“No sé si una imagen vale más que mil palabras, pero sí sé que las imágenes deben generar más de mil preguntas”. A esta convicción ha dedicado su carrera como fotoperiodista la editora gráfica de 5W, Anna Surinyach (Barcelona, 1985). Su mirada se ha posado sobre crisis humanitarias en Sudán del Sur, República Centroafricana, Siria, Yemen, Etiopía, México, Colombia, Grecia, Afganistán, el mar Mediterráneo… y también sobre la pandemia en España. Los movimientos de población son el fenómeno que más a menudo ha cubierto, y no para de (re)pensar su trabajo y cuáles son los efectos de la representación mediática de las personas que migran.
El compromiso de la fotografía, de Anna Surinyach y Juan Carlos Tomasi
Un diálogo sobre el oficio de la fotografía
ComprarEn El compromiso de la fotografía, un diálogo con el fotoperiodista Juan Carlos Tomasi, con el cual compartió años de trabajo en Médicos Sin Fronteras, Surinyach habla de su pasión por el periodismo y la fotografía, pero sobre todo de la palabra que da título al libro: compromiso. Un compromiso que ha ido consolidando a lo largo de los años, que ha ido creciendo a medida que hacía coberturas, y que explica y deconstruye a través de vivencias y pensamientos en el libro.
Surinyach ha escogido estas diez imágenes para contar, en primera persona, lo que hay detrás de ellas. Esa es otra de sus obsesiones: el fotoperiodismo no debe reducirse al fogonazo estético, sino que debe servir para contar historias. Debe ser narrativo, porque es periodismo.
¿Por qué hay mujeres que mueren al dar a luz? ¿Por qué hay algunas que se niegan a acudir al hospital? ¿Por qué algunas se ven obligadas a parir en casa? Estas fueron algunas de las preguntas que me hice al emprender el proyecto “Parir en casa”, que empecé en Colombia, concretamente en la zona del Cauca y el Chocó, donde decenas de parteras se unieron para reivindicar su labor. En la imagen vemos a Marcela, de 18 años, que tiene contracciones de parto. Dará a luz en el nicho tradicional de la partera Pacha Pasmo. La partería tradicional en Colombia cubre muchas veces las deficiencias del sistema de salud en las zonas más remotas del país. Istmina, Colombia, 2017.
Wilson nació el 4 de abril de 2018 tras una larga noche. Es el primer hijo de Marcela. Pacha Pasmo, la partera más conocida de Istmina, atendió el parto en su nicho tradicional. Istmina, abril de 2018.
Durante años he estado documentando los movimientos de población a través del Mediterráneo. Desde 2015 hemos visto cómo las condiciones en las que se obliga a viajar a las personas que huyen de sus países por múltiples razones han ido empeorando. Nos hemos acostumbrado demasiado rápido a ver imágenes de embarcaciones precarias abarrotadas de personas. Esta imagen la hice a bordo del Dignity I, uno de los barcos de rescate que Médicos Sin Fronteras envió al Mediterráneo en 2015 para intentar no solo rescatar a las personas que arriesgaban su vida para alcanzar Europa, sino también para hacer visible lo que estaba ocurriendo en el mar.
A Fátima la conocí precisamente en el Dignity I de Médicos Sin Fronteras. Ese día los equipos de la oenegé habían encontrado una decena de embarcaciones a la deriva, y en una de ellas viajaba Fátima junto a un grupo de mujeres muy jóvenes procedentes de Eritrea y Somalia. Todas ellas descansaban y cantaban en la cubierta mientras yo intentaba hacer algunas imágenes. Fue entonces cuando se me acercó Fátima y me dijo que quería contarme su historia. Me dijo que había salido de Somalia sin decir nada a nadie. Su madre y su hermana seguían en Mogadiscio, la capital del país. Fátima me contaba que no había pagado nada para hacer la ruta, pero que era consciente de que al llegar a Italia tendría que “devolver” la deuda. Me decía que quería contar su historia porque muchas veces se presenta a las mujeres que migran como seres engañados sin capacidad de decisión. Ella era consciente de la mayoría de riesgos que le tocaba asumir, pero aun así había decidido huir de Somalia. Su sueño era reagrupar a su madre y a su hermana una vez instalada en Italia. Nunca supe si lo consiguió.
