De niña solía visitar los sábados a mis abuelos maternos, que fueron campesinos toda su vida. El momento del encuentro sigue desprendiendo en mi memoria el olor dulzón de los cientos de higos que secaban al aire libre para alimentar a los cerdos en invierno. Durante nuestras visitas, era habitual que mi abuela cogiera al vuelo uno de los pollos que criaba, le cortase el cuello con una navaja y, en unos pocos minutos, lo hubiese desplumado y despiezado. Al caer la noche, sus nietas lo cenábamos con la voracidad que despierta una tarde de juego en el campo.
No hay un ápice de bucolismo en la escena. Era una realidad cotidiana hace treinta años y sigue siendo la de millones de personas en todo el mundo, también en la Unión Europea. Y, desde luego, no hay rastro de idealización. Si mi abuela había aprendido a sacrificar animales desde pequeña es porque no pudo ir al colegio, ni aprender a leer ni a escribir, por el estallido de la Guerra Civil. Fue una de las supervivientes de la mayor masacre de civiles de la contienda, conocida como La Desbandá. No tuvieron la misma suerte su hermana pequeña ni su abuela. Después, décadas de una dictadura de hambre, miseria y más violencia. Cuando murió, me tatué la palabra alegría porque fue ella quien me enseñó su significado.
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