a Honduras, allí la recogí a ella.
Ella es la mujer con la que se casó en el primer viaje. Se llama Larissa y, cuando la conoció, ya tenía una hija de tres años. Al reencontrarse, ya tenía cinco años. Sin perder tiempo, los tres partieron hacia el norte. Porque el objetivo, aclara Yuniesky, siempre fue llegar a Estados Unidos.
—Estuvimos cuatro meses en Tapachula [sur de México] haciendo papeles, salimos legales de allí.
Es una de sus obsesiones. Admite que siendo cubano tiene más posibilidades de entrar en Estados Unidos. Por eso se casó con Larissa, para que también fuera más fácil para ella. Y por eso no quiere entrar de forma irregular en Estados Unidos, porque entonces ya lo tendrán fichado, porque entonces ya no le dejarán entrar nunca.
—No quiero brincar al río y que me den el reventón.
Así que su única vía para lograrlo es la famosa app. Parece que el algoritmo se portó bien con él. Pero no tanto como esperaba.
—Un día la aplicación te dice que es solo para solteros, otro que es solo para familias… Ayer a mí me cogió todo, me dio fecha para el 28 de febrero, pero cuando fui a añadir a mi mujer, nada. A otra amiga sí se lo soportó. Tienen a la gente como loca con esto. Aquí en el rancho solo un muchacho ha logrado cita con la aplicación.
A su lado, otra familia cubana que escucha la conversación dice que ellos pagaron 3.500 dólares por persona solo para ir en avión de Cuba a Nicaragua. Sorprendido, me giro hacia Yuniesky y me dice que él también, que la segunda vez le salió más barato, porque fue a Surinam y el pasaje le costó 1.250 dólares, pero claro, el camino por delante era más largo.
Yuniesky se da cuenta de que ya ha pasado un buen rato y su mujer, que ha acudido a una consulta en la clínica móvil instalada por Médicos Sin Fronteras en el rancho, no vuelve. Sale afuera, camina hacia las tres carpas donde se da atención médica y psicológica. La busca en la sala de espera a la intemperie, poblada de capuchas, gafas de sol, chaquetas: la gente se intenta esconder del polvo. Yuniesky encuentra a su esposa, que ya salió de la consulta con su hija, y los tres regresan al refugio. Cuando llegamos, no sabe qué decir.
—Aquí estoy, soñando el sueño americano —dice Yuniesky con la mente puesta en otro sitio.
Los pies caminan, la cabeza vuela.
***
El rancho de Piedras Negras es uno de los extraños escenarios en los que se desarrollan las migraciones de nuestro tiempo. Uno en el que decenas de personas buscan cobijo mientras esperan para seguir el camino o, en este caso, cruzar una frontera. Los albergues de México —gestionados en su mayoría por organizaciones religiosas y de la sociedad civil— son uno de los sostenes de los migrantes, pero sobre todo son lugares en los que se sienten, en teoría, algo más a salvo de la amenaza del crimen organizado, de las autoridades, de los robos y las extorsiones. Pero allí se incuban también todos los problemas que generan las políticas migratorias: la frustración, la desesperanza, a veces el enloquecimiento. Y si eso ocurre en un albergue, ¿qué no ha de ocurrir en un centro de detención? Ese es el telón de fondo de lo que sucedió el 27 de marzo en una estación migratoria —que no un albergue— de Ciudad Juárez, en uno de los principales pasos fronterizos a Estados Unidos: 40 personas murieron ahogadas por el humo, con guardias encargados de vigilarlas, en una de esas estaciones.
Esas muertes son un grito. De lo que siempre ha pasado en esta ruta y de lo que está pasando ahora en la frontera. En los últimos años ha habido cambios. Con la pandemia como pretexto, el Gobierno de Donald Trump ordenó en 2020 el retorno inmediato de los migrantes que llegaran a Estados Unidos, una forma de anular su derecho a pedir el asilo. Es el llamado Título 42. El momento histórico lo permitía. Mientras el mundo miraba a otro lado, muchos Estados aprovecharon para cerrar sus puertas a cal y canto, en una cristalización imprevista del sueño de la extrema derecha: un planeta cerrado. Tan solo podían entrar a Estados Unidos los que cumplieran con la excepción humanitaria al Título 42. “Excepción” era la palabra usada por el sistema, y esta vez era la palabra precisa, porque se amolda a lo que significa hoy el asilo: un privilegio. Lo excepcional es el asilo. Lo normal es el rechazo.
Con la llegada de Joe Biden a la presidencia, el Título 42 siguió en pie. Pese a ello, 2022 se convirtió en el año en que más personas intentaron cruzar la frontera de forma irregular: la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos registró más de 2,7 millones de “encuentros” (arrestos y devoluciones). Un total de 571.159 fueron de personas de Venezuela, Cuba y Nicaragua, por encima de los 520.602 de otras que llegaban de Honduras, El Salvador y Guatemala. Un cambio de ciclo.
