“Cada grupo gobernante libra la guerra contra sus propios súbditos, y el objetivo de la guerra no es realizar o impedir conquistas de territorio, sino mantener intacta la estructura de la sociedad”
—1984, George Orwell
El centro de tortura de Guántanamo, campo de concentración de migrantes. Indios originarios de Estados Unidos detenidos durante las razzias contra extranjeros en situación administrativa irregular. Ejecuciones extrajudiciales en forma de bombardeos en Somalia contra presuntos miembros de Estado Islámico, comunicadas por un tuit. Las conmemoraciones del día de Martin Luther King Jr, del día del Orgullo o del mes de la Historia Negra, suspendidas por una agencia del Pentágono. Pasaportes de personas trans, retenidos en oficinas federales.
En apenas dos semanas de presidencia, Donald Trump ha conseguido noquear nuestra capacidad para seguir el ritmo de sus órdenes contra los derechos más fundamentales y, sobre todo, para dimensionar su impacto en las vidas de sus víctimas, de la agenda política global y de nuestra capacidad de reacción como ciudadanía. Una administración compuesta por tecno-oligarcas y supremacistas blancos multimillonarios que están aplicando una versión de la doctrina del shock “mucho más ambiciosa”, en palabras de quien la conceptualizó hace casi veinte años, la periodista y ensayista Naomi Klein. Hasta ahora, esta estrategia política aprovechaba —o, incluso, creaba— grandes catástrofes, crisis o conflictos para acelerar la implantación de las políticas neoliberales, mediante la desregularización y privatización de todos los ámbitos de la sociedad. Sin embargo, según la pensadora estadounidense, la administración Trump está usando el shock para restaurar lo que sus dirigentes consideran el orden natural: los hombres sobre las mujeres, los blancos sobre las demás etnias, los heterosexuales sobre las personas del colectivo LGTBIQ+, los estadounidenses sobre el resto de las nacionalidades. En palabras de Klein, una suerte de “ingeniería social masiva”.
El gobierno del país que más interviene en la suerte del resto del mundo está dirigido por un reducido grupo de hombres que se perciben a sí mismos como los elegidos, hasta el punto de que varios de ellos llevan años obsesionados con “conquistar” el espacio, donde pretenden refugiarse cuando la vida en el planeta sea imposible por la crisis climática que ellos mismos llevan años acelerando.
Trump, quien se presentó a sí mismo como el primer presidente estadounidense que no metería a su país en invasiones y conflictos internacionales, ha conseguido en unos pocos días redoblar el apoyo incondicional del gobierno de Biden y Harris a Netanyahu, su política de deportaciones masivas y su guerra comercial con China, para sumir al planeta en un estado de guerra híbrida global: la guerra de los aranceles como mecanismo de control imperialista, la guerra contra las personas migrantes como bandera del supremacismo blanco, la guerra contra la soberanía con sus amenazas contra Groenlandia y el canal de Panamá, la guerra contra la legalidad internacional con su propuesta de limpieza étnica de la Franja de Gaza —mediante el traslado de su población a Egipto y Jordania—, incluso la guerra contra la compasión más elemental con la suspensión de las ayudas a las organizaciones humanitarias, que ya ha dejado a varios hospitales en Sudán sin recursos para atender al centenar de bebés que intentaban salvar del hambre.
Cuando creíamos que la impunidad israelí y la complicidad de Estados Unidos y la Unión Europea en el genocidio de Gaza habían agotado nuestra capacidad para asimilar tanta barbarie, entendemos que el Gobierno de Netanyahu no solo usa al pueblo palestino como el laboratorio de su industria armamentística y de control social, sino también de hasta dónde se puede imponer la ley de la crueldad. Ahora, con el derecho internacional sepultado bajo los escombros de quince meses de genocidio telesivado, el Gobierno de Trump y Musk tiene el terreno allanado para aplicarla y convertirla en la política de Estado. Para ello, nos someten a un bombardeo de medidas desalmadas para dejarnos en estado de shock y paralizadas. Pero son los propios palestinos y palestinas quienes, al volver a pie a lo que queda de sus casas en el Norte de Gaza, nos están marcando el camino.
Toca recuperar los restos y con ellos reconstruir nuestra confianza y defensa del derecho internacional, las redes transnacionales de solidaridad, apoyar iniciativas como el Grupo de la Haya y asumir que, en un mundo atravesado por la injusticia, la felicidad no consiste en cerrar los ojos, sino en mantenerlos abiertos a sabiendas de que se te romperá el corazón, como decía en una entrevista reciente el médico especializado en trauma y superviviente del Holocausto Gabor Maté.
Para impedir que se imponga la era de la crueldad tenemos que aprender que no hay corazón más fuerte que el que se rompe con el dolor ajeno y se reconstruye con el amor al prójimo a diario. Contra su crueldad, nuestra humanidad.