Reyna Montoya sale a recibirme al lobby de un edificio de oficinas supermoderno en Phoenix, Arizona, a la hora exacta de nuestra entrevista. Viste un pantalón claro, un blazer beis y zapatos de tacón alto, y me saluda afectuosa, con una sonrisa de niña que le empequeñece los ojos. Es la misma sonrisa de cuando la vi por primera vez, en 2012, en esta misma ciudad: entonces Reyna tenía 21 años y se manifestaba con un grupo de estudiantes indocumentados, como ella, en contra de la política antiinmigrante del entonces sheriff del condado de Maricopa, Joe Arpaio.
Desde hace 14 años, he seguido con atención el comportamiento de grupos de jóvenes organizados en Estados Unidos; no solo de los que son hijos de familias inmigrantes, sobre los cuales escribí un libro, sino de los distintos movimientos que van surgiendo en un país tan diverso como este. Las formas de organización y las causas que los agrupan aún pueden variar dependiendo de la región, pero durante los últimos 15 años la organización vía internet ha ido difuminando esta línea.
Una de las características que me atrae de estos grupos es la interseccionalidad. Por una parte, en movimientos como el de defensa de los derechos de los inmigrantes o la reivindicación de la diversidad sexual, es común encontrar jóvenes de diferentes orígenes étnicos y raciales sin que este sea un elemento notable o disruptor. Por otro lado, la mayoría de los jóvenes que participan en una causa suelen estar activos en otras, lo que ha creado redes de resistencia social que parecen activarse en momentos precisos, pero que suelen estar en movimiento aun en los momentos de latencia.
Un ejemplo de esta resistencia interseccional fue visible en 2017, tras la llegada de Donald Trump a la presidencia. El 21 de enero de ese año, un día después de su investidura, más de 5 millones de personas tomaron las calles del país lideradas por organizaciones de resistencia construidas o heredadas por las generaciones más jóvenes. Desde el movimiento feminista o el LGBTQ+ hasta Black Lives Matter o las organizaciones proinmigrantes, la identificación de una amenaza a los derechos civiles se vuelve un campo común a defender como propio.
He pensado en esto en los últimos días, cuando con asombro, pero sin sorpresa, he visto a los estudiantes universitarios protestando por el genocidio del pueblo palestino y el apoyo del Gobierno de Estados Unidos al de Israel. Las imágenes de las manifestaciones —profes solidarios arrestados con violencia, estudiantes acusados de invasión de propiedad privada por acampar en el prado de universidades que les cobran 60.000 dólares anuales de colegiatura— ponen en evidencia una vez más las incoherencias del sistema estadounidense que, por décadas, han sido combatidas por la gente joven para mover un poco la balanza.
Los avances en derechos civiles durante los años 60, en derechos de la mujer en los 70, la defensa de la diversidad sexual y de origen, o la protección del medio ambiente en las décadas posteriores, no vienen de la amable concesión del sistema político de Estados Unidos, sino de las luchas de resistencia de su gente joven en las universidades, en las calles y en los capitolios del país. Y en cada ocasión, la generación de turno deja la puerta abierta a la siguiente.
Un ejemplo es la generación de Reyna Montoya, los Dreamers que en 2010 sacudieron al país dejándose arrestar en acciones de resistencia civil en nombre de los dos millones de jóvenes que crecieron en Estados Unidos sin documentos, y que hoy, como ella, son adultos que han hecho su vida a pesar de los obstáculos, siempre sin bajar la guardia. Las leyes migratorias no han cambiado desde entonces —ni para bien, aunque han gobernado los demócratas, ni para mal, aun bajo la presidencia de Trump—, pero los jóvenes en esta situación cuentan con una red solidaria diversa, interseccional, que los ha protegido de la deportación por más de una década. Aliento, la organización fundada y dirigida por Reyna, hoy educa, apoya y organiza a cientos de chicos y chicas de la siguiente generación, esa que hoy se manifiesta en calles y universidades contra el genocidio y el discurso de odio.
Y atención, porque esta es también la generación que, una vez más, tiene en sus manos la elección presidencial de este año: más de 40 millones de votantes potenciales entre los 18 y los 34 años, incluyendo a 8 millones que podrán votar por primera vez, que constituyen una quinta parte del electorado –y que al momento se decantan en más del 50 por ciento por el Partido Demócrata y Joe Biden.
Hace cuatro años escribí para 5W un artículo rumbo a las elecciones presidenciales de 2020; ahí mencionaba un poco de lo que he escrito aquí para argumentar por qué el resultado electoral estaba en manos de la Generación Z. Sí, Estados Unidos es el discurso populista y racista de Trump; las masacres y la venta de las armas; la muerte por fentanilo, y el hombre del sombrero con cuernos del Capitolio; pero hoy, cuando veamos las imágenes de esos chicos sacrificando su graduación, reconociendo el precio de su vida de comodidad y confort, y poniendo el cuerpo para denunciar un genocidio, recordemos que eso también es Estados Unidos: una fuerza que resiste, y que también decide el rumbo de su país.
Dentro de unos meses nos volvemos a leer aquí con este tema.