A finales de año, Biden propuso un sistema con marchamo humanitario para que hasta 30.000 personas de Venezuela, Cuba, Nicaragua y Haití pudieran entrar en territorio estadounidense; pero a cambio, México recibiría el mismo número de personas expulsadas del vecino del norte a su territorio. Ahí entra la aplicación CBP One, que ha causado el efecto deseado desde principios de año: un descenso de las llegadas. CBP son las siglas en inglés de la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos. Si el Título 42 trajo consigo ese régimen de excepciones que siempre parece arbitrario, porque hace que unos compitan con otros, CBP One llegó para acabar con esa sensación de arbitrariedad, aunque siga existiendo. Para que todos la usen —y se geolocalicen— en lugar de intentar entrar de forma irregular en Estados Unidos. Para que todos piensen que tienen una oportunidad. ¿Para desactivar las migraciones? “Ahora todo el mundo debe hacer el proceso de forma más ordenada, que no está mal. Pero, de nuevo, tiene que cumplir una serie de requisitos. Y todo el mundo tiene que tener un smartphone”, expone Gemma Domínguez Navarro, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en México. La tecnología no es el problema per se, porque bien usada ofrece nuevas posibilidades para la gente que migra. El problema son las políticas detrás de esa tecnología.
Una aplicación como CBP One es revolucionaria para los Gobiernos. Permite tener identificados y localizados a los solicitantes de asilo. Anula su ímpetu con una promesa poco probable de éxito, pero probable al fin y al cabo. Es la herramienta de control perfecta.
Y es exportable.
***
El reporteo para esta crónica se hizo en febrero de 2023, con la CBP One recién implantada para el asilo. Pero en los albergues parece que la aplicación sea ya una vieja amiga. O, mejor dicho, una vieja enemiga.
Daniel Lazo Morales, 25 años, Cuba: datos aceptados por el sistema. Daniel es uno de los afortunados: ha logrado una cita en la frontera de Piedras Negras-Eagle Pass a través de la aplicación CBP One para el 26 de febrero, en tan solo doce días. Con su gorra con el número 2 y sus tatuajes y su musculosa negra, pasea su sonrisa por el albergue Ejército de Salvación en Piedras Negras. ¿Por qué el algoritmo se puso a su favor? Daniel enseña en su celular la fotografía del éxito: un círculo de teléfonos cargando una página con el emblema del Departamento de Seguridad de Estados Unidos sobreimpresionado para aliviar la espera, y un teléfono en medio, triunfal, con el día, la hora y el lugar de la cita: su teléfono. En este albergue y en tantos otros la gente se levanta a las cuatro, las cinco o las seis de la mañana para ingresar sus datos en la aplicación y lograr una cita cuando en teoría hay menos gente conectada. Al margen de los algoritmos que puedan operar, han comprobado que la app a veces se cuelga, o que tarda mucho en cargar, o que hay que reiniciar el proceso si se apaga la pantalla del móvil. Por lo tanto, lo mejor es aliarse y no dividir las probabilidades: varias personas introducen los mismos datos a la vez —los de Daniel en este caso— hasta que hacen bingo. Daniel recuerda que su triunfo digital llegó mientras compraba con sus amigos en el supermercado Walmart de Piedras Negras. Él tenía varios de los celulares, todos en la pantalla de espera. Hasta que uno de sus amigos vino corriendo con teléfono en mano y le dijo que sí, que ahora sí, que había funcionado, que ya tenía día y hora. Luego llegará el turno de aliarse para que otro amigo entre. Etcétera.
—Gracias a Dios alcancé la cita, la obtuve en la aplicación. Pero estuve 21 días. La cita es complicada, porque como son muchos inmigrantes, la aplicación como que se congestiona, se pone lenta y esas cosas. Hay mucha gente que lleva más tiempo que yo aquí y no ha logrado la cita, y hay gente que lleva menos tiempo que yo y ha logrado la cita.
Nosotros somos cuatro y hacemos el correo electrónico para todos y todos se ponen en función mía, para lograrlo… Serían cuatro teléfonos, y nos vamos rotando: yo pongo mi correo electrónico aquí en mi teléfono, lo pongo en el suyo y en el suyo, a la hora de escanear la cara escaneo la mía en mi teléfono y la mía en su teléfono y en su teléfono, y en alguna tiene que caer la cita, estaría muy malo para no caer la cita.
El pasaje de Cuba a Nicaragua, como a los cubanos del rancho, le costó 3.500 dólares. Y dice que claro, que 3.500 dólares no se ganan en Cuba trabajando, que los ganó trapicheando, y que se quería ir porque no había trabajo ni futuro ni nada a lo que agarrarse en la isla. No quería ir con coyote; amigos que ya habían llegado a Estados Unidos le sugirieron que se hiciera amigo de otros cubanos en el camino. Pasó por Honduras, Guatemala (“con motocarro”), México (“en guagua”). Hasta aquí. Le han robado mucho dinero por el camino. No sabe cuánto exactamente. Quizá ha perdido 10.000 dólares en todo el viaje. Pero no importa. Porque el sueño ya está aquí.
Daniel tiene un amigo cubano en el albergue que no quiere hablar, que aún no tiene cita, que está deprimido. Lo señala desde el patio, desde la parte trasera del edificio: en la habitación del albergue se adivina una figura tumbada y sujetando el celular. Daniel se encoge de hombros y sigue hablando con la gente alrededor. El torbellino de la vida en los albergues: dos lavaderos con algo de cola, una cocinilla a pleno rendimiento, un pastel de chocolate que ya está listo, una ración de arroz friéndose en la sartén; un corro de mujeres charlando. Un hombre va a dar un beso a una mujer, ella no se deja; un niño empuja un carrito al que va subida una niña. Una pared verde lima enmarca la escena.
En la entrada del albergue Ejército de Salvación hay una sala diáfana hoy ocupada por los equipos de Médicos Sin Fronteras, que montan dos carpas y varios renglones de sillas para la espera de los pacientes. Suena reguetón: Maluma, algo de Bad Bunny.
—¿Están aquí las Naciones Unidas?
