Este es el prólogo de La democracia es un tranvía (Península), un libro de los periodistas Andrés Mourenza e Ilya U. Topper que se fija en la Turquía de Erdogan y en sus transformaciones recientes.
Cuando toma el micrófono se transforma. De pie, en la tribuna, ante decenas de miles, cientos de miles, quizás un millón de ciudadanos, Recep Tayyip Erdogan deja de ser un político —primer ministro, presidente— y se torna una estrella. No un cantante de rock ni un deportista celebrado: algo mucho más grande. Un líder. Un líder nacional. El futuro líder del islam.
Así se ve él, y así lo ven sus seguidores. Recep Tayyip Erdogan, un chico de barrio humilde que lo tenía todo en contra en la vida, pero que siempre ha tenido a Dios de su parte. Un joven que ha trabajado duro, contra viento y marea, contra el sistema, contra las élites de su país, contra los poderes fácticos y contra mil conspiraciones, para llegar a donde ha llegado: a liderar Turquía. A hacer Turquía grande de nuevo.
Y no solo Turquía. Erdogan agarra el micrófono. “Os saludo, los que tenéis los ojos fijos en Turquía, los que anheláis las noticias que llegan desde Turquía. ¡Os saludo, pueblos amigos, hermanos, en Bagdad, en Damasco, en Beirut, Amán y El Cairo, en Túnez, Sarajevo y Skopie, en Bakú y Nicosia!”.
Atruenan los altavoces. La megafonía repite machaconamente una marcha en su honor:
Él es el grito de los oprimidos,
él es la voz libre del mundo silenciado…
Él, que es lo que parece,
y cuyo poder emana de la nación:
Reeeeeeeecep Taaaaayyip Erdoooooğan.
La escena se repite, con mínimos cambios, año tras año: en los congresos del partido —Partido de la Justicia y el Desarrollo, más conocido por sus siglas AKP—, en los mítines electorales, en los discursos tras unos comicios ganados por goleada. Siempre gana por goleada. Desde que alcanzó el poder en 2002, no ha parado de ganar.
Pero al mismo tiempo se le advierte envejecido. Su larga figura se ha encorvado y su voz suena cansada. Los años no perdonan. Ni el poder. Ni los disgustos. Media Turquía lo odia. Lo odian los periodistas presos y los diputados expulsados del Parlamento. Los militares, jueces y policías destituidos de forma deshonrosa. Los viejos aliados defenestrados. Los desplazados por su guerra sin cuartel en el sudeste kurdo de Anatolia. Los funcionarios purgados. Los exiliados. Aquellos que, en palabras de Erdogan, son “izquierdistas, ateos, terroristas”. Lo odian profundamente.
Tienen motivo. Recep Tayyip Erdogan no es un presidente más en la historia de la República de Turquía, un Estado que cumplirá cien años de existencia en 2023. Es la persona que acumula más poder en sus manos desde los días del fundador, el padre de la patria, Mustafa Kemal Atatürk. Fue Atatürk quien certificó la defunción del Imperio otomano, extinguió la dinastía de los sultanes, abolió el califato, destituyó a muftíes y mulás, y relegó la religión a un ámbito secundario. Fue quien abrió la vía a las mujeres para ser pilotos, diputadas, ministras o juezas. Quien, sobre las ruinas del imperio, edificó un país laico con vocación de ser Europa.
Y es Recep Tayyip Erdogan quien tiene en sus manos cambiar el rumbo. No tanto para volver hacia atrás, pero sí para apartarse de la ruta pautada por Atatürk y crear una propia: una Turquía tecnológicamente moderna, poderosa, pero profundamente conservadora. Una Anatolia que, sin modificar sus fronteras políticas, quiere ser de nuevo el polo del mundo islámico, liderar la quinta parte del planeta.
