Nací en la Ciudad de México y mi ombligo sigue enterrado ahí. Por esa razón, para mí hablar de un ajolote, axolotl en idioma náhuatl, es algo tan natural como hablar de peces, serpientes o algún jabalí. Pero hace unos días, en la presentación del número temático de la revista 5W sobre el agua, pregunté a los presentes si alguien sabía de este animal; una tímida mano se levantó por ahí, y mi axolotl interior decidió que había que escribir esta columna.
El ajolote es un anfibio, pariente de las salamandras, de 25 centímetros de largo y pinta de renacuajo, con cuatro patas de dedos puntiagudos y la típica cola de los reptiles. Tiene tres pares de branquias que salen de la base de su cabeza hacia atrás; ojos pequeñitos sin párpados, y piel lisa marrón —aunque puede haber ejemplares que van desde el gris hasta el albino—. Es endémico del Valle de México, el sistema de cinco lagos sobre el cual se fundó la Ciudad de México, y los relatos aztecas ya le daban un papel protagónico: descrito con las palabras en náhuatl “atl”, agua, y “xolotl”, monstruo, nuestro pequeño monstruo acuático estaría relacionado con Xólotl, hermano del dios Quetzalcóatl, a quien los demás dioses querían matar debido a su fealdad. Xólotl huyó, se metió al agua, y se transformó en este anfibio que hoy está en peligro de extinción, pero que continúa resistiéndose a morir.
Hay dos características del ajolote que me resultan fascinantes.
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