Lo pregunta una mujer no en tono suplicatorio, sino con mirada de fuego, pendientes de aro, flequillo recortado. No quiere información sobre el asilo, sino denunciar una violación de los derechos humanos. Le digo que la pondré en contacto con alguien que pueda ayudarla. Y cuando sabe que soy periodista dice que lo quiere contar, pero que no use su nombre, que la llame Rosa. Es de Honduras y tiene 42 años.
—Nos da miedo salir fuera. Me amenazaron con separarme de mi hijo. Aquí los derechos de los migrantes no valen. Hice una denuncia a la Fiscalía de lo que nos pasó en el puente.
Llora. Se seca las lágrimas con un pañuelo. Tiene un hijo de siete años y otro de doce. Cruzaba con uno de ellos un puente de Piedras Negras cuando una camioneta blanca los detuvo.
—¿Por qué nos tratan así? —le preguntó al agente.
—Cállate, pinche migrante culera, que no estás en tu pinche país —le dijo uno de los agentes.
—Disculpe, yo sé cuáles son mis derechos, yo trabajé como funcionaria pública —le contestó ella.
—Que te calles, pinche migrante, que no valen tus derechos.
Dice Rosa que el agente la tomó por el hombro, que le causó un hematoma, y que tiró al suelo a su hijo. Les dijo que no se podía pedir limosna en la vía pública, y ella le dijo que no lo estaban haciendo. Ahora no sabe si seguir adelante, si intentar llegar a Estados Unidos. Llevan aquí 33 días, después de un viaje que se alarga —salieron de Tenosique en octubre de 2022—, pero la aplicación no les da cita.
—Tenemos miedo. Muchas impunidades con el migrante. No valemos nada, abusan de nosotros. El migrante no vale nada aquí.
Los pies caminan y se detienen en albergues como este, pero la cabeza nunca para de volar: recorre una y otra vez el camino, se obsesiona con sus obstáculos, sueña con un futuro mejor que ya está tan cerca, a solo unos kilómetros, pero tan lejos, pendiente de una aplicación y de una cita que no llegan.
Detrás del patio donde Daniel pasa las horas hay una zona menos concurrida, con tiendas de campaña y ropa tendida. Sentada en un ladrillo de obra gris, Kathya Maldonado, de 27 años, está guisando pollo y arroz en una olla, con una chaqueta y unos tejanos que parecen su segunda piel. Sus dos hijas, de cinco y seis años, corretean y se suben a sus faldas y se nota que la quieren mucho. Son de Honduras y llevan cuatro meses en México.
—Mi marido se siente mal. En Tapachula él ya se sentía mal, tenía que acostarse, estaba débil de vez en cuando, no siempre. Desde el domingo se siente mal, porque sufre por las niñas.
Su marido está a punto de llegar: ha ido a la consulta psicológica que Médicos Sin Fronteras ofrece una vez a la semana en este albergue. Mientras espera, cuenta el sufrimiento de la familia durante la ruta. (Miles de pies que caminan, miles de historias de abuso y extorsión que se cruzan, que se bifurcan, pero que repiten los mismos patrones).
Que en Guatemala los agarraron dos muchachos para cruzar en balsa y luego les dijeron que eran policías pero no lo eran y les pedían 40.000 quetzales (más de 4.600 euros) para dejarlos ir.
Que les quitaron los teléfonos, que los amenazaron pero que al final se pudieron ir y se subieron a una combi y ya en México les pidieron más dinero.
Que las niñas se enfermaron en Tapachula, ya en México, que estaban muy delgadas, que su esposo trabajó de albañil pero no le pagaban.
Que Migración los detuvo y al final los soltó, que les pidieron más dinero para llegar hasta aquí, porque si no los iban a regresar, que las niñas lloraban, y que al final los dejaron pasar.
Que en Honduras tenía montado un negocio de huevos junto a su marido y que las maras los extorsionaron y pedían 3.000 lempiras semanales (más de 110 euros).
Que cuando se negaron les dejaron un cadáver maniatado en el portón.
—Si no pagas, debes migrar.
Llega eufórica entonces una de las hijas con su papá, que ya ha pasado consulta. Viene diciendo cosas de Cristo incomprensibles desde la distancia. Cuando se acerca, cuenta lo mismo que su mujer: el dolor del camino. Un dolor que ahora está somatizando.
—Siento la respiración que no me llega adentro, siento que no puedo respirar, como si me tragara la lengua, tengo estrés —dice Nimrod Castillo, de 31 años, y que se llama así por el nombre bíblico—. Soy fuerte pero no puedo contener las lágrimas —y llora y llora y dice que igual ya no puede hablar—. No puedo respirar, es como si el cerebro no me mandara las coordenadas a los brazos, a los miembros. Lo hago todo por mis hijas, para que tengan un futuro mejor. Tengo dolores en la espalda, piquetes aquí —se toca la nuca—, tengo miedo de que me agarre al cerebro eso, si me agarra para arriba me puede pasar algo. Aquí en el pecho también noto el corazón que me va a mil, pom pom pom, a mil por hora, pom pom pom —se golpea con el puño el pecho—. No puedo dormir, tengo que poner la cabeza así recta, si va a un lado me duele. Tengo pesadillas, las pesadillas no me dejan dormir.
A veces ni siquiera la cabeza puede volar.
