Israel ha vuelto a conseguir empujarnos hasta el borde del abismo. Tras un año ejecutando el primer genocidio transmitido en directo, acelerando la ocupación de Cisjordania y atacando a seis países vecinos, el Gobierno de Benjamin Netanyahu ha tenido que asesinar a Hasán Nasralá, líder del partido-milicia-movimiento social Hezbolá, ocupar el sur de Líbano y bombardear amplias zonas del país, incluida su capital, para desatar su ansiada guerra regional.
Desviada la atención de las masacres que sigue cometiendo en Gaza, el Ejecutivo israelí insiste en su narrativa mesiánica: Israel como punta de lanza contra el eje del mal, el choque definitivo de civilizaciones. Parece improbable que los líderes de Estados Unidos y de la Unión Europea vayan a distanciarse del gobierno fundamentalista encabezado por Netanyahu después de mantener su respaldo incondicional y el surtido de armas a un país que en el último año ha asesinado en Gaza a más de 41.000 personas —entre ellas, más de 16.000 niños y niñas—, más de 700 en Cisjordania, 2.000 en Líbano, según su Gobierno, y otros centenares en la región. Apenas unas horas después de que la aviación israelí derribase varios edificios civiles en Beirut y de que Irán lanzase una salva de misiles balísticos contra territorio israelí, el Consejero de Seguridad Nacional de Joe Biden, Jake Sullivan, declaró que Estados Unidos “siempre, siempre, siempre” apoyaría a Israel.
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