Tras unos minutos de discurso hueco observando el teleprónter, sus seguidores comienzan a jalear a Erdogan: “¡Turquía está orgullosa de ti! ¡Mantente firme!”. Él levanta la vista. Es un animal político. A medida que entra en calor, va elevando el tono y, pese al cansancio evidente, deja el atril y pasea por el escenario. Ignora a sus compañeros, a los delegados del partido, al palco de autoridades. No es a ellos a quien habla. Erdogan fija la vista en el público. Habla al pueblo. Ahora comienza de verdad su discurso. “No nos hemos arrodillado nunca ante nadie y jamás nos arrodillaremos. Si alguien quiere desandar el camino, que lo haga. Yo seguiré adelante”. Ahí es donde se siente bien, en el papel de líder que se bate contra los elementos. Tienta al público, le toma la temperatura y se lo mete en el bolsillo: lo dirige como a una orquesta. Él se adapta al ambiente, y ellos, al discurso, como las melodías de una partitura. Engancha a sus seguidores, se los lleva, los hace estallar de júbilo. Ellos, en realidad, no lo escuchan. O no sus palabras, pero sí su tono, que transmite orgullo, confianza, poder. No han venido tanto a oírlo como a sentirlo.
Los seguidores de Erdogan agitan banderas, bufandas, pancartas con su nombre y su rostro. Corean cánticos como los de las tardes de liga. Son sus fans, sus peñas, sus barrabravas. Y, como en el fútbol, sus seguidores lo apoyan incondicionalmente, sin preguntarse por sus virajes ideológicos o por sus cambios de políticas.
Porque media Turquía lo adora. Sincera y fervientemente. Erdogan es uno de ellos. Es ellos. Se expresa con sus palabras y conoce sus preocupaciones. Su condición de hombre hecho a sí mismo, de triunfador, despierta una gran fascinación en una Turquía donde el obrero explotado y sin protección social sueña con abrir un colmado, y el pequeño comerciante aspira a dar con el negocio definitivo. Erdogan es el hombre que ellos desearían ser, la mano firme y generosa, el pater familias, el empresario que no se arredra ante la adversidad, el comandante heroico y temido, el líder de masas.
Ya es el político más exitoso de la república. Ha sumado tres legislaturas como primer ministro y está en la segunda como presidente. Lleva dieciséis años en el poder, y todo indica que serán, como mínimo, veintiuno cuando culmine su actual mandato. Si lo deja. Lo más seguro es que, con Dios de su parte, enlace otro periodo en el poder, y otro, hasta donde su vida alcance. Porque él es el único que puede hacerlo. Solo él puede modelar el país a su imagen y semejanza, tal y como hizo Atatürk, pero en sentido inverso.
Cualquiera en su lugar se habría retirado a disfrutar de los laureles, lo habría dejado en el momento en el que aún el mundo entero lo consideraba un ejemplo por su equilibrada combinación de islam y democracia. Cualquier otro político dedicaría su dorada jubilación a dar charlas bien pagadas, o a ver florecer su legado dando sabios consejos a sus discípulos desde el panteón de los ilustres.
Pero a Erdogan no le basta.
Quiere ser Turquía y quiere que Turquía sea él. Cueste lo que cueste: no importa la tierra quemada que deja a su paso. “La democracia es un tranvía: cuando llegas a tu parada, te bajas”, se cuenta que dijo a inicios de los noventa, cuando comenzaba a despuntar su carrera política. Quizás no lo dijo así, sino solo: “La democracia es un instrumento, no el objetivo”. Ambas frases se citan respecto a la misma anécdota, y ambas contienen el mismo mensaje. En todo caso, la parada en la que hay que bajarse hoy parece más cerca que nunca.
Este libro cuenta la historia de Erdogan: alguien que ha escalado hasta la cima, transformándose y transformando un país. Es una historia de poder, de pactos y traiciones, de golpes y contragolpes, de autoritarismo y represión. De política, al fin y al cabo. Pero este libro no es solo una biografía. Es también la historia de la Turquía que ha producido a Erdogan y que ha cambiado junto a él.