Dice un proverbio japonés que la lluvia endurece la tierra. Detrás de la metáfora hay una idea: de los problemas se aprende y las dificultades superadas nos hacen más fuertes. Pero en este 2023 la lluvia ha estado lejos de endurecer la tierra, y no solo en el sentido metafórico. De Libia a Brasil, de Pakistán a Ruanda, de Grecia a República Democrática del Congo, las precipitaciones extremas que han azotado el planeta han dejado en los últimos doce meses miles de muertos y millones de personas afectadas.
Las cifras son un escándalo —no solo las de pérdidas humanas: en la ciudad libia de Derna cayó en solo 24 horas más lluvia de la que suele registrar la zona en todo un año—, y los pronósticos sobre los fenómenos meteorológicos extremos son tan oscuros como el petróleo que sale de los pozos de Dubái, que estos días acoge la cumbre del clima más multitudinaria en años.
Unas 70.000 personas asisten hasta el 12 de diciembre a la conferencia sobre el cambio climático de la ONU (COP28) en busca soluciones al futuro climático y energético de un planeta que padece cada vez más olas de calor y de frío, huracanes, sequías, incendios, lluvias torrenciales o tifones: fenómenos extremos que están dibujando un nuevo mapa global de pobreza y hambre, de conflictos y desplazamientos.
Las cumbres climáticas de años anteriores han estado llenas de paradojas —como que líderes y magnates se desplacen a ellas en sus jets privados—, pero la COP28 se lleva la palma. No solo por la ausencia de Joe Biden y Xi Jinping, presidentes de los dos países que más CO2 emiten. O porque el lugar para debatir la crisis causada por el uso de combustibles fósiles sea una metrópolis construida en el desierto a golpe de petrodólares.
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