***
Los pies caminan por Tijuana, El Paso, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Reynosa. Lugares conocidos, algunos históricos, de cruce a Estados Unidos. Caminan también, cada vez más, por un punto algo más escondido: Piedras Negras, en el estado de Coahuila. Los migrantes se acumulan en las fronteras, buscan los lugares más seguros, aunque eso no exista. Se acumulan más aún en los últimos años, con el acuerdo entre Estados Unidos y México sobre las expulsiones. La aplicación CBP One está invitando a que ese fenómeno no se produzca, a que los migrantes puedan esperar su turno en cualquier otro lugar de México, pero el atasco en las fronteras permanece.
“Cruzar el Río Bravo es peligroso”. Lo advierte un cartel bajo el puente 2 de Piedras Negras. El río parece inofensivo, fácil de cruzar a nado; más señales lo prohíben. Al otro lado de la orilla está Eagle Pass: Estados Unidos. Hay un vehículo militar tipo Hummer aparcado al lado de un campo de golf, conos, una malla naranja, una discreta valla. Por el verde pasea un golfista con polo rojo, gorra blanca e inmaculados tenis blancos. Contenedores multicolores de mercancía. Unas palmeras. Y detrás —hay que aguzar un poco la mirada— un largo pliegue metálico: el muro irregular que Trump propuso que ocupara toda la frontera.
—A veces voy al otro lado, a Eagle Pass y otros sitios, pero yo amo a México y me quedo aquí, en la pura raya. Estoy en la pura raya.
Se llama Alfredo López y está paseando por la orilla mexicana del río Bravo. Dice que trabajó en la construcción de los puentes que desde aquí se pueden ver, de forma consecutiva, conectando ambos países.
—Siempre se ha cruzado el río, conozco muchos migrantes que han cruzado el río, pero ahora vemos a haitianos o incluso a nigerianos o de otros países.
Este no es el lugar habitual para que la gente intente cruzar a nado, porque está pegado a la ciudad: lo hacen más arriba, más abajo. Pero es algo más bien puntual. En la orilla mexicana, la vida transcurre ajena al éxodo. Hay pescadores, perros, familias paseando, niños en bicicleta y patinete. Una pareja hace manitas en un banco, otra extiende el mantel en el césped para hacer un picnic. Ambiente dominguero.
Un hombre se mete en el agua. No quiere cruzar. Es un pescador que quiere arrimarse a sus presas.
***
Piedras Negras y su gran cuadrícula estadounidense, dibujada con escuadra y cartabón pero en desorden interior, sus casas bajas de colores pastel, sus calles anchas y cómodas para los coches, sus rácanas aceras para los peatones. Vehículos cuatro por cuatro, Chevrolets, muchos Chevrolets. Clínicas dentales, el gran negocio: la gente cruza la frontera, esta vez de norte a sur, porque sacarse una muela aquí es más barato. Huele a México y a Estados Unidos como en todas las fronteras huele a dos culturas por lo menos, porque la realidad geográfica y cultural cambia en todo el mundo con los kilómetros, pero no obedece de forma fiel a las líneas que tiran los Estados.
—La gente no camina, solo los migrantes. En todo el norte es así —dice Cristina Vázquez, doctora de Médicos Sin Fronteras, que forma parte del equipo que visita los albergues para asistir a los migrantes.
Uno de ellos es el albergue de la Primera Iglesia Bautista, que está en plena ciudad, en una de esas calles infinitas por las que pasan vehículos pero casi ningún peatón. El patio de la iglesia está desocupado, aunque por la noche decenas de personas buscan cobijo aquí para dormir. Con una fachada de un color beis lamido, la iglesia esconde en sus tripas, junto a los tradicionales bancos de madera para los fieles, un escenario, una batería reluciente, una guitarra eléctrica y altavoces. Detrás del púlpito, en el lugar reservado para los frescos religiosos, hay un cuadro con un río, piedras y prado. El albergue en sí ocupa el resto del edificio: hay escaleras grises y mugrientas, baños, una primera planta con una sala de atestada de humanidad con sus alfombras y mantas y sábanas y maletas, otra planta con el techo resquebrajado, poblado de plumas de pájaros. En todo el albergue hay algo menos de 200 personas.
Leonardo Antonio Guaranda Abreu —su nombre entero también lo conoce la aplicación— tiene 31 años y es de Venezuela, del estado de Falcón, precisa, de la localidad de Coro, precisa con todo detalle. Va con unos auriculares de diadema grises y lilas, una gorra negra y una mascarilla negra. Todo el mundo lo identifica como el encargado, como el hombre que manda. El pastor confía en él para gestionar el albergue, para que no haya enfrentamientos entre los migrantes, para que no se consuma alcohol, todas esas cosas del orden. Con teléfono y Google Maps en mano cuenta su periplo como si fuera un videojuego —y algo de verdad hay en ello—: Medellín, Necoclí (Colombia), el Tapón del Darién —vio muertos allí, “cadáveres en descomposición”— (Panamá), Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala… y México.
—Todo esto he recorrido, y ahí estoy ahora, en la raya —el punto azul muestra su incuestionable ubicación.
Lleva intentando lograr una cita en la frontera a través de la aplicación desde que la implantaron, pero nada. Y eso que es venezolano, se queja. No, él no se levanta temprano para intentarlo, ya saldrá. A veces pasa de pantalla, a veces no, a veces el sistema reconoce la foto que todos deben hacerse para acompañar a sus datos, a veces no. Mientras, intenta ayudar en el albergue. Y sobrellevar lo que sufren los migrantes en México.
—Nunca había visto en mi país lo que se ve en México —una niña pasa por su lado—. Uno intenta que entren, en la calle no es seguro… Ella desde que está aquí anda tranquila, está relajá ahora, ¡tiene cinco años!
