Esta vez la tragedia no ocurría a miles de kilómetros de casa. Estaba aquí. Durante las primeras semanas de la pandemia, el periodista Agus Morales, director de 5W, reporteó incansablemente desde hospitales, residencias, servicios de ambulancia y tanatorios de Cataluña. Su experiencia en situaciones de emergencia en otros rincones del planeta —epidemias de ébola y crisis humanitarias en África, atentados y debacles políticas en el Sur de Asia— le sirvió como espejo narrativo con el que articular un relato que huye del tópico bélico pero presenta la pandemia con toda su crudeza.
El resultado es Cuando todo se derrumba (Libros del K.O.), un libro de Morales con fotografías de Anna Surinyach que llegará a librerías el próximo 15 de marzo, cuando se cumple un año de la declaración del estado de alarma, y que también está disponible aquí.
Este es el primer capítulo del libro.
1. PRIMEROS DÍAS
El día que se decretó el estado de alarma en España, Noemí y Gerard, una pareja de enfermeros, intentaban anular las vacaciones que habían planeado en las islas Azores. Hasta entonces no se habían tomado el coronavirus en serio. No era real, porque las cosas solo son reales cuando las vemos, las tocamos, las sentimos.
No tenían miedo.
Días atrás habían llegado muchos “casos probables” de covid-19 al hospital en el que trabajaban, el Germans Trias i Pujol, más conocido como Can Ruti. Todos negativos. Esa era la nueva forma de referirnos a las personas. Palabras a las que pronto nos acostumbramos: “caso”, “negativo”, “positivo”. El 10 de marzo de 2020 llegó el primer “positivo” al hospital, situado en Badalona, a las afueras de Barcelona. Tres días después ya se habían llenado tres boxes de la uci con pacientes de covid-19. Noemí y Gerard se preocuparon, pero aún no eran conscientes de lo que se les venía encima. Pese a su juventud —26 y 27 años—, ya se habían acostumbrado al ritmo que impone la uci. No les gustaba la rutina de otras especialidades. Preferían la adrenalina de los cuidados intensivos: trabajar en el momento más crítico, en la emergencia, cuando la muerte está más cerca.
Justo aquellos días tenían planeado empezar sus vacaciones. No sabían si su vuelo a las islas Azores saldría en hora o si se anularía: era el momento en que todas las cosas que dábamos por descontado se empezaban a derrumbar. Les dijeron que tendrían que hacer una cuarentena de quince días al ir y al volver de las islas. Decidieron quedarse. No se habrían marchado igualmente, porque los “casos” en el país no dejaban de aumentar. Llamaron al hospital para ofrecerse a trabajar, para decir que ellos no se iban de vacaciones. Tardaron una semana en volver, durante la cual vieron el mundo arder —esas son las palabras que usan, “ver el mundo arder”— desde casa, con los grupos de WhatsApp de los compañeros y las noticias como única ventana al mundo, en esa burbuja típica del confinamiento a la que pronto nos acostumbramos. Cuando por fin volvieron, el 23 de marzo, el hospital estaba lleno de pacientes con covid-19. Todo se había derrumbado. Faltaba personal sanitario, material médico, conocimiento científico; sobraban nervios, desesperación, angustia. Un solo día de marzo lograba destruir el plan de trabajo del próximo mes, la próxima semana, el próximo día. Tenían una sensación de supervivencia. El único objetivo era llegar al día siguiente.
***
El primer día que Noemí Picazo se enfundó un traje de protección, sintió un agobio insoportable, habló consigo misma: tengo mucho calor, tengo mucho calor, entro en bucle, tengo mucho calor, solo puedo pensar en que tengo mucho calor, pero me queda mucho tiempo aquí dentro, relájate, respira, vamos a poner música porque si no esto no se aguanta, me ahogo, tengo calor, me va a dar algo, me caeré, no puedo respirar bien, me dijeron que respirara por la nariz pero lo hago por la boca.
Respira.
Respira.
Respira.
Hasta que respiró y venció a la angustia.
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El día que se decretó el estado de alarma en España, la doctora Belen Garcés supo que la covid-19 no era una gripe. No por la orden del Gobierno, sino porque se había pasado la noche tratando en la uci a sus pacientes, que empeoraban en cuestión de horas. El coronavirus no era lo que le había explicado el colegio de médicos. No era lo que había visto en televisión. Era algo para lo que nadie estaba preparado.
—Mierda. Esto es real.
Salió del hospital por la mañana, con la angustia de las peores premoniciones. Intentó dormir mientras todo el país entraba oficialmente en confinamiento.
