Los millennials fuimos la generación que habitó con entusiasmo y ninguna mesura las redes sociales cuando todavía todo aquello era campo. Es probable que nunca hayamos sostenido en las manos álbumes tan completos como los que hacíamos en Facebook. Tuvimos que convencer a nuestros primeros jefes de que estar en Twitter era importante. Todavía quedan trazas de esa inocencia en nuestros perfiles de Instagram.
Más de quince años después, las tendencias indican que nosotros, colonos y predicadores de las primeras redes, estamos agotados, no estamos bien, queremos irnos. El síntoma más claro de esa incomodidad es que muchas personas dejan de usar Instagram cuando pasan una etapa difícil. ¿Por qué nos exponemos entonces constantemente a un espacio que no soportamos cuando estamos frágiles? La marca de cosmética natural Lush abandonó Facebook, Instagram, TikTok y Snapchat en 2021 porque no quería seguir exponiendo a su comunidad a los peligros de las redes. Dijo que se iba hasta que estas plataformas fueran un entorno más seguro para los usuarios. No ha vuelto.
En todo el mundo preocupa cómo el uso de teléfonos inteligentes afecta a niños y jóvenes. Pero los adultos que deben darles ejemplo y regularlos reconocen que, en mayor o menor medida, también son adictos. Con ese objetivo confeso están diseñadas las redes: atrapar la atención el mayor tiempo posible, generar la necesidad de volver y volver. El creador del desplazamiento infinito por la pantalla, Aza Raskin, reconoció hace años sentirse culpable. Hemos metido en nuestras esperas, en nuestros baños y en nuestras camas modernísimas máquinas tragaperras.
Competían por nuestra atención y nos la han averiado. Es muy difícil encontrar a alguien, incluso de las generaciones menos digitales, que no lamente haber perdido capacidad de concentración en los últimos años. Las redes sociales prometían una ventana al mundo y han acabado siendo un nicho que nos impide ver con claridad, entender, tolerar, recordar. El algoritmo bonifica el odio y esa dinámica lo ha contaminado todo. Basta con eliminar las redes del móvil durante un par de semanas para darse cuenta de la cantidad de ruido que inoculan. Para ver, y entonces no poder dejar de ver nunca más, cómo condicionan nuestro estado de ánimo, cómo absorben tiempo y energía y cómo han limitado nuestra mirada en lugar de expandirla.
¿Por qué seguimos participando del X de Elon Musk? ¿Por qué no dejamos de trabajar gratis para Instagram? ¿Cómo aguantamos ver una vez más el enésimo anuncio, de nuevo el cartel de ese evento al que no iremos, la comparación que mata la felicidad? Las necesitamos para el trabajo, decimos. Irse es un privilegio, somos conscientes. Los primeros inquilinos estamos cerca de ser mayores de edad en estos espacios; quizá es el momento de decidir si lo que nos dan compensa el reguero desastroso que dejan a su paso.