El 66% de los agricultores y ganaderos españoles se habrá retirado en 2030. Uno de ellos es mi padre. Solo el 4,5% de los agricultores y ganaderos españoles tiene menos de 35 años. Entre ellos no estamos ni mi hermana ni yo. Mi padre, como la gran mayoría de los trabajadores del campo, no tiene relevo. El campo era uno de esos oficios que se heredaban. El sector primario pierde peso en los países de la Unión Europea. Quienes aún siguen en activo inundan de tractores carreteras y ciudades de Francia, Alemania, Italia, Portugal y España estas semanas con un grito que suena a pésame: “Nuestro final será vuestra hambre”.
Es un aviso, pero ya es cierto en términos globales. El abandono de la agricultura familiar es —junto a la pobreza, la exclusión, la especulación con los alimentos, los conflictos armados, los desplazamientos y el cambio climático— una de las razones del hambre en el mundo. La ley del mercado internacional impera y ocurre, tantas veces, que las personas no pueden consumir lo que se produce allí donde viven. Una de las quejas del campo europeo es que sus productos no pueden competir en sus mercados nacionales con los de países extracomunitarios, donde es mucho más barato producir porque los estándares, también los de seguridad sanitaria y los laborales, son más bajos. En esos terceros países, en todo el mundo, la mayoría de las personas que padecen hambre son trabajadores del campo: precisamente quienes cultivan o recogen los alimentos.
El campo va quedando como el trabajo que nadie quiere hacer. Terreno fértil para el abuso. La mayoría de la población migrante que trabaja en la agricultura española lo hace en el campo del sur. La explotación de los jornaleros en situación irregular está bien documentada allí y en campañas de la mitad norte. También el hacinamiento en viviendas y transportes.
En el campo español es muy difícil que personas migrantes, o cualquiera que no descienda de una familia de agricultores locales con tierras y maquinaria, tomen el relevo. Las inversiones necesarias serían inasumibles en un sector donde ahora, incluso para el pequeño agricultor que ha heredado el oficio, ya no salen las cuentas. ¿Quién cultivará las tierras de ese 66% de agricultores que está a punto de jubilarse? Quizá, en muchos casos, nadie: los fondos de inversión que arrasan con el mercado de la vivienda urbana han puesto la mira también en el mundo rural. Agricultura industrial con pocos trabajadores, grandes plantas solares y fotovoltaicas e incluso chalés ante la demanda turística. Es el fin de los agricultores, como advierten en las pancartas de sus protestas, pero también el fin del campo como lo conocemos, del campo como tal.
La población urbana sigue creciendo exponencialmente en el mundo. Seguimos concentrándonos en ciudades donde la vida es cada vez más hostil. Los documentos europeos hablan de la urgencia de favorecer un “proceso de ruralización”, pero la realidad se impone: el campo es un trabajo duro, alejado de las grandes comodidades y de los servicios mínimos, apenas rentable para el pequeño agricultor que, cuando deje sus tierras, tendrá que elegir entre la transferencia contante y sonante de un inversor o la renta modesta que le podría ir pagando otro agricultor si lo hubiera. Es el mercado, y aquí también gana.