La excepción tailandesa

La legalización de la marihuana para fines medicinales ha convertido a Tailandia en una rareza oriental

Tailandia necesitaba divisas y el entonces ministro de Interior, Prapas Charusathiarana, tuvo la terrible idea de promocionar a sus mujeres como mercancía para atraer el turismo. “Será bueno para la economía”, dijo. Eran los años 60 y el resto es historia: la industria del turismo sexual explotó, generaciones de jóvenes sin recursos descendieron sobre los barrios rojos de Bangkok, Phuket o Pattaya y el país se enfrentó, a partir de los años 80, a una de las mayores epidemias de sida del mundo. 

Aquella política siempre fue absurda, no solo porque promovía la explotación de la mujer desde el Gobierno, sino porque Tailandia tenía las playas, la comida, la naturaleza y el legado histórico para ofrecer al visitante una oferta turística difícil de igualar en el mundo. El país se ha pasado las últimas dos décadas tratando de revertir el error y mejorar su reputación, con relativo éxito. La prostitución infantil fue perseguida con contundencia y el país organizó en los 90 una de las campañas más efectivas para frenar el avance del sida. El turismo sexual ha continuado, pero fue minoritario entre los 40 millones de visitantes que Tailandia recibió en 2019. 

Y entonces llegó el covid. El virus arrodilló a la floreciente industria turística y millones de personas perdieron sus puestos de trabajo. Tailandia reabrió en 2022 y ha buscado desde entonces maneras de atraer de nuevo a los extranjeros. El vicio vuelve a ser visto como parte de la solución. Tras una ausencia de ocho meses, al volver al país me he encontrado puestos de venta de marihuana en cada esquina. Literalmente. El gobierno legalizó el uso para fines medicinales en 2018 y el año pasado despenalizó la planta con calculada ambigüedad, abriendo la veda para todo el que quiera fumar. La hierba se ofrece ahora en puestos de comida callejeros, food trucks, pequeñas tiendas y otras tipo McDonald’s, con pantallas que publicitan los productos con carteles iluminados.

La medida ha convertido a Tailandia en una rareza oriental. Asia es el continente con las leyes más duras contra el tráfico y el consumo de drogas. Entre las viejas heridas del continente están los efectos del opio, una adicción que Occidente promovió, debilitando a sus sociedades. Británicos y franceses defendieron el comercio con dos guerras a mitad del siglo XIX, en las que China perdió, entre otras cosas, Hong Kong. 

La transición de tolerancia cero a barra libre de marihuana está siendo difícil. Los hospitales reportan un aumento de ingresos por brotes psicóticos y efectos no deseados. La medida tiene escaso sentido para potenciar el turismo, al menos occidental: los extranjeros ya tienen fácil acceso a la marihuana en sus países. Pero comparado con las recetas del ministro Charusathiarana y su idea de comerciar con las mujeres tailandesas, un colocón masivo puede considerarse un mal menor. 

David Jiménez

David Jiménez ha sido reportero de guerra, corresponsal y director del periódico El Mundo. Como enviado especial cubrió conflictos en más de 30 países, incluidos Afganistán, Corea del Norte o Birmania. Sus libros han sido traducidos a media docena de idiomas e incluyen el bestseller El director, sus memorias sobre el año que dirigió El Mundo.

También ha publicado Hijos del monzón, premio al Mejor libro de literatura de viajes de España; El botones de Kabul, novela inspirada en su cobertura del conflicto afgano; y El lugar más feliz del mundo. Su último libro es la novela El corresponsal.

Nieman fellow por la Universidad de Harvard, David Jiménez ha trabajado los últimos años como columnista en The New York Times y cronista del diario alemán Die Welt.

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