En la Ciudad Vieja de Jerusalén siete de las ocho puertas que dan acceso al interior de la muralla son los puntos de reunión. La octava, la Puerta Dorada, situada en la parte oriental de la Explanada de las Mezquitas, también es un punto de reunión clave, pero permanece sellada a la espera de que vuelva el Mesías. Cuando este regrese, se abrirá y por ella entrará el redentor seguido de los miles de judíos y musulmanes enterrados en los cementerios allí situados de forma estratégica, con la esperanza de ser los primeros en seguirle. Hasta que vuelva el salvador, mejor quedar en alguna de las otras siete.
—¿Dónde nos vemos? —es la pregunta más habitual de un recién llegado que no sabe muy bien cómo empezar su visita en Jerusalén.
—En la Puerta de Damasco —respondo para luego, dependiendo del tipo de persona, optar por un café rápido en vaso de cartón en alguno de los cafés de Musrara o por caminar hasta el Hospicio Austriaco y tomar algo en la azotea.
La veo desde mi balcón. Son apenas cinco minutos a pie y se trata del acceso principal al conocido Barrio Musulmán, el más poblado y vibrante. La división moderna de la Ciudad Vieja se atribuye a los británicos y se identifican cuatro partes: el Barrio Musulmán, el que ocupa mayor superficie, el Barrio Cristiano, el Barrio Armenio (son también cristianos, pero con identidad propia y muy marcada) y el Barrio Judío. Pero mucho antes de la llegada de los británicos cada grupo tenía ya su zona de influencia asignada dentro de las murallas. Cada uno de los barrios gira en torno a un lugar sagrado. Los musulmanes quieren estar cerca de Al Aqsa, los cristianos del Santo Sepulcro y los judíos del Muro de los Lamentos. Los armenios están seguros de que el centro del mundo se encuentra en el monasterio de Santiago, situado en pleno monte Sion.
Hay que descender por la escalera de una especie de grada de anfiteatro para llegar al enorme portón de Damasco, siempre abierto y protegido por un ejército de fallahat, mujeres
campesinas que venden menta, calabacines y todo tipo de verduras de temporada, muchas de ellas ataviadas con los vestidos tradicionales palestinos de color negro con bordados en rojo. A su lado, otro ejército, esta vez el de la Guardia de Fronteras de Israel, que desde enero de 2019 cuenta con cuatro puestos de vigilancia nuevos, edificaciones marcianas, metálicas, grises y feas, totalmente ajenas al paisaje de este lugar. Vestidos de color verde y pertrechados para la guerra, los paramilitares radiografían a los palestinos que cruzan por delante.
La radiografía es recíproca. Pocas miradas de desprecio me han impactado tanto en mi vida como las que las ancianas campesinas dedican a los jóvenes agentes israelíes que tienen en su mano el poder de dejarles pasar o no. Jóvenes judíos llegados muchas veces desde la otra parte del mundo, de lugares a los que estas abuelas no viajarán nunca, lugares de los que no han oído ni hablar. No hay chaleco antibalas ni casco de Kevlar que pueda soportar esa mirada.
En la fachada de la gran puerta se pueden contar hasta dieciséis cámaras de vigilancia. Esas son las que están a la vista, seguro que hay muchas más.
Los árabes se sientan en el graderío al atardecer, sobre todo en los meses más calurosos. Es como un cine al aire libre, pero con los actores a mano, y es también un lugar inmejorable para los más curiosos. Los ultraortodoxos judíos corren hacia el muro y saltan los escalones de dos en dos con sus zapatones negros. Turistas de todas partes del mundo se dirigen a los zocos para hacer compras. Vecinos semi perdidos entre la muchedumbre vuelven a sus casas intramuros. Desde 2015, los más macabros también esperan la llegada de algún joven suicida palestino que acuda a inmolarse. Este fue el lugar con mayor número de agresores palestinos muertos desde el estallido de la intifada de los cuchillos, algo que nos tocó vivir nada más llegar a la ciudad. Los jóvenes no llevaban explosivos pegados al cuerpo, pero eran verdaderos suicidas porque iban a una muerte segura. Se acercaban a los soldados allí apostados para intentar acuchillarlos y estos los cosían a tiros. Aunque estuvieran veinte a uno, nadie intentaba reducir al agresor o disparar a piernas o brazos, se disparaba a matar. Los instantes posteriores eran un concierto de sirenas de policía y ambulancias, gritos de los paramilitares y empujones a las vendedoras y viandantes, pero en pocos minutos el lugar recuperaba la absoluta normalidad. Un mártir más para la causa palestina, un terrorista para los medios israelíes. No había crítica interna en ninguno de los dos lados. La normalización de lo anormal y otra familia rota.
Este es un tema que he abordado con diferentes ex agentes israelíes que tras su paso por unidades regulares han montado negocios vinculados con el mundo de la seguridad, un clásico en Israel. Todos coinciden en que disponen de los medios para no matar a muchos de los agresores y en que estas muertes contribuyen a arrojar fuego a la llama del conflicto…, pero lo dicen una vez colgado el uniforme. En sus cursos de formación, a los que acuden policías de todo el mundo, enseñan técnicas para reducir a agresores que, sin embargo, ellos no emplean cuando lo que se les pone delante es un palestino, aunque sea un menor de edad armado con un cúter. Lo matan y, en muchos casos, retienen su cuerpo congelado durante meses como una forma de castigo colectivo para la familia.
