Estamos cerca de la hora más oscura de la humanidad” — Richard Peeperkorn, representante de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en los Territorios Palestinos Ocupados.
Una se da cuenta de lo que significa envejecer cuando empieza a desconfiar de la capacidad del ser humano para hacer del mundo un lugar más digno, más deseable, más bello. Y, desde hace unos años, cada vez resulta más difícil no sentirse muertos en vida ante tanta ostentación de infamia e impunidad.
La creación en 1945 de las Naciones Unidas —una asamblea con vocación de dar voz y voto a todos los pueblos—, supuso la culminación del sueño de los utópicos, esa gente a la que desde los albores de los tiempos han desacreditado tachándola de ingenua, de idealista, de soñadora. La aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue uno de los mayores consensos alcanzados en la historia de la humanidad. Pese a su eurocentrismo, nos invitaba a perseverar en la búsqueda de unos principios universales que superasen la idea del Estado-nación y volvía a ser una victoria para quienes consideramos que la ley legítima es la que convierte la decencia en norma.
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