El primer sorbo de café en la vida no gusta a nadie, porque es amargo. Hay que insistir, sofisticar el paladar, aplazar el placer inmediato para encontrarse, al final, con un placer más intenso. Es un proceso cuyo origen casi nunca recordamos, pero que va asociado a la madurez —lo dulce nos apela de la forma más infantil y directa posible, y por eso, a veces, hablamos de un argumento azucarado o de una película empalagosa.
Intentar saber cosas requiere esfuerzo. El esfuerzo de leer, de ver, de oír, de emplear nuestro tiempo —cada vez más escaso— en un reportaje, en un libro, en un documental o en un podcast que no promete una recompensa inmediata pero sí un intento de sondear algo más profundo sobre lo que nos rodea y sobre lo que somos. No hablamos de sacrificios estériles para penetrar en artefactos artísticos presuntuosos, sino de la paciencia que necesitamos para aprender, para entender, para sentir.
El periodismo requiere esfuerzo, pero su lectura también puede ser exigente. En 5W publicamos lo que llamamos crónicas de larga distancia: a veces por su extensión, pero también por su voluntad de ignorar los límites que a menudo se autoimpone el sistema mediático. Una buena historia en Baluchistán merece ser contada, aunque muchos lectores quizá no sientan la cercanía que pueden suscitar otras historias más cercanas. No debe ser un ejercicio de exotismo o folclore, sino una búsqueda de lo universal en lo local. Decir que una crónica o una película de algún lugar remoto logra contar una historia universal se ha convertido ya casi en un cliché, algo fácil de hacer, pero no es un proceso obvio ni exento de obstáculos. No hay una fórmula mágica. Por eso es tan emocionante cuando sale bien.
En 5W no hacemos crítica cinematográfica —aunque quién sabe si en el futuro podríamos animarnos a ello. Esta, al menos, no es una crítica cinematográfica. El Festival Internacional de Cine de Gijón, que hoy concluye, nos ha invitado a reflexionar, desde nuestro rincón, sobre cinco películas —siempre cinco— de la programación. Así que hemos decidido mirar estas películas desde nuestra experiencia con las crónicas de larga distancia.
Vamos allá.
Il mio corpo
Director: Michele Pennetta. Suiza, Italia, 2020.
El periodismo podría copiar tantas cosas de esta película. Se sumerge en la cotidianidad, en la monotonía de los días, en el trabajo: en cosas que son verdad. Óscar es un chaval que trabaja como chatarrero en la isla italiana de Sicilia. Se siente asfixiado y oprimido: solo cuando se sube a su bicicleta roja, esa que todos tuvimos de pequeños, es libre. Su historia se cuenta en paralelo a la de Stanley, en la misma Sicilia, que ha llegado de Nigeria a Europa: su sueño europeo consiste en pasar la fregona por iglesias, trabajar en el campo o hacer de pastor. Dos cuerpos castigados por el trabajo que se interrogan sobre qué demonios hacen allí.
La historia de Stanley o, mejor dicho, su forma de vida, se cuenta con detalle abrumador. Mientras veía la película, pensaba que era lo que había visto en tantos lugares de llegada de personas refugiadas y migrantes, y solo a veces me había atrevido a contar. No por su carga política o sentimental, sino por lo descarnado y desapasionado de la situación. El piso con un compañero nigeriano, la cocina, las discusiones, ver pasar un día tras otro sin que haya un horizonte. La paradoja de ni siquiera saber qué hacer cuando sí te puedes ir, como le pasa a Stanley, que se ve sin embargo atrapado en Sicilia, porque no se atreve a marcharse. El dolor de su compañero cuando rechazan su petición de asilo —el mismo Stanley se lo debe traducir, pero su compañero ya sabe la verdad cuando habla el funcionario italiano. Muchos reportajes —yo mismo los he escrito— se centran en el momento de la tragedia, en el rescate en el mar Mediterráneo, en los centros de detención, en la llegada; en el momento en que pensamos que está pasando algo que merece ser contado a la audiencia. Después nos olvidamos. Il mio corpo cuenta lo que los periodistas pensamos que no importa a los lectores: esa desilusión que se apodera de los que llegan a aquello que pensaban que era el paraíso, y sobre todo cómo lo procesan, de qué está hecha la cotidianidad en la que, poco a poco, se van dando cuenta de todo.