Otra de las residentes es Ana, de Nicaragua, que prefiere no dar su apellido. Está intentando entrar en Estados Unidos a través de la app. Sus pies no se mueven desde hace semanas, pero su cabeza sigue volando, reviviendo el camino, y por eso ha buscado apoyo psicológico. Lleva tejanos —los mismos tejanos que llevaba cuando le ordenaron en Monterrey que se desnudara, nos dirá luego—, sandalias, un collarcito, la melancolía dibujada en el rostro. Para charlar con ella encontramos un espacio tranquilo: la biblioteca de la iglesia, con sus diccionarios y libros religiosos y de Gabriel García Márquez, su piano en la esquina cubierto de polvo, sus paredes azul turquesa, su moqueta bien gruesa, su ventilador polvoriento.
Dice Ana que salió de Nicaragua con su marido el 8 de septiembre de 2022. Tiene dos niñas, de 13 y 16 años, que se quedaron allí. Ella vendía perfume, compraba ropa usada, él trabajaba de albañil, de triciclero, marchaban bien, tenían para comida y para pagar el colegio de las niñas, les daba para sobrevivir. Siempre soñaban con este viaje, con ir a Estados Unidos, pero no habían tomado la iniciativa. Vivían en Somotillo. Su marido hizo amistad con un salvadoreño, platicaban de todo; su marido quería que no anduvieran rentando, que ella tuviera una casita. El salvadoreño le dijo a su marido que conocía a otro salvadoreño que pagaba muy bien por un trabajo de chofer, 100 dólares quincenales, y que para gente humilde como ellos es mucho.
Ana mueve las piernas con nerviosismo: tiene un reloj de pulsera rosa, el pelo recogido, un rostro que pronto será surcado por las lágrimas.
Ella le decía que no aceptara el trabajo, que le daba mala vibra, porque ella no es estudiada, pero no es burra. Él aceptó el trabajo y se fue a Guatemala y volvió al cabo de un tiempo y lo hizo varias veces. Hasta que un día la policía vino a casa en camionetas llenas de agentes. “El salvadoreño, el salvadoreño”. Lo buscaban. El salvadoreño, le dijeron, estaba implicado en una trama transnacional de robo de vehículos. Luego llegaron las amenazas, porque esos robos afectaron al narco. Se fueron y por el camino los narcos les seguían buscando. Al llegar a Tapachula, en Chiapas, en el sur de México, sufrieron extorsiones, como tantos otros migrantes. Llegaron al norte, a Matamoros, se tiraron al río y se entregaron, estuvieron tres días en la hielera, detenidos, hasta que los deportaron, los aventaron a Ciudad de México. Subieron de nuevo al norte, esta vez con destino a Piedras Negras, pero el camino fue peor. De Monterrey a Piedras Negras, trayecto que cubrían en autobús, hombres de negro los bajaron, llevaban la cara tapada, la cachetearon, la hicieron desnudarse, la tocaron, ella lloró, no, por favor, les dio lo poco que tenía; más adelante los volvieron a bajar, hombres de negro otra vez, ella pensó que eran los mismos, pero si nos jalearon hace un rato, son los mismos, y al final los dejaron ir.
Las lágrimas surcan su rostro.
—Hay muchas veces que me deprimo. Me hacen falta mis hijas, me vienen ganas de suicidarme muchas veces. Mi esposo me dice que no, que no puedo hacerlo porque tengo hijas. Y ahora lo que duele más de todo, ay, hablé hace poco con ellas, mi hija mayor me dijo que por qué no envío dinero para que coman. Me culpa. “No le pongas mente a la chavala”, dice la pequeña. Pero la grande no quiere hablar conmigo.
***
Hombres de negro. Sin identificar. Con pasamontañas. Con las caras tapadas. El testimonio de muchos migrantes coincide: pocos se animan a decir quiénes son, porque no lo saben, aunque lo intuyan. Por confusa, es una fotografía exacta de lo que es México, de lo que es Coahuila: las fuerzas de la autoridad y el crimen organizado se enmarañan, los que estaban en un lado ahora están en otro, algunos de los que están en un lado trabajan para el otro. Piedras Negras es un punto que ha atraído últimamente a más migrantes porque el territorio, en teoría, no está controlado por el crimen organizado, como ocurre en otras zonas fronterizas. El discurso oficial es que las autoridades sacaron de aquí al narco, a los Zetas. Que ya no están. (Pero siempre están). El discurso oficial es de orden y seguridad. Hay mano dura con la migración. “Hemos tenido reportes frecuentes de los migrantes de abuso de autoridad, violencia, secuestros, extorsiones, donde los perpetradores son las fuerzas de seguridad”, constata el coordinador de Médicos Sin Fronteras en Piedras Negras, Daniel Macía. En particular —está en boca de todos—, la Fuerza Coahuila, un cuerpo estatal encargado de garantizar la seguridad en el estado, recibe acusaciones de este tipo. Que van mucho más allá de los migrantes, porque esta es una zona con muchas actividades económicas —minería de carbón, comercio transfronterizo—, algunas ilegales —tráfico de armas y drogas—, que tienen, claro, un papel primordial.
En Piedras Negras, los migrantes están en los albergues, en los alrededores del supermercado Walmart y donde puedan cobijarse, pero intentan no dejarse ver. En las calles son casi invisibles. Hay muchos operativos policiales, los migrantes son detenidos durante varios días, luego los liberan o los llevan a una estación migratoria, o los transportan más al sur.
En medio de todo esto irrumpió la aplicación CBP One.
