“Que no sea latino. Ni negro. Ni árabe”. La frase susurrada como mantra resonaba entre nosotros cada vez que llegaba a la redacción una noticia sobre un asesinato, una masacre o algún otro crimen atroz, y con ella no nos referíamos a las víctimas sino a los victimarios, a la identidad del autor. Eran los años del gobierno de George W. Bush Jr., yo era reportera en el periódico en español más grande de Estados Unidos, con sede en Los Ángeles, y la narrativa que criminalizaba a las personas inmigrantes, afroamericanas, latinas u originarias de países árabes tomaba forma y crecía en un ambiente enrarecido tras los atentados del 11-S.
Este enrarecimiento había aumentado en parte por el oportunismo del Partido Republicano, que echó mano de un discurso racista y antinmigrante para avivar el temor público y garantizar la reelección de Bush en 2004. Tres años después de que el grupo terrorista Al Qaeda reivindicara los atentados, Estados Unidos tenía un recién estrenado Departamento de Seguridad Interna, la migración había dejado de ser un asunto laboral para convertirse en uno de seguridad nacional y cualquier suceso violento o criminal era inmediatamente atribuido a un inmigrante o una persona de una minoría étnica o racial. Y aunque con frecuencia el autor del delito era algún hombre blanco nacido en Texas, también había casos en los que era un negro, un árabe o un latino, y entonces sabíamos lo que vendría a continuación: un aumento exponencial del discurso racista, xenófobo, dolorosamente generalizador, que con frecuencia se materializaba en crímenes de odio. “Que no sea latino” era una fórmula para exorcizar la posibilidad de que la recién registrada violencia deviniera en una violencia mayor.
Recordé esa sensación este 1 de enero, cuando, unas horas después de las uvas y las campanadas, nos llegó la información del ataque perpetrado por un hombre en un vehículo que arrolló a una multitud en la intersección más festiva de la ciudad de Nueva Orleans, y que dejó al menos 14 muertos y decenas de heridos.
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