El ayudante de cocina del restaurante donde trabajo de mesero, un cubano recién llegado a Nueva York, juega cada tarde distintas loterías. Compra sus listas de números en un cuchitril regentado por un indio achacoso y baja obcecado al sótano a marcar combinaciones que luego lo hacen lamentarse de su escasa fortuna. Tiene números predilectos, aquellos que fijan los afectos de su vida, pero luego hay otros que entran o salen en dependencia de las señales que emite el presente.
Los sueños son el mapa difuso del apostador, un terreno espectral que entrega secuencias íntimas o pasajes mínimamente reconocibles para que el soñador pueda comprobar que, en efecto, quien está soñando es él o que ese sueño es suyo, pues, al menos en el exilio, la mayor parte de las veces parece que he usurpado un sueño ajeno.
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