Nunca me había fijado tanto en la luz como cuando empezó a fallar. De las vigas de madera del techo pendía un grueso hilo negro y, en el extremo, agarrada al aplique, una bombilla empezó a parpadear. Con el paso de los días, tomó la costumbre de fundirse a lo largo de breves e inquietantes instantes. Sobrevivía, aunque siempre al filo del apagón definitivo. Hasta que el adiós llegó. Fue entonces cuando sustituí aquella luz tenue, moderada, amable, por otra algo más fuerte, estridente. “Ilumina más”, me dijeron en la tienda. Y alentada por la promesa del adverbio, sin saber si quería o no estar más iluminada, la compré. Pero a partir de ese momento, la luz empezó a fallar del todo. Veía más, eso era cierto, pero no mejor. No hay nada tan siniestro como esa luz cegadora que cae inclemente e inunda los rincones de certezas. Esa luz que despoja los recovecos del misterio, que los convierte en lugares tristes e inhabitables.
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