—La aplicación en general no está funcionando —dice Macía—. Tiene fallas técnicas, les deja llegar hasta cierto punto pero no terminar el proceso, hay dificultades con el idioma, porque en la opción en español te aparecen partes en inglés. Hay personas que no saben leer, a muchas les han robado el teléfono, la conexión a internet es un problema y hay mucha desinformación sobre quiénes pueden tener acceso [a la cita] y sobre cómo usar la aplicación.
YouTube se ha llenado de tutoriales sobre cómo usar la aplicación que aparecen y desaparecen. Cuentan algunos trucos. Los solicitantes de asilo son usuarios. La tecnología puede ofrecer herramientas para hacer más justo el derecho al refugio, pero también puede deshumanizar. A los migrantes entrevistados en Coahuila no les parece que la situación haya mejorado. Pero sí tienen un incentivo para no cruzar de forma irregular. Para esperar. Y eso es lo que hacen. Cada vez más.
—El tránsito de migrantes por Piedras Negras ha tenido modificaciones a partir de 2017, siendo uno de los momentos más significativos principios de 2018, con la caravana de migrantes centroamericanos que llegó aquí —dice René Arellano, corresponsal del diario mexicano El Siglo de Torreón en Piedras Negras—. Eran entre 1.700 y 1.800, era la primera vez que se generaba el arribo de gran cantidad de migrantes aquí. Eran varones adultos, luego menores no acompañados, los retornaban, luego madres con hijos, familias completas, luego éxodo de venezolanos, luego haitianos, luego cubanos, africanos… El año pasado fue el más mortífero en la frontera entre Coahuila y Estados Unidos. La mayoría murieron en el río Bravo.
Coahuila, dice el periodista mexicano, se halla en un punto estratégico por estar en la frontera con Estados Unidos, pero en particular con el estado de Texas, que si fuera independiente estaría entre las diez economías más importantes del mundo. En Piedras Negras hay un punto de cruce ferroviario. La economía importa más a México y Estados Unidos que la migración, constata Arellano. Pero es imposible desligarlas, incluso de forma casi física: la Bestia, el tren de carga que cruza diferentes tramos de México al que se suben —antes más que ahora— los migrantes para intentar llegar a Estados Unidos, ha estado relacionada históricamente con otros puntos de México, como Chiapas o Tabasco. Aunque son una minoría, hay algunos migrantes que llegan últimamente a Piedras Negras subidos a un tren de mercancías.
Los vecinos lo ven.
—Siempre había habido migrantes, pero no como ahora en este tiempo, en estos últimos dos años —dice Heriberto Ortiz, que trabaja como técnico de refrigeración en Piedras Negras—. Antes había pero eran contados, a diario lo veo porque donde vivo está pegado al río y al tren, a veces se baja gente del tren, yo voy a pescar a menudo porque me gusta y he visto a gente cruzar el río también.
Cuenta Heriberto que el año pasado, en el paseo del río, durante la celebración del Día de los Muertos, se construyó una réplica de adorno de una trajinera. Un grupo de migrantes agarró la barca e intentó cruzar el río Bravo.
***
Los pies caminan por Tapachula, Arriaga, Tenosique, Coatzacoalcos, Mexicali, Monterrey, Matamoros, Tijuana, Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Piedras Negras. La cabeza vuela hacia los recuerdos, hacia el sur, hacia cada vez más países (Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Venezuela, Colombia, Haití, Cuba, incluso Afganistán, la India, Nigeria), y hacia el norte, siempre hacia Estados Unidos. Pero muchos pies también se detienen en Ciudad de México. Algunos lo necesitan, porque son pies de migrantes que han sufrido de forma indecible. Por eso este programa humanitario en el corazón de Ciudad de México tiene un nombre tan largo, porque es un dolor que no se deja contar: se llama Centro de Atención Integral para Supervivientes de Violencia Extrema, Tortura y Tratos Crueles, Inhumanos y Degradantes.
En el patio del centro, un hombre sentado en una silla baja teje una bufanda amarilla. Dice Jop Sterbrock que puede ser una bufanda o que puede ser otra cosa, que es de su hijo, que él está siguiendo el trabajo para ayudarle y para relajarse. Jop es uno de los pacientes del centro. Uno de los supervivientes.
—Soy indígena. Soy misquito —dice como carta de presentación antes de que empecemos a conversar.
Jop es defensor de la tierra y político. Vivía en la Mosquitia hondureña, en el extremo oriental del país. Sobrevivió a un intento de asesinato. Huyó con su familia. Y ahora quiere repensar su vida, recolocar las piezas, buscar otro comienzo. Que no necesariamente acabará en Estados Unidos, sino quizá en su mismo origen.
—Los pueblos originarios sufrimos una violación de los derechos humanos. Es una imposición decir “México”, “Guatemala”, “Honduras”… Yo hablo misquito, somos uno de los pueblos originarios más importantes de Honduras, el más importante del departamento de Gracias a Dios. Quiero partir de ahí. No hay un libro que explique el origen de los misquitos…
Y él lo quiere escribir, es uno de sus proyectos. Jop no habla: declama. Pone énfasis en algunas palabras, elabora largas anáforas para insistir en una idea, hace pausas dramáticas, usa el vocativo para llamar la atención. Ha hecho una reflexión profunda sobre lo que es y lo que quiere, en paralelo a un proceso de recuperación psicológica después de lo que sufrió en el camino pero, sobre todo, en su tierra natal. Su familia no es una excepción: cada vez más misquitos, dice, están huyendo del país, algo que antes no pasaba. ¿Por qué? Con los brazos cruzados, un jersey verde oliva y un chaleco, da una explicación estructurada en tres puntos:
- Las autoridades. La falta de atención e infraestructuras. La gente ya no cree en los políticos.