El chaval siciliano está harto de que le digan qué trozo de chatarra o qué virgen —suben con una grúa una estatua desde un vertedero a una carretera en las escenas iniciales, con esa poesía religiosa tan italiana— debe recoger. Sabemos que en el seno de su familia ha habido abusos, y también penetramos en su intimidad, sin el tremendismo por el que a veces optamos desde los medios. Todo es aburrido, porque no tener un horizonte es aburrido, porque cuando el mundo nos da la espalda también nos niega la diversión de imaginar un futuro mejor.
Es un placer escribir sobre una película, como esta, que no pierde interés si se desmenuza la por otro lado casi inexistente trama. Aquí sí podemos hacer spoilers. El final es una imagen tierna y contenida. Óscar tenía que recoger chatarra pero se ha perdido —ha querido perderse—, y Stanley lo ve por la noche y le ofrece dormir en la cueva-chabola que le han dado para que haga de pastor. Óscar está tumbado en la cama y Stanley sentado en una silla al lado. No hablan. Están en su túnel del tiempo. Con ese tímido contacto, con ese encuentro intrascendente, carente de pasión, parecen recuperar algo que alguien les está robando: la humanidad.
La última primavera
Directora: Isabel Lamberti. España, Países Bajos. 2020
Una historia en la que la chatarra, otra vez, es la sustancia de los días.
—¿Cuánto ha sido?
—40 euros.
Lo que han podido sacar de su última recogida. Estamos en el extrarradio de Madrid, en la Cañada Real. El barrio de chabolas, los electrodomésticos en los descampados, las discusiones entre chavales sobre Messi y la selección argentina.
—Se ha ido la luz. ¿Qué hacemos?
Y el padre de la familia, David, que intenta hacer una recolecta entre los vecinos para comprar un generador, pero que no lo consigue —porque las familias van a ser obligadas a abandonar unas casas que ellos mismos han construido, porque los terrenos han sido vendidos, y ya no hay nada que hacer, como bien deja claro un vecino: “¿Qué vamos a estar aquí, un mes o dos meses más?”.
Esta es la historia de la familia Gabarre Jiménez pero sobre todo de una barriada, de su resistencia y de su derrota. Sabemos que es una ficción pero que hay verdad, porque es una recreación de algo que vivió el actor David Gabarre Jiménez. Hay momentos emocionantes, pero la película no toma atajos, no cae en el sentimentalismo fácil, quizá porque, como en Il mio corpo, la presencia de lo cotidiano es insobornable y contundente.
La familia se deberá ir a un piso, pero no lo acepta. El cabeza de familia, receloso, acude a cursos de informática para pedir esa nueva vivienda, pero tiene el DNI caducado y el sistema (informático) no responde: la metáfora del ser humano perdido en el laberinto burocrático. David —hijo—, el personaje principal de la película, hace cursos de peluquería y busca trabajo, pero se ve envuelto en chanchullos. Descubrimos sus vidas mientras su proceso de desalojo avanza de forma inexorable: lo vemos en varios de los vecinos. Cuando llega el final anunciado, a través de una fría carta, David padre sale con un traje rojo y una camisa negra para recogerla con dignidad en la verja de su casa.
El periodismo también puede copiar muchas cosas de esta película: una narración sobre comunidades que luchan, sin humillarlas ni exaltarlas, sorteando la pornografía de la pobreza. Cuesta más hacer ese relato complejo, pero vale la pena.
