Los niños israelíes asesinados por Hamás importan más que los niños palestinos asesinados por Israel. La muerte de unos sirve para justificar una invasión como la de Gaza, pero la muerte de los otros no sirve para evitarla.
Me cuesta escribir esto. Las víctimas —y los niños en particular— son un metal pesado. Corremos el riesgo de convertir el debate público sobre las guerras en un mercado del dolor, en un plató de exhibición de la sangre. Pero el doble rasero que emerge en estos días de guerra en Oriente Medio exige un examen crudo de la realidad y una propuesta humanista que liquide la hipocresía y tenga la justicia como horizonte.
Esta es la mía, pequeñita: iluminar esa escalera de innumerables peldaños —desigualdades, discriminaciones— que es el mundo de hoy. Subirse a los lomos de la trampa relativista del whataboutism (¿y qué pasa con esto otro?) para aplastarla con una descripción exhaustiva de las condiciones materiales que permiten la reproducción del mal. Hay que hacerlo sin miedo a las contradicciones, porque la mirada a otras guerras, a otros colectivos o a otras opresiones no solo no resta fuerza a las denuncias concretas, sino que contribuye a relacionarlas, a ordenar las emociones y las ideas, a representar mejor este mundo fragmentado. Solo si se describen bien los problemas se pueden buscar soluciones locales y globales.
Más de 100.000 personas abandonaron hace menos de un mes el enclave de Nagorno Karabaj ante la ofensiva total de Azerbaiyán, que ahora amenaza además con invadir la vecina Armenia. Eso no tiene el mismo eco que Gaza. La ocupación israelí de los territorios palestinos importa más que la ocupación marroquí del Sáhara Occidental. La causa palestina es más capaz de generar indignación que la causa rohinyá, una comunidad que para evitar su exterminación huyó de Birmania para refugiarse en Bangladesh. Entre todas estas violaciones de los derechos humanos también hay diferencias de exposición mediática. La cadena es infinita, pero ese no debe ser un argumento para abonarse a la desidia, sino un estímulo para que el periodismo haga lo que tiene que hacer, que no es pornografía del dolor o paternalismo barato, sino un relato exacto de algunos de los problemas más graves de nuestro tiempo.
Durante la mal llamada crisis de los refugiados de 2015, cuando más de un millón de personas llegó a Europa de forma irregular, me rompió el corazón ver cómo había afganos que se hacían pasar por sirios —Siria era entonces la guerra más mediática— para cruzar fronteras y ser aceptados en Europa. Los fugitivos de una de las guerras más largas y dolorosas del siglo XXI, perpetrada por Estados Unidos y los aliados de la OTAN —que cerraron las puertas a aquellos refugiados—, tenían que adaptarse a la última moda. Aquel fue el momento en el que me di cuenta de que siempre hay alguien debajo, de que el sistema hace que incluso las personas que huyen deban competir en la desgracia para conseguir algo que debería ser un derecho pero se ha convertido en un privilegio: el asilo.
Siete años después, la guerra de Ucrania completó la anatomía de este fenómeno. Millones huyeron de la invasión rusa y entraron a una Europa que les abría las puertas y les presentaba como lo que eran: personas en busca de refugio. Medio año antes, el mismo derecho se les había negado a los afganos que se quedaron atrapados en el nuevo régimen talibán. En aquellos mismos días, los naufragios en el Mediterráneo contrastaban con la protección automática que la Unión Europea concedía a las personas que salían de Ucrania. Una mezcla de racismo y de cinismo geopolítico a la vista de todo el mundo.
En cada cobertura que hago, pienso a menudo en las víctimas menos iguales. Al principio me incomodaba, pero explorar esas rendijas me ha hecho más sensible al dolor humano y me ha permitido afilar la pluma para señalar a los culpables. Con el tiempo he comprobado que estos agravios son una forma extraordinaria de explorar el cinismo del poder (Estados Unidos, Rusia, China, Arabia Saudí, Irán, la Unión Europea…).
Este mapa del dolor no está exento de paradojas. Zelenski ya ha mostrado su impotencia ante los caprichos de la actualidad: “La atención internacional corre el riesgo de desviarse de Ucrania”. El mimado de Occidente quejándose de la falta de atención que tantos otros pueblos sufren.
El tráfico voluble de noticias, la velocidad de las guerras y la miríada de actores implicados nos abruman. Es normal. Quizá es imposible tomar conciencia de todas esas injusticias. Pero vale la pena intentarlo. En Rebelión en la granja, George Orwell escribió: “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. Hoy nos debería importar quiénes son los menos iguales. Y por qué.