- El narcotráfico.
- La pérdida de la tierra. “Nos están robando las tierras”.
Todo lo cual conduce a lo mismo: tienen que irse.
El atentado contra Jop ocurrió el 4 de enero de 2022. Su tío y él, defensores de la tierra, concurrían a las elecciones municipales. Dice Jop que él critica al Gobierno y al narco y que casi nadie se atreve a hacerlo. Y que eso les pasó factura, a él y a su tío. Hombres armados los asaltaron y los maniataron. Enseguida supieron que aquello iba a ser un asesinato a sangre fría.
—Me enfrenté con la muerte —dice Jop con voz sombría, marcando los ritmos del relato—. Solo recuerdo que me agaché y lloré. Mi tío estaba postrado bocabajo, a cuatro pies de mí. Yo también estaba postrado. Y mi tío me dijo estas palabras: “Sobrino, sepa que lo quiero”. Yo dije estas palabras: “Padre, perdóname. Dios, perdóname por todo mal si lo he hecho. En tus manos encomiendo mi alma”. Fueron las palabras que expresé, y en menos de cinco segundos escuché los disparos. No sé si estuve postrado dos horas, cuatro horas, un minuto o un segundo. Cuando abrí los ojos, estaba lleno de sangre, bocabajo, así como estaba, porque así nos pusieron. Lleno de sangre. Cuando recobré la vida, yo pensé que era mi alma la que estaba despertando, que no era yo.
Su tío murió en el acto. Él recibió varios balazos, pero sobrevivió. Aún tiene incrustada una bala en el rostro: a simple vista no se advierte, pero en la radiografía que lleva a todas partes —cuya autenticidad confirman los equipos de Médicos Sin Fronteras— se observa una nítida mancha blanca entre el pómulo y la nariz, como si fuera un supositorio.
—Y aquí estoy, luchando, con una bala en el rostro. El psicólogo me preguntó qué opinaba de esa bala. Y yo le dije: “Esa bala Dios la dejó ahí para convertirla en algo positivo”.
En su celular, Jop guarda vídeos de noticieros hondureños que informaron sobre el atentado. Los muestra. Después de aquello y de recibir más amenazas, dice que no tuvo más remedio que salir del país, sobre todo por su familia. Tras pasar por Tapachula, ahora vive en Ciudad de México con su mujer y sus dos hijos. Pero él no persigue el sueño americano. Tiene claros sus objetivos.
—Yo voy a regresar a mi tierra. Óyeme bien, me vale un comino perder los privilegios que me puedan dar otros países, pero voy a regresar. Espero sacar a mi familia de Honduras, porque tengo allí a tres hermanos y mi mamá. Yo voy a regresar a Honduras a luchar, voy a dar mi vida por esa causa. Mi fin ahí termina.
Unos sufrieron eventos traumáticos, de vida y muerte, como Jop. O de violencia extrema. Hay algunos, como Mauricio, que fueron torturados en la cárcel. La mayoría son migrantes, pero también hay mexicanos, como el mismo Mauricio. No duermen aquí, solo vienen a pasar consulta y a sumergirse en un remanso de paz. Esto fue un albergue, luego un colegio, ahora es un edificio gestionado por Médicos Sin Fronteras para sanar la mente. Su centro neurálgico es un patio triangular. Sillas bajas para relajarse y coser, como hacía Jop. Un tobogán. Columpios amarillos en los que a veces hay una psicóloga hablando con un paciente. En el centro del patio hay una canasta de baja altura, enmarcada en un tablero negro, casi carbonizado. Las líneas de la pista de baloncesto marcan las actividades psicosociales. Solo hay un puñado de personas en el patio, pero en total se le da atención a 24 pacientes: no las llaman víctimas, sino supervivientes de torturas y maltratos. En el pasado hubo más, hasta medio centenar.
—Ven, gordito.
Un labrador negro pasea por el patio. Se llama Onni. Lo acompaña Alicia de la Rosa, psicoterapeuta y experta en intervenciones asistidas con perros. Lleva diez años trabajando la terapia con animales.
—Los perros nos ayudan en la relajación de los pacientes. Si tenemos un niño desobediente, le decimos: “Mira cómo Onni nos ayuda con los juguetes. Ayúdanos tú también”. Hacen ejercicios con ellos. Hay una sensación de logro cuando, por ejemplo, se consigue que pase por debajo de las piernas. Sube la autoestima. Y a estos animales les gusta el contacto físico. También con personas mayores. Por ejemplo, a la gente con problemas de movilidad, en lugar de intentar hacer un ejercicio repetitivo, veinte veces, le decimos que tire la pelota al perro. Los pacientes han vivido situaciones extremas y con estos perros están más relajados, liberan endorfinas, y todo esto ayuda a que nos cuenten más cosas. A veces les decimos: “No me lo cuentes a mí, cuéntaselo a Onni”. Incluso nos identifican como personas buenas porque cuidamos a los perros; eso favorece la relación entre paciente y terapeuta.
