Fascismo: una definición

La ligereza con la que se usa el término banaliza la amenaza y protege a los auténticos fascistas

Ahora que la palabra “fascismo” se ha abaratado, utilizada con ligereza por políticos y periodistas, a menudo reducida a un insulto de bar, convendría recordar de qué hablamos cuando la mentamos. La ideología que llevó a Europa al desastre en el siglo XX ha vuelto, si alguna vez se fue del todo. Comprender sus objetivos e identificar a sus defensores será clave para combatirla antes de que sea tarde.

Desde su irrupción en Italia en los años 20, y hasta su derrota en la Segunda Guerra Mundial, el fascismo provocó decenas de millones de muertos. Y, sin embargo, es probable que en el Parlamento europeo que salga de las elecciones del 9 de junio se sienten un buen puñado de neofascistas, cuyos sueldos serán pagados por todos. “Llevo gritándolo desde 2016 (…). ¡Vienen los fascistas!”, advirtió la Premio Nobel Maria Ressa la semana pasada, en un discurso a los graduados de la Universidad de Harvard.

El fascismo se alimenta de periodos de fuerte confrontación social, incertidumbre y tensiones geopolíticas como los que vivimos. Aunque ha evolucionado, en su actual versión adopta recetas viejas, incluida la aspiración de entrar en las instituciones democráticas para sabotearlas desde dentro. A ello hay que sumar su nacionalismo extremo, la búsqueda de la pureza racial, la demonización de las minorías, el desprecio por la democracia, buenas dosis de nostalgia imperialista y culto de hiperliderazgos populistas. 

La llegada al poder de Mussolini, Hitler o Franco tiene lecciones que haríamos mal en olvidar. Los tres contaron con la indiferencia de quienes miraron a otro lado, la ingenuidad de quienes creyeron que la amenaza no era real o la complicidad de las elites. Pero no hay que subestimar a quienes voluntariosamente, y con la mejor de las intenciones, refuerzan el movimiento que desean eliminar. En este último grupo se encuentra ese sector de la izquierda empeñado en señalar como fascista a cualquiera que defienda posturas conservadoras o se opongan a sus propuestas. El resultado es el contrario al deseado: si todo es fascismo, nada lo es. 

La ligereza con la que se usa el término banaliza la amenaza y protege a los auténticos fascistas, que se ven normalizados en esa etiqueta generalizada. Sorprende, o quizá no tanto, que el error lo cometa esa misma izquierda incapaz de identificar a uno de los principales representantes del fascismo moderno, Vladimir Putin. El líder ruso incluso tiene sus juventudes putinescas, a imitación de Hitler. Sus ensoñaciones imperialistas, la persecución de las minorías, con especial saña con la comunidad LGTBI, la militarización de la sociedad y la transición de su régimen al totalitarismo deberían bastar para situarlo en la esfera fascista. No para quienes, aferrados a la melancolía soviética, sigue sin entender por qué Putin es idolatrado por la extrema derecha en todo el mundo, desde Trump a Orbán.

Europa se juega su futuro en los próximos años. Los partidos conservadores tradicionales, y sus votantes, serán aliados importantes para desmontar las versiones extremas que los han superado por la derecha. Solo una alianza transideológica, que tenga como valores compartidos la defensa de la democracia y los derechos humanos, podrá luchar efectivamente contra los enemigos de la convivencia.

David Jiménez

David Jiménez ha sido reportero de guerra, corresponsal y director del periódico El Mundo. Como enviado especial cubrió conflictos en más de 30 países, incluidos Afganistán, Corea del Norte o Birmania. Sus libros han sido traducidos a media docena de idiomas e incluyen el bestseller El director, sus memorias sobre el año que dirigió El Mundo.

También ha publicado Hijos del monzón, premio al Mejor libro de literatura de viajes de España; El botones de Kabul, novela inspirada en su cobertura del conflicto afgano; y El lugar más feliz del mundo. Su último libro es la novela El corresponsal.

Nieman fellow por la Universidad de Harvard, David Jiménez ha trabajado los últimos años como columnista en The New York Times y cronista del diario alemán Die Welt.

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