Al día siguiente, volvió a Can Ruti, el mismo hospital donde trabajaban Gerard y Noemí. Recuerda el domingo 15 de marzo como una vorágine. Las urgencias colapsadas, la uci llena de pacientes con coronavirus —desaparecieron los que sufrían otras enfermedades, los que habían tenido un accidente de tráfico—, el personal sanitario preguntándose cómo protegerse.
Los primeros muertos.
Belen —prefiere que escriba su nombre así, sin tilde— se ofreció para trabajar a jornada completa en la uci. Hasta entonces, la doctora, de 34 años, compatibilizaba su trabajo en el hospital Clínic de Barcelona coordinando la donación de tejidos con algunas guardias en Can Ruti. Ante la emergencia, se ofreció a entrar de forma permanente en los turnos de la uci en Can Ruti. Asumió el cargo de adjunta en la uci principal; asumió, además del cargo profesional, una responsabilidad moral que la torturaría hasta el final del estado de alarma. Meses en los que Belen y otros que no eran médicos tomaron decisiones difíciles. Meses en los que sintieron el peso de la historia sobre ellos, sin que pudieran exorcizar su dolor. Meses en los que jugaron a ser Dios.
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Me lo repitieron tantas personas que no se conocían entre ellas: hemos tenido que jugar a ser Dios, nos han obligado a jugar a ser Dios, yo no puedo jugar a ser Dios.
En toda España se empezaron a montar nuevas ucis a toda velocidad. También en el hospital de Belen y Gerard y Noemí. Profesionales sanitarios de otros ámbitos —anestesiología, endocrinología, neurología, pediatría…— entraron en esas unidades para echar una mano. A la desesperada. Hicieron un máster acelerado de la especialidad intensivista. Porque la uci es una especialidad —como lo puede ser el periodismo de guerra—, y la mayoría de sanitarios no están acostumbrados a ella. Muchos no tenían los conocimientos necesarios. ¿Qué pasaría si a un locutor de radio deportiva lo enviaran a contar qué está pasando en Afganistán?
Al principio todo era descontrol. Son las imágenes que casi no vimos, porque no se permitió el acceso a la prensa, porque la censura es la primera cosa que se activa cuando todo se derrumba: gente amontonada en los pasillos de urgencias, sanitarios con bolsas de basura para protegerse de la peor epidemia del siglo xxi, enfado con los que mandan, trabajo infinito.
El sudor de Noemí y Gerard y Belen.
Miedo y soledad.
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El día que se decretó el estado de alarma en España, el doctor Guillem Cuatrecasas recibió una llamada para acudir como voluntario al hospital de Igualada, uno de los principales focos del virus en Cataluña.
Cuatrecasas, de 49 años, había cerrado su consulta privada de endocrinología en la clínica Sagrada Familia de Barcelona el día anterior, con la certidumbre de que sería por al menos un tiempo. Sentía que había un clima “prebélico”. Se ofreció al colegio de médicos para ayudar allí donde hiciera falta. Lo llamaron. El domingo día 15 de marzo a las cinco de la mañana partió hacia Igualada. No sabía qué se encontraría, solo llevaba un correo electrónico impreso del director del centro autorizándolo a que se desplazara. Igualada estaba bajo confinamiento perimetral tras un brote que se había propagado a gran velocidad en toda la Conca d’Òdena. El doctor se sorprendió al ver muchos camiones en la autopista incluso en aquel momento. Cruzó el cordón de los Mossos d’Esquadra a la entrada de Igualada. Todo desértico. El párking del hospital con las barreras levantadas. Unos cuantos coches aparcados.
Había muerte y enfermedad, pero el doctor se sentía satisfecho. Se sentía útil por ayudar a pacientes en un momento crítico, por crear un vínculo con ellos. Entre el personal sanitario había un ambiente de camaradería que es difícil que se repita: las riñas habituales entre medicina y enfermería, o entre las diferentes especialidades de medicina, habían dado paso a la colaboración, a la confirmación de que lo que el otro hace también es importante. Cuatrecasas miró a los ojos a enfermeros y enfermeras como no lo había hecho antes.
Quizá también sucedió algo parecido al revés.
Cuatrecasas empezaba la jornada muy temprano, conducía hasta Igualada y acababa muerto de cansancio. Evitaba comer allí para no quitarse la mascarilla: lo hacía horas después en casa. Tras algo más de una semana en Igualada, volvió a Barcelona. La clínica Sagrada Familia —en la que tiene su consulta— le pidió ayuda para montar un equipo contra la covid-19 formado por su unidad de endocrinología. Aceptó. Cuando llegó a la clínica, un día por la tarde, y vio a sus compañeras, se horrorizó: iban con una bata normal, con una mascarilla quirúrgica, sin guantes, sin gorro. Pero ¿qué hacéis? Cuatrecasas se quedó hasta la medianoche con el equipo para dar las recomendaciones de protección que había aprendido en Igualada. Al acabar, una compañera lo llevó a casa en coche.