—¿Por qué lloras, por la televisión?
La familia está cargando el camión y dejando su casa de toda la vida para siempre. David padre no puede aguantar las lágrimas mientras parece que renuncia a llevarse una tele. Su esposa, Agustina, le dice que ya comprarán otra. Ambos saben que ese no es el problema. Este es el último adiós, la última primavera.
Grève Ou Crève
Director: Jonathan Rescigno. Francia, 2020.
Es un largo presentado con lenguaje documental, pero cuyo pacto con el espectador no acaba de ser claro —la bruma es, quizá, también una de sus principales virtudes. Tres historias se entrelazan. La de la lucha obrera en Forbach, una ciudad minera francesa, a finales del siglo XX, con grabaciones de la época incluidas. La de un trabajador que sufre síndrome de Estocolmo con su jefe, al que no quiere denunciar pese a que tuvo un accidente por el que la empresa debería pagar. Y la de unos chavales que hoy están en Forbach pero no saben dónde están: el boxeo da sentido a sus vidas, un cliché explotado con desigual acierto. Son temas que en 5W nos importan: los movimientos obreristas, el mundo del trabajo —al que en los próximos años queremos dar más espacio—, los jóvenes de origen diverso que Europa ignora o maltrata.
Al principio, pese a su obvia conexión temática y geográfica, cuesta ver cómo las historias se entrelazan, pero lo acaban haciendo. El romanticismo de la lucha obrera se explota e incluso sobreexplota, y su contraste con el trabajador que no se atreve a reclamar lo que es justo habla por sí mismo. En el gimnasio, tienen más fuerza las escenas de los jóvenes que no aguantan la exigencia de los ejercicios físicos, como mantener los brazos levantados, que los golpes directos y los uppercuts.
En un momento de la historia del cine en que parece que muchos directores se han olvidado de lo que es un trípode —a veces con criterio, porque nos trasladan una idea o sentimiento a través del movimiento de la cámara y los angulares, pero no siempre—, se agradece el esfuerzo de que los planos generales de la noche de Forbach sean los que transmitan la sensación de que todo ha acabado. La desindustrialización, el vacío, la decadencia. Hay un esteticismo y una insistencia quizá exagerados: la película dura 93 minutos, pero da la sensación de que son tres horas. Las historias quizá no son memorables, pero sí las ideas, expuestas con toda precisión ideológica: días después de ver la película, sabes que te ha contado una verdad de los rincones europeos del obrerismo olvidado.
Poppy Field
Director: Eugen Jebeleanu. Rumanía, 2020.
Aquí no hay lenguaje documental, sino de pura ficción: el pacto es claro. Conocemos a un agente de policía rumano, Cristi, y a su amante francés. Cristi no accede a las peticiones de su compañero de irse de fin de semana a la montaña, de mostrarse en público. Tiene miedo. Su hermana los visita en el piso: parece simpática, pero ha venido a espiarlos. Cristi se tiene que ir a trabajar, pero no podrá esconderse de lo que es. Debe acudir a un cine donde grupos homófobos sabotean una película de temática LGTBI —un hecho inspirado en la realidad política y social de Rumanía. Cristi se encontrará en el cine con un antiguo amante, y perderá el control: pero no podemos contar mucho más, porque aquí un spoiler sí que haría mucho daño. En la sala de cine ya vaciada, Cristi pasa mucho tiempo devorado por la vergüenza y la ansiedad, mientras sus compañeros están fuera. Teme que se sepa su verdad.
No es un análisis social, ni siquiera una oda a la comunidad LGTBI o una diatriba contra los homófobos. En el centro de la historia —estática, sin cambios— está el tabú. Y una deliciosa escena, que daría mucho juego en una crónica de larga distancia de esta revista: los agentes en el aparcamiento comiendo algo, una típica imagen policial, y Cristi hablando por teléfono con su pareja: sí, mi amor, llegaré tarde. Nosotros sabemos quién hay al otro lado, pero los policías no: quizá asumen desde su visión heteropatriarcal, con normalidad, que es una mujer.
