Un hombre camina delante. En su mano derecha un vaso desechable de Starbucks, en su mano izquierda un periódico. Estatura mediana, rubio, cola de caballo, un bolso de cuero le cruza el torso. Lleva un abrigo beige y un pantalón del mismo color que no le tapa los tobillos y deja ver unos calcetines naranjas con distintas figuras geométricas, triángulos, cuadrados, círculos, en negro. El hombre baja uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis escalones de la estación de metro Universitat en Barcelona y lanza contra el suelo el vaso, que aún tiene café. El café se incrusta al instante en las escaleras y deja una mancha, que así de rápido me parece la silueta de un perro. El hombre termina de bajar las escaleras. No mira hacia atrás, no mira hacia sus costados, solo avanza sin dejarme verle el rostro y sin percatarse de que todas las personas que suben las escaleras, los que las bajan, los que van hacia arriba y hacia abajo en las escaleras mecánicas de las esquinas, se han quedado perplejos mirando la escena. El hombre entra, yo detrás.
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