En aquel momento no había ningún circuito creado en la clínica. Su experiencia en Igualada le sirvió para ayudar a formar uno. Circuito: una palabra técnica, quizá abstracta, para referirse a un hospital. Pero hacer circuitos, separar zonas “limpias” de “sucias” —ausencia o presencia del virus— fue algo fundamental que salvó muchas vidas. Que podría haber salvado muchas más vidas, sobre todo en hospitales y residencias que tardaron en recibir una formación básica. Creado el circuito, el equipo del doctor ya podía empezar a trabajar.
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El día que se decretó el estado de alarma en España, el cirujano Esteban González Albiol, de 72 años, ya estaba enfermo.
El día anterior había visitado el hospital de Sant Pau, en Barcelona. Compañeros, hacedme caso, soy médico, conozco mi cuerpo, conozco la medicina, algo no va bien. González Albiol sabía que tenía el bicho. Tras una hora y media en Sant Pau, le dijeron que se fuera a casa. Que se tomara un paracetamol. El doctor se fue a casa indignado. Pensando que se habían negado a ingresarlo debido a su edad.
Pasó unos días en casa, hasta que se empezó a sentir peor. Llamó a su mutua y se fue a la clínica privada Sagrada Familia, donde trabaja desde hace muchos años, pese a lo cual en un principio había recurrido sin éxito al sistema público de salud. Entró en la clínica a pie. Lo atendió una doctora —y compañera— que enseguida se dio cuenta de que estaba mal. No se lo dijo. Le mintió para tranquilizarlo. Solo quiero mirar mejor esto, cómo respiras. No quería asustarlo. Lo ingresaron. Y ya no recuerda nada más: estuvo en planta unas horas y fue ingresado en la uci del hospital. Tiene visiones, pesadillas formadas a partir de la última película que vio: Ghost. Caballos blancos y fantasmas y la muerte que llega y figuras de fantasía que en realidad son las enfermeras que lo medican que le dan la vuelta para que respire mejor que le intentan salvar la vida pero quién es él Sam Wheat que se va quién es él Patrick Swayze que se va quién es él González Albiol que se va.
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El día que se decretó el estado de alarma en España…
No. Basta. Esta vez no puedo contarlo así. No puedo escribir una crónica de lenguaje pulido, con los mecanismos narrativos bien engrasados, con la información bien dosificada. No puedo contar vidas de otros como si fueran un carrusel. Decir cuántos años tienen, hablar de sus profesiones, presentar sus historias de forma más o menos aséptica: con alguna escena que el lector pueda recordar, con alguna cita que sirva para fotografiarla y subirla a redes sociales. Pulsar la emoción, pero no abusar de ella.
Y esconderme.
¿Cuánto tiempo llevo haciendo lo mismo como periodista? Quiero dejar de mentir. O mejor: quiero dejar de no contarlo todo, que es una forma de mentir. Quiero contar lo que pasó durante aquellos tres meses desde el único punto de vista posible: el mío. No puedo hacer un relato coherente, con la estructura clásica de introducción, nudo y desenlace, porque todo lo que recuerdo son escenas, sensaciones, fragmentos —y, esta vez, yo también formaba parte de la noticia. Yo también me derrumbé, aunque nadie entre mis seres queridos o amigos cercanos falleciera. Nos derrumbamos todos, porque nos quedamos a solas. Fue un tiempo de soledad que solo puede explicarse desde la intimidad y el asombro, y no a partir de la rutina clásica periodística. Eso ya no alcanza. Tengo que contarlo desde mis adentros. No quiero hacer revelaciones escabrosas para llamar la atención, caer en las trampas del ego, embrutecerme con el exhibicionismo. Pero sí me gustaría renunciar a contar cómo vivieron la emergencia las personas con las que hablé, porque eso es casi imposible. Contaré cómo sentí que la vivieron. Cómo la sentí yo mismo. Cómo se sintió.
El día que se decretó el estado de alarma en España, yo estaba acojonado. Tenía dos tipos de miedo. El primero era el miedo común, democrático: el de ir al supermercado y contagiarme. Un miedo acrecentado por el hecho de que siempre he sido una persona muy aprensiva. Mis amigos de verdad lo saben. Los otros, los conocidos, se ríen cuando se enteran de que me desmayo con las jeringuillas. No se creen que alguien que cuenta lo que cuenta en sus libros y reportajes, alguien que en sus cabezas es “corresponsal de guerra” —algo que nunca he sido—, diga que es aprensivo.
