“Hay tres verdades”, recuerda siempre que puede el maestro del periodismo de investigación Antonio Rubio: la verdad judicial, dictada en una sentencia por un tribunal, la verdad filosófica, que es la que puede conformarse cada persona, y la verdad periodística, aquella que debemos demostrar las y los informadores con documentos, testimonios y otro tipo de pruebas.
Muchos y, sobre todo, muchas analistas y activistas han sido conscientes estos días de la dificultad que, a veces, entraña aunar estas tres verdades. Es tan enorme y trascendental la verdad que ha visibilizado el caso Rubiales para la lucha por la igualdad que rápidamente fuimos conscientes de la oportunidad perdida que supondría que no terminase refrendada por la justicia.
Raramente asistimos a una tormenta perfecta —en este caso, desatada por una combinación desaforada de narcisismo, prepotencia y ambición— que consiga dejar al descubierto los mimbres de todo un sistema. Rubiales y los acólitos que lo arroparon en la asamblea de la Federación se convirtieron en un ejemplo práctico de toda la teoría de género desarrollada para explicar que el acoso y el abuso de poder por razones sexistas necesitan de la complicidad del entorno para perpetuarse.
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