O quizá sí lo saben.
Lunana: A Yak in the Classroom
Director: Pawo Choyning Dorji. Bután, 2019.
Si en un festival hay una película de Bután, hay que verla, porque es una rareza. Y si hablamos de larga distancia, más aún. Esta entretenida película nos cuenta la historia de un profesor en Thimpu, la capital, que es enviado a Lunana —descrito como el pueblo más aislado del reino himaláyico—, antes de acabar su carrera y poder viajar a Australia, su auténtico objetivo.
No pude resistirme a ver esta película, porque como periodista tuve la suerte de ir cuando trabajaba como corresponsal para la agencia Efe en el Sur de Asia. La prensa tiene muy difícil el acceso a Bután, pero se abrió para unas decenas de periodistas extranjeros que fuimos a cubrir la coronación en 2008 del joven rey Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, el quinto “dragón” de la dinastía Wangchuck. El trato fue excelente, aunque siempre tuve la sensación, incluso cuando iba al lavabo, de que me estaban vigilando. Bután es un reino budista que vive ajeno a la agitación del Sur de Asia y en el que no cabe la disidencia. Se hizo famoso su índice de Felicidad Nacional Bruta, su particular spin del Producto Interior Bruto. La monarquía —y el Gobierno— son reyes del márketing.
Una película rodada en Bután y aprobada por el Gobierno jamás podrá ser crítica con el país. Pero tampoco es una hagiografía. El joven profesor Ugyen se siente estancado en Bután y está deseando marcharse a Australia, pero antes de hacerlo tendrá que dar clases, por órdenes indiscutibles del Gobierno, en la remota Lunana. Pensaba que el largo viaje en autobús que también yo tuve que hacer cuando fui a Bután —nunca he pasado tanto miedo en mi vida, pensaba que nos íbamos barranco abajo— era el trayecto que Ugyen debía recorrer, pero me equivocaba. Dos vecinos de Lunana vienen a buscarlo a la estación de autobús y comienzan luego una larga caminata, insoportable para el profesor pero divertidísima para el espectador: el sentido del humor, por cierto, es algo que algunos reportajes, sobre todo los de aquello que llamamos internacional, deberían incorporar, porque a menudo pesan demasiado, no nos dejan un resquicio para la sonrisa.
En la película, Ugyen se queja de que le habían prometido que el terreno pronto se allanaría, que no siempre sería subida.
—¡Sois unos mentirosos, llevamos tres horas caminando, sois unos mentirosos!
Pasan por lugares en los que la población es de cero o tres habitantes, hasta llegar a Lunana, con 56 habitantes y a 4.600 metros sobre el mar. El resto no lo vamos a contar, pero se lo pueden imaginar. No hay una trama imaginativa o una apuesta arriesgada en esta película, pero sí una historia que nos interpela, cuyos dilemas reconocemos cercanos aunque todo se nos presente remoto: el más importante, la tensión entre la ciudad y el campo, entre el urbanita Ugyen y los estudiantes de Lunana, rodeados de yaks y en cuya clase no hay pizarra.
La larga distancia
Sicilia, la Cañada Real, Forbach, Bucarest, Bután. Una buena historia lo es en cualquier parte del mundo. El cine y el periodismo que miran a esos lugares deben deshacerse de la tentación del exotismo: son mejores cuando dejan de ver y comienzan a sentir. No es fácil rehuir de los clichés, que tan a menudo son el reclamo comercial.
Ese esfuerzo solo es posible con la ayuda de lectores y espectadores dispuestos a poner algo de su parte, a insistir, a resistir a la amargura, a veces enfadarse, para luego saborear, triunfantes, una taza de café humeante.
Este texto nace de una colaboración entre el Festival Internacional de Cine de Gijón y 5W.