“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. El microcuento más famoso de la literatura latinoamericana, del autor guatemalteco Augusto Monterroso, describe a la perfección lo que muchos sentimos el miércoles 6 de noviembre, la mañana siguiente a la elección en Estados Unidos, al confirmar que Donald Trump volvía a ganar la presidencia con un amplio apoyo del voto popular y la mayoría de los estados teñidos de rojo en el mapa electoral.
De inmediato iniciaron los análisis que buscaban la explicación. ¿Cómo puede ser que este hombre de retórica misógina, racista, antiinmigrante, que deshumaniza y polariza a la sociedad, haya vuelto a convencer a millones de estadounidenses para votar por él? ¿Qué está mal con la gente de ese país para que haya permitido el regreso del dinosaurio? Acto seguido, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, inició ese blaming game que es el análisis de los resultados electorales: la culpa es de los latinos que no votan suficientemente como latinos, de las mujeres blancas, de los ricos, de los ignorantes, de los negros que no votan suficientemente como negros, de los jóvenes que se dejan convencer por la derecha, de la derecha. La culpa, como siempre, es de los que votan mal.
Es de llamar la atención lo mucho que se buscan las respuestas al comportamiento electoral sin apuntar a la responsabilidad que ha tenido en esto el Partido Demócrata. Al margen del evidente rol que ha jugado el empecinamiento del presidente Joe Biden para buscar la reelección, y la aceptación sumisa de la mayor parte del partido —hasta que el debate presidencial Biden-Trump les estalló en la cara—, los demócratas se han negado a hacer una revisión de sus estrategias fallidas desde 2016; continúan tomando por sentada la lealtad incondicional de algunos grupos, como los afroamericanos o los latinos, y han sido incapaces de acercarse al electorado más joven con una propuesta honesta, lejos de la condescendencia. El partido que lleva una década gritando “¡que viene el dinosaurio!” ha hecho, en realidad, muy poco para pararlo.
Dice la primera ley de Newton que todo cuerpo mantiene su estado de reposo o movimiento, constante y en la misma dirección —el fenómeno conocido como inercia—, a menos que una fuerza externa actúe sobre él. Si comparamos los números generales de los resultados electorales de 2020 y los de este 2024, es fácil darse cuenta de que Donald Trump no ha crecido; simplemente, nadie lo ha detenido. El Partido Demócrata, desde el presidente hasta sus representantes estatales y locales, han sido incapaces de crear políticas públicas que sirvan para frenar el discurso populista y de odio que tan bien ha funcionado al expresidente desde hace casi una década.
Como es sabido, Trump ganó la presidencia de Estados Unidos en 2016 gracias al sistema del colegio electoral, con el que obtuvo 306 de los 538 votos electorales del país; en el conteo individual de votos, sin embargo, obtuvo 62 millones de votos, tres millones menos que su contrincante demócrata, Hillary Clinton. En la elección de 2020, la de mayor participación en las últimas décadas, Trump consiguió 74 millones de votos, pero quedó muy por debajo del demócrata Joe Biden, que obtuvo 81 millones y también el colegio electoral. En 2024, sin embargo, el factor de cambio recae en el lado demócrata: Trump obtuvo 75 millones de votos, solo uno más que cuatro años atrás, pero su contrincante demócrata, Kamala Harris, ha obtenido 71 millones, 10 millones menos que los que obtuvo Biden —lo que ha dado a Trump la mayoría del Colegio Electoral.
La razón para el crecimiento proporcional de la candidatura de Trump en esta elección no radica, entonces, en que más gente haya decidido votar por él, sino en que mucha gente, ante el vacío de propuestas o alternativas por parte de los demócratas, decidió no votar por ellos, o simplemente no votar: en 2020, de 240 millones de votantes elegibles, fueron a las urnas 159 millones, el 66%; se estima que en 2024, de 244 millones de votantes elegibles, fueron a las urnas 154 millones, el 63%.
Aún faltan muchas semanas para conocer el desglose demográfico de los resultados finales de la elección, pero ya es posible afirmar que las cifras de Trump mejoraron, aunque sea ligeramente, de manera uniforme en todos los grupos demográficos, en todos los condados, en áreas rurales y urbanas, entre la clase trabajadora, e incluso entre los grupos donde Harris continúa teniendo la mayoría del voto, como son las mujeres, los jóvenes, los afroamericanos y la población latina en general. Estos resultados apuntan a que las identidades étnica, racial o de género no son los factores decisivos en las contiendas electorales; la manera en que un individuo se ve afectado por la economía, el empleo, la seguridad o incluso los valores morales individuales son elementos que, frente a la urna, influyen en igual medida para todo estadounidense, porque este vota, antes que como latino, negro o mujer, como estadounidense.
Los demócratas deben romper de una buena vez con el patrón de enviar mensajes condescendientes para los jóvenes, porque en 41 de los 50 estados el registro de nuevos votantes cayó para la elección de 2024; una evidencia del desencanto de este grupo de población con la política. Deben entender que no basta con enviar mensajes a medida —para los latinos sobre inmigración, para los afroamericanos con promesas sobre el sistema de justicia criminal y para las mujeres sobre derechos reproductivos—, y empezar a ofrecer respuestas firmes y concretas a quienes por años han pedido a sus representantes soluciones para una clase trabajadora que, como acusó el senador Bernie Sanders después de la elección, ha sido abandonada. Ese, y no Trump, es el problema.
Los políticos del Partido Demócrata deben acercarse a los resultados de esta elección con humildad, pero también todos aquellos actores políticos y de la sociedad civil estadounidense que creen en la democracia y que han luchado por ella. Si a estas alturas aún no entendemos que el reconocimiento y la protección de los derechos civiles no es una tarea terminada, sino un proceso en constante construcción, estamos dejando un vacío que será llenado por cualquier discurso, por polarizante que sea, que haga sentir al ciudadano como un individuo con agencia, cuya voz se escucha y cuya opinión importa; algo que en los últimos años los demócratas no han sabido o no han querido hacer.
Los Estados Unidos que aún creen en la democracia tienen que trabajar para cambiar la inercia del dinosaurio, que sigue aquí porque nadie ha hecho lo suficiente para que se vaya. Y eso tampoco es culpa de Trump.