Nunca sabremos cuál habría sido el desenlace de la guerra de Ucrania si, en el momento en que Rusia estaba más débil, Estados Unidos y Europa hubieran ofrecido a Kiev el armamento que necesitaba. Tal vez tampoco tenga sentido mirar atrás: no se hizo y la oportunidad se perdió. En su lugar, las dudas occidentales ofrecieron a Moscú un tiempo precioso para acelerar la producción de armas, reclutar a miles de nuevos soldados y reforzar sus alianzas militares con Irán o Corea del Norte.
Para entender lo ocurrido, y también lo que viene, basta mirar a Alemania, ese país empeñado en situarse en el lado equivocado de la historia. El de Berlín fue uno de los gobiernos europeos que más se resistió a donar a Kiev sus afamados tanques Leopard; también se opuso al despliegue de cazas F-16. Mientras Estados Unidos acaba de autorizar a Ucrania a usar armas de largo alcance para atacar territorio ruso, Alemania siempre se ha mostrado radicalmente en contra de entregar este tipo de armas a Kiev.
La noticia de que Scholz conversó con Putin la semana pasada, tras dos años sin hacerlo, concedió a Moscú una victoria diplomática innecesaria. El dictador ruso respondió al gesto alemán con uno de los mayores ataques contra objetivos energéticos y civiles ucranianos desde el inicio del conflicto, y con un discurso fijando condiciones para la paz que incluyen el reconocimiento de las “nuevas realidades territoriales”. Es el resumen del conflicto: el apaciguamiento es visto por Putin como debilidad del enemigo y otra oportunidad para avanzar sus objetivos.
Al igual que la venganza, la traición se sirve fría. Hay indicadores que apuntan a que Occidente ha iniciado los preparativos para forzar una paz que obligaría a Ucrania a ceder a Rusia los territorios que le han sido arrebatados por la fuerza. Putin siempre confió en que europeos y estadounidenses se cansarían de la guerra antes que él, a pesar de no haber sacrificado un solo soldado. El tiempo está a punto de darle la razón.
La victoria electoral de Donald Trump, cuya connivencia con el dictador ruso es solo comparable al desdén que siente por Zelenski, ha sido la puntilla para quienes abogan por dar a Ucrania todo lo que necesita para defender su territorio y se resisten a premiar la agresión rusa. En la posición contraria se encuentran los llamados “realistas”, que ven una victoria parcial de Putin como el menos malo de los desenlaces posibles.
Las cosas no van bien en el frente. Aunque lentamente, Rusia avanza —capturó 468 km² en el mes de septiembre, el mayor avance desde marzo de 2022—, mientras Ucrania se aferra a la llegada del invierno para volver a congelar las líneas. Kiev tendría muy difícil soportar la presión en caso de una retirada de la ayuda militar occidental, lo que reduce su margen de maniobra. El desenlace se decidirá en Washington y Bruselas.
El presidente ucraniano se enfrenta en los próximos meses a decisiones cruciales que marcarán el destino de su país en las próximas décadas. Una generación de sus compatriotas ha sido diezmada por el conflicto, la economía se encuentra en modo supervivencia y la reconstrucción llevará décadas. La tentación de firmar la paz, incluso si es injusta, es comprensible. La razón de que Occidente tenga más prisa por firmarla que Kiev es sencilla: los ucranianos saben que, si Putin sale reforzado de este conflicto, la amenaza rusa seguirá planeando sobre sus cabezas, por mucho que un tratado diga lo contrario.