La historia de Sara Traoré es de aquellas historias que te marcan para siempre. A Sara la conocimos también en el Mediterráneo, esta vez trabajando en uno de los barcos de la oenegé Open Arms. Sara era una pequeña de Costa de Marfil que se había embarcado en una patera con su madre y su hermano mayor. Cuando la conocimos, era huérfana. A su madre la encontramos junto a otras 11 personas que murieron por las quemaduras que produce la mezcla de gasolina no refinada con el agua del mar. Su hermano había caído al mar durante la noche. La mirada de Sara nos interpela, nos pregunta a cada uno de nosotros: ¿Por qué permitimos que niñas como ellas queden huérfanas intentando encontrar una vida mejor?
En 2018, la conocida por el mundo occidental como Frontera Sur española —que es la Frontera Norte para la gente que quiere cruzarla—, se convirtió en el principal punto de entrada a Europa a través del mar Mediterráneo. Mi interpretación de lo que vi fue que el Gobierno español dejó que el sistema de acogida colapsara, lo cual hizo que se vieran escenas lamentables en lugares como el muelle de Algeciras, donde centenares de personas malvivieron hasta que las autoridades las reubicaron. Lamentablemente estas escenas se volvieron a repetir dos años después en las islas Canarias, en el muelle de Arguineguín. Durante ese verano de 2018 estuvimos documentando todo lo que pasaba en los muelles de los puertos andaluces, en las ciudades, en los centros de acogida donde nos permitían entrar. Pero vimos también cómo ese mismo año caló el discurso racista y antinmigración en España. Vimos cómo en mítines donde se hablaba de “inmigrantes ilegales” o “llegadas masivas” se describían imágenes que los fotógrafos habíamos utilizado para denunciar la situación. En aquel momento me di cuenta de que debía empezar a explorar nuevas narrativas para contar los movimientos de población. Esta imagen es un producto de esa reflexión. Es una de las fotografías del proyecto #Boza, en el que estuve inmersa hasta que estalló la pandemia. Hice un cortometraje con Séverine Sajous para mostrar los procesos migratorios a partir de las imágenes que los protagonistas toman a lo largo de sus rutas.
En marzo de 2020, cuando se decretó el estado de alarma en España, fuimos muchos los periodistas que intentamos documentar qué estaba ocurriendo en la primera línea, más allá de las calles vacías y la gente aplaudiendo en los balcones. Cuando finalmente nos dejaron entrar en los hospitales, pudimos documentar la dureza de la situación que se vivía en el interior. El personal sanitario no solo tenía que hacer frente a la carga extrema de trabajo, sino que vio por primera vez desde hace mucho tiempo que los pacientes estaban absolutamente aislados. Esta imagen que tomé en la uci del Hospital Germans Trias i Pujol —conocido como Can Ruti— muestra a dos enfermeras intentando animar a un paciente al que se le acaba de retirar la ventilación. La labor de todo el personal sanitario ha ido mucho más allá de la mera obligación médica.
La de Afganistán ha sido la última cobertura que he realizado hasta la fecha. Tras la llegada de los talibanes al poder, decidimos ir a documentar cuál era la situación. Nos quisimos centrar sobre todo en la situación de las personas refugiadas en el país vecino, Pakistán, y de las desplazadas en Kabul, la capital de Afganistán. La situación de todas las personas con las que nos encontramos era dramática; las desplazadas no tenían nada que comer y el cambio de régimen significaba el fin de sus sueños, el fin de un horizonte vital. En esta imagen, tomada desde la colina kabulí de Bibi Mahru, se ve a un grupo de talibanes, los únicos que tienen acceso a este punto de la ciudad, contemplando Kabul tras el rezo del atardecer. Simboliza bien quién toma ahora las decisiones en el Emirato Islámico de Afganistán.
En Afganistán quise fotografiar con especial atención a las mujeres bajo la sombra talibán, ya que a muchas de ellas, especialmente las que viven en la capital, la llegada de los talibanes les ha arrebatado el futuro. Los veinte años de presencia internacional en el país hicieron que algunas cosas cambiaran, pero no lo suficiente. Algunas mujeres se incorporaron a la escuela, a la universidad y al mercado laboral, pero las violaciones de sus derechos continuaron. Ahora se abre un nuevo escenario, aún más sombrío. Aún recuerdo lo que me dijo una de ellas, Setaysh, una joven que había huido de los talibanes en el norte de Afganistán y que, poco después de llegar a Kabul, se volvió a encontrar con ellos: “Los talibanes no son humanos. Quieren que las mujeres se queden en casa y hagan las tareas domésticas”. Ahora ya nadie habla de Afganistán, pero creo que es importante que sigamos mirando hacia allí.