El otro miedo que sentía durante los primeros días era más íntimo. Me provocaba un dolor localizado, intenso, ese dolor que prefieres callar, con la esperanza de que no se convierta en verdad. Tenía miedo a reportear. Durante mi carrera había cubierto los atentados de Bombay, el motín de la guardia de fronteras de Bangladés, la guerra afgana, la muerte de Osama bin Laden en Pakistán, las operaciones de rescate en el Mediterráneo, la situación de las personas desplazadas por la guerra en Sudán del Sur, República Centroafricana, Nigeria… Había estado —en tantos sitios— cuando todo se derrumba. Y ahora que todo se derrumba donde vivo, en Barcelona, ¿sería tan cobarde como para no contarlo? ¿Tendría la cara tan dura como para seguir viajando cuando todo esto acabe y, mientras no acaba, ignoraría lo que pasaba a mi alrededor? ¿Toda mi vida es una impostura? ¿Me interesa el sufrimiento ajeno pero no el propio, si es que esa diferenciación tiene sentido? ¿Qué tipo de hipocresía es esa?
Recuerdo las preguntas que me hacía al principio del estado de alarma y ahora me doy cuenta: eran preguntas retóricas, y de ahí mi terror, porque no había escapatoria. Ni mi compañera ni yo éramos personas de riesgo, no teníamos a nadie a nuestro alrededor que lo fuera, no teníamos hijos. Anna Surinyach —yo la llamo Surinyach, ella me llama Morales— y yo habíamos hecho muchas coberturas juntos. Ella es la editora gráfica de 5W, yo el director: teníamos nuestra propia revista, nadie nos podía decir qué hacer o no hacer. No había ninguna excusa. Y aunque la hubiera, sabía que me acabaría pateando todos los hospitales que pudiese, que me metería hasta el fondo. No quería, no tenía ganas, pero sabía que lo haría, porque soy periodista y porque, con las cosas que había cubierto, no reportear sobre la pandemia habría ameritado una jubilación anticipada. Estaba aterrorizado porque sabía que no me podría quedar en casa. Me hacía aquellas preguntas por pura autocomplacencia. No me sentía culpable, solo fingía sentirme culpable, porque quizá así me podía escapar del marrón. Pero sabía que el momento iba a llegar. Y que, cuando empezara a reportear, no iba a parar. Rezaba para que no llegara ese día.
A la vez lo deseaba.
***
Durante años había huido de una premonición apocalíptica. La intenté enterrar en mi inconsciente, la plasmé en una novela —el paso que precede a enterrar algo en el inconsciente—, la compartí con algunos amigos. ¿Qué pasaría si el ébola se propagara por el mundo entero? Había comprobado los estragos que podía causar aquel virus en Uganda en 2012, en Liberia en 2014, en Sierra Leona en 2015. Cuando salieron las primeras noticias de Wuhan, los recuerdos reaparecieron. Me negué a relacionarlo con aquellas crisis en África, pero poco a poco fui cediendo. Hasta que llegó el estado de alarma en España. Cada día, al despertarme, pensaba: el ébola sigue ahí. Pero no, no era el ébola, era el coronavirus. Esa extraña sensación: que algo que había vivido en tres países africanos ahora pasaba aquí. Que algo que había intentado transmitir —escribiendo, contándoselo a mis amigos— ahora era transmisible. ¿Qué era exactamente? ¿Un virus? No. La pura vacuidad. El vértigo del momento en que todo se derrumba.
Lo que me llevó a escribir este libro no fue contar cómo se vivió el estado de alarma en España —aunque también—, tampoco fue describir el trabajo incansable de la gente que se volcó en la emergencia —aunque también—, tampoco fue la crítica a las autoridades —aunque también—, tampoco fue sensibilizar o crear conciencia o esas cosas que se acostumbran a decir —aunque supongo que también—, tampoco fue escribir sobre eso que llaman un momento histórico —aunque supongo que también—, sino la búsqueda de lo universal, la liquidación de las ficciones que nos separan. Por decencia o por xenofobia, creemos que no se puede comparar lo que pasa en un país en teoría rico como España con lo que pasa en un país pobre. No es verdad. La dimensión es otra: el número de muertos, el privilegio, la oportunidad para empezar de nuevo. Pero una emergencia sanitaria era esto.
Sea cual sea tu lugar en el mundo, algo te supera, y necesitas ayuda: luego, con tu experiencia del dolor, también podrás ayudar a otros. Me parece que podemos entender tantas cosas de cómo funciona el mundo si entendemos eso primero. Por eso, en este libro, para contar lo que está cerca de mí, al lado de mi casa, me iré a contar de vez en cuando lo que está más lejos.
Empezamos ahora. Para contar lo que fue el estado de alarma en España a causa del coronavirus, quiero recordar primero lo que viví en las epidemias de ébola en África.