A diferencia de otras puertas de la Ciudad Vieja, la de Damasco ya estaba aquí en el siglo ii y así lo demuestran los restos de aquel acceso que ordenó construir el emperador Adriano. Nada más cruzar, superada una casa de cambio y tiendas de relojes, ropa y chocolates, se desciende por una calle escalonada hasta un edificio que es, a la vez, mezquita, casa y restaurante de falafel. Desde aquí parten dos de las arterias principales de la Ciudad Vieja, la calle Al Wad, que lleva directamente a la Explanada de las Mezquitas y al Muro de los Lamentos, y la calle del zoco de Khan Az Zait, desde la que se alcanza el Santo Sepulcro. Dos autopistas al cielo.
Hasta llegar a esta bifurcación hay que caminar con cuidado porque es un lugar muy concurrido, con muchas vendedoras en la parte central y comercios y más comercios a derecha e izquierda, entre ellos un pequeño quiosco de periódicos, mejor dicho, el único lugar donde se puede comprar prensa en esta parte de la ciudad. Un lugar exclusivo con un diario único a la venta: Al Quds, fundado en 1951 por Mahmud Abu-Zalaf, quien fue además su director hasta su muerte en 2005. Siempre que paso por allí echo un ojo a la silla de madera sobre la que descansan los ejemplares. Con el paso de los años la altura del montón de periódicos ha ido menguando, como ocurre con la prensa en papel en todo el mundo.
Primero se llamó Al Jihad durante el mandato jordano, hasta que las autoridades lo obligaron a fusionarse con Al Difaa y en 1967, pocos meses antes del inicio de la ocupación israelí, pasó a llamarse Al Quds, nombre en árabe de Jerusalén. Israel cerró de forma temporal todos los medios palestinos tras la guerra de 1967, pero Abu Zalaf no tardó en volver a publicarlo de forma clandestina y se convirtió en la única voz capaz de hacer frente a la nueva fuerza ocupante. Llegaba el primero a la redacción y salía el último, recuerdan quienes estuvieron a sus órdenes primero en la sede de la calle Saladino y después en la nueva sede de Atarot, justo frente al muro de separación. En sus páginas incorporaba artículos traducidos de analistas israelíes, incluidos algunos de extrema derecha, y en 2016 entrevistaron al entonces ministro de Defensa Avigdor Lieberman, lo que provocó una fuerte crítica entre los medios palestinos y llevó al diario Haaretz a entrevistar a unos de sus redactores jefe, Amjad Omari. “La gente de un lado tiene el derecho de saber sobre la gente del otro. Los israelíes escuchan de su Gobierno que hay árabes y terroristas, pero no saben que la mayoría de los palestinos deseamos la paz, que la mayoría vive en condiciones infrahumanas. Deberías traducir artículos palestinos, así los israelíes estarían expuestos a las opiniones de la gente de la calle”, respondió Omari cuando le preguntaron por el espacio que dedican cada día a Israel y por aquella entrevista a Lieberman, un político obsesionado con la batalla demográfica entre árabes y judíos y que defiende públicamente el trasvase de la población araboisraelí a territorio palestino. Lieberman, emigrante judío llegado de Moldavia, tiene un plan para expulsar a millones de árabes de lugares como esta Puerta de Damasco, la entrada al corazón musulmán de la Ciudad Vieja.
El vendedor de periódicos se llama Abu Emad, un anciano de barba blanca con chaqueta de lana y sandalias de cuero, en invierno y verano. El puesto es mínimo, pero coloca un par de mesas fuera y allí muestra su género. El espacio, que antes ocupaban periódicos de Egipto, Irak, Jordania o Yemen, está destinado ahora a todo tipo de baratijas chinas con las que se gana la vida. Los ejemplares de Al Quds, unos ciento cincuenta, descansan en una silla de madera y los compradores son cada día los mismos.
—La gente lee cada vez menos, yo llegué a vender dos mil diarios al día, ¡dos mil! —exclama cuando le preguntas por la época dorada del papel.
—Y usted, ¿lee el periódico?
—Siempre, pero cada vez me interesa menos la política y más la economía, el dinero es el motor del mundo. Todo es dinero, dinero y más dinero.
—¿Qué noticia le gustaría leer en un titular a toda página?
—LA OCUPACIÓN HA TERMINADO, así en mayúsculas y con la tinta bien negra. Todo ha ido a peor para nosotros desde 1967 y seguimos empeorando cada año que pasa. No sé si yo si lo llegaré a leer algún día, pero no pierdo la esperanza. Tengo setenta y ocho años y no temo a nada.
Aunque no es rentable, Abu Emad levanta cada día la persiana de su quiosco por el placer de disfrutar de la Puerta de Damasco. Sus hijos no quieren saber nada del negocio familiar y el anciano tiene claro que, con él, se acaban dos generaciones de vendedores de prensa.
Nunca he leído Al Quds porque no hablo árabe, algo que no puede entender Abu Emad, que cada vez que me ve me pregunta si he aprendido alguna nueva palabra. No hay excusas. Lo he intentado con cursos especiales para principiantes, pero puede conmigo, me supera hasta sumirme en la depresión. Siento profunda envidia, insana siempre, por algunos amigos que han cursado los posgrados de sus estudios en Damasco o Saná y más aún de los que han sido capaces de aprenderlo durante su paso por Tierra Santa. Yo creo que he llegado tarde y con el cerebro calcinado. En Jerusalén hay academias y profesores particulares que se dedican a enseñar el idioma y la escritura, muchos de ellos también acaban deprimidos por el alto número de estudiantes que arrojan la toalla pasadas unas semanas. Como quien promete dejar de fumar o ir al gimnasio cada nuevo año, yo me imagino algún día liberado de mis obligaciones laborales y centrado en el aprendizaje del árabe. Un sueño incumplido que me viene a la cabeza cada vez que cruzo la Puerta de Damasco y veo en mitad del gentío al bueno de Abu Emad.