Hace dos años, Ihor acudía cada día a una base militar de Kiev para pedir que le permitieran luchar en el frente. Por entonces, sobraban voluntarios. Ahora, apenas sale de su casa por temor a ser reclutado y terminar muerto en el campo de batalla a los pocos días. Es solo su historia, pero su transformación podría ser la de cualquiera que se crea a salvo de la guerra. Un treintañero con una profesión liberal, que ahorraba parte de su salario precario para viajar durante los veranos por el sur de Europa y que cuando cayó el primer bombazo en frente de su casa sustituyó su lengua materna, el ruso, por el ucraniano, y empezó a mirar con recelo a quienes no hicieron lo mismo. Un joven que dedicaba aquellas primeras noches de crujir de ventanas y de sirenas insomnes a estudiar tutoriales online para producir piezas con impresoras 3D que convirtiesen los drones en armas con las que bombardear los tanques del Kremlin. Un chaval al que no le había interesado la política hasta aquel 24 de febrero y para el que el presidente Zelenski se convirtió, de inmediato, en su mayor ídolo y esperanza.
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