El tratamiento en el centro no se reduce a las consultas de salud mental. Hay terapia con animales, talleres de escultura o de trabajo con tejidos, sesiones físicas, espacio y tiempo para pintar y escribir, atención quirúrgica si es necesario, también sociolaboral. Cada paciente pasa una media de entre cuatro y seis meses en el centro, aunque hay algunos que han llegado a estar un año. Algunas de estas actividades se hacen en el patio, en unas mesas dispuestas bajo la sombra de un frondoso árbol trueno. Brenda, otra de las supervivientes, pisa los frutos del árbol, unas endurecidas drupas globosas que ruedan por el cemento. Su hija, de 9 años, juega con botes de plastilina, con su tapita del color correspondiente. Lleva un gorro. Le tiemblan las manos y la plastilina se le resbala entre los dedos. Desplaza y tira los botes como si fuera un bebé. Cuando se levanta, su cuerpo se tambalea. Le cuesta mantenerlo erguido.
Brenda —prefiere que no se sepa su apellido— tiene 33 años y es del departamento de Colón, en el norte de Honduras. Brenda y su mirada de la melancolía, del abandono, del ya todo está perdido, no sé si seguir luchando. La mirada del vacío. Pero no de la derrota. El gesto de resistencia se aloja en sus labios resecos, que muerde en alguna ocasión mientras habla en susurros, como si cantara una nana. Intenta sacar energía de donde sea, y le cuesta, pero no se compadece.
—El caso de mi hija no es tan fuerte como el de otros. Ahora tengo más esperanza de que ella se va a sobreponer, y esas cosas son las que me motivan a seguir. Hay días en que quiero tirar la toalla, hay días en que lloro, en que ya no puedo más.
Brenda salió en septiembre de 2022 de Honduras y dejó atrás a su otra hija, de 14 años. Dice que las maras la extorsionaron y la chantajearon aprovechando la situación de su otra hija, la que está aquí, que tiene problemas para moverse. Algo que le pasó también en el camino.
Su marido murió, pero prefiere no hablar demasiado de él, porque la maltrataba.
—Hay muchas mujeres que salen de mi país, porque lucharon con sus exparejas o con el narco, y a veces no lo logran.
Se emociona y no es tanto por lo que ella sufrió, sino porque dice que hay mujeres en peor situación que ella, que se siente culpable al llorar. Siente una conmovedora necesidad de justificarse.
—A veces me desequilibro un poco —dice a modo de perdón innecesario.
Brenda quiere irse a otro país. Ha empezado el proceso de reasentamiento y tiene tres opciones: Australia, Canadá y Estados Unidos. Aún no sabe adónde irá.
—Es un nuevo comienzo.
***
Los pies caminan. Hace algo más de una década, el 90% de las personas interceptadas por Estados Unidos en la frontera era de origen méxicano. La década de 2010 presenció la gran huida de Centroamérica: sobre todo de Honduras, también de El Salvador y Guatemala. En los últimos tres años llegaron más soñadores escapando de la represión en la también centroamericana Nicaragua, de la pobreza en Cuba, del descenso al caos en Venezuela, del desgobierno en Haití. Aunque a cuentagotas, también llegaron personas de otros continentes, como África y Asia. Desde 2014, al menos 4.405 personas han muerto en la frontera entre México y Estados Unidos, y otros centenares más en la ruta. La frontera más mortífera del mundo aún no está aquí, sino en el Mediterráneo —26.261 muertos en el mismo periodo—, pero este lugar del planeta experimenta cambios profundos, como el de la aplicación, que señalan el futuro global de las migraciones, porque los Gobiernos han demostrado que están dispuestos a usar todo lo que esté a su alcance, incluida la tecnología, para convertir el asilo en una excepción, y no en un derecho.
Esas son las cifras, el contexto continental, la explicación geoestratégica. El drama no se reduce a los muertos o a los desaparecidos. Se podrían reconstruir los pasos de los millones de migrantes que intentan llegar a Estados Unidos. Se podrían seguir sus viajes en avión, autobús o tren, sus rutas alambicadas, sus expediciones en la selva del Darién, sus estancias en albergues y estaciones migratorias, pero eso no basta para contar lo que vivieron y sintieron. El viaje y toda la violencia de nuestro siglo —política, social, criminal— está en su mente.
Han pasado unas semanas y los pies de Jop siguen en Ciudad de México, pero su cabeza ya no vuela hacia su natal costa de los Mosquitos, sino hacia un tercer país que, dice, está listo para acogerlo. La aplicación sigue enloqueciendo al cubano Yuniesky, que no se ha movido del rancho donde se rodó El Pozo de Guillermo Arriaga, pero sí su mujer y su hija: dice que fue víctima de la desinformación, que le dijeron que personas de diferentes nacionalidades no podían pedir el asilo con la app pese a estar casados, que ella tuvo la oportunidad y se fue a Estados Unidos, y él ahora sigue esperando. Tampoco le ha ido bien la aplicación a Ana Sorayda, que espera en el mismo rancho, ni a Leonardo, que ya no está en el albergue de la Primera Iglesia Bautista, donde ayudaba al pastor a vigilar y cuidar a la gente, pero que sigue en Piedras Negras.
Otros pies han caminado más, como los de la nicaragüense Ana, cuya cita en la frontera le valió para entrar al lugar donde estaba ya su cabeza, Estados Unidos. Aunque dice que trabajar allí está complicado.
El camino que siguieron Jop, Yuniesky, Ana Sorayda, Leonardo o Ana fue difícil, pero se podría dibujar en un mapa.
El vuelo de sus mentes es infinito.
Esta crónica se enmarca en El camino está en mi cabeza, un proyecto de Nuria López Torres y Agus Morales sobre salud mental, migraciones y refugio que ha recibido el apoyo de Médicos Sin Fronteras y del Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet.