Las imágenes se suceden a cámara lenta en mi cabeza. También el sonido. Distorsionado. Los gritos, el sudor, la sangre. El hedor ácimo que se impregnaba en la ropa, en el pelo. Los disparos y el humo de ruedas quemadas o de los gases lacrimógenos. Los cuerpos en el suelo de una mezquita convertida en hospital de campo. La multitud. El calor, la incredulidad… Era la crónica de una muerte anunciada. La de la Primavera Árabe en Egipto. El Ejército arrestaba a su primer presidente elegido en las urnas, el hermano musulmán Mohamed Morsi, y tomaba las riendas. Llevaba un año en el cargo. Recuerdo a un grupo de hombres con caretas con el rostro de Morsi en la acampada de protesta de Rabaa Al Adawiya que pedía su libertad. Y a un joven con la cara ensangrentada unos días antes, el 30 de junio, haciendo la señal de la victoria en Tahrir, con un cartel en el que se leía en árabe y en inglés: “Fuera”. Pedía la renuncia del islamista. La polarización de un país en dos plazas.
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