Son tres. La mayor, de ocho años, con trenzas de un dedo de ancho que le caen hasta la mitad del rostro en el que se acomodan unos dientes recién estrenados y algún hueco aún por rellenar. La mediana, de cinco, está a la vez en todas partes: ahora subiendo por la pierna de su padre, luego a la espalda de su madre, un momento después junto a la cámara… Se parte de risa y se tapa la boca con la mano, como para que no se le escape. La más pequeña tiene poco más de dos y llora y se queja si su padre, Alí Ahmed, no la coge en brazos. Pero en seguida se cansa y demanda a su madre, que la carga con una sonrisa mientras se sienta en la manta sobre el suelo que hay en la habitación en la que reciben a los invitados. Una sala polivalente que hace las veces de sala de estar y cocina, aunque el infiernillo hoy lo han trasladado al cuarto que comparten los cinco. Allí, en el dormitorio, guardan los documentos importantes.
Son una familia como la suya o la mía. Como sus vecinos, pero de Sudán, ese país africano rico en minerales, oro y terreno cultivable. Como nosotros, pero de Darfur, ese rincón de Sudán donde se ha llevado a cabo una limpieza étnica las últimas dos décadas. Una familia cualquiera con estudios universitarios y un negocio floreciente: una tienda frente a la que posan, hace algo más de un año, en la fotografía que Alí muestra en su móvil. Todos sonríen. Son 5 de los 500.000 sudaneses que han llegado a Egipto desde que hace un año dos generales decidieron poner el país patas arriba otra vez. La guerra estalló el 15 de abril de 2023, justo hace un año, entre el Ejército sudanés y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), un grupo paramilitar. El conflicto ha devastado la infraestructura del país, ha desplazado a 8 millones de personas dentro del país y ha forzado a casi dos millones, entre ellos Alí y su familia, a exiliarse sin saber cuándo ni si podrán regresar. Más de 14.000 civiles han muerto, pero como en muchas guerras en las que no se admiten testigos no hay acuerdo y el número exacto es incierto, como el futuro de esta familia que me hace un hueco en el rincón más cómodo, el de la almohada, de su habitación-cocina-recibidor. Sí se está de acuerdo en acusar a ambos bandos de haber cometido crímenes de guerra. Alí pide perdón por usar un “lenguaje inapropiado” al hablar de violaciones. Se preocupa por su hermana como lo haríamos usted o yo… Cuando hablan por teléfono ella le cuenta que los aviones sobrevuelan día y noche, que la guerra sigue y no puede huir con sus seis hijos. Las niñas escuchan absortas a su padre. Hasta la pequeña ha dejado de gimotear. “Incluso si mañana acabara la guerra, ¿cómo podríamos volver a reconstruirlo todo?”. Es como si nunca hubiera dejado de haber guerra en Darfur. “Nadie ayuda a nadie. Todos están demasiados ocupados intentando salvarse a sí mismos”. Cinco millones de sudaneses están en riesgo de hambruna, con Darfur mostrando las tasas más altas. Alí no se lamenta, aunque tuvo que dejarlo todo y en El Cairo no tiene ni azúcar ni un té que ofrecer a sus invitados. La pequeña le arranca de las manos el teléfono en el que aún brilla la fotografía en la que sonríen ante los estantes de una tienda de estantes repletos. Su tienda. “Teníamos una buena vida. Ahora soy un hombre pobre”.