Atrapadas por su pasado, un grupo de mujeres occidentales que dejaron sus países para unirse a Estado Islámico esperan en un campo del noreste de Siria la oportunidad de poder regresar. ¿Qué hay detrás de sus historias? ¿Qué presente y futuro afrontan estas mujeres? La documentalista Alba Sotorra (Reus, 1980) recoge sus historias en el documental El retorno, la vida después del ISIS (2021), que este año ha sido nominado a los Premios Goya y los Premios Gaudí.
Sotorra dice rodar sus películas desde un lugar muy vivencial. “Para poder crear, comunicar y expresar todas las ideas, necesito antes haberme sumergido en primera persona en esa realidad que estoy filmando y haber creado lazos profundos con lo que sea que esté filmando. Haber compartido tiempo más allá de una entrevista. Necesito convivencia”. Esa manera de narrar teje el hilo que va construyendo su filmografía: de las mujeres afganas que protagonizan Miradas desveladas (2008) a las guerrilleras kurdas de Comandante Arian (2018) y la más reciente, El retorno: la vida después del ISIS (2021), que sigue la vida de mujeres que se unieron a Estado Islámico (EI, siglas en español; ISIS, siglas en inglés).
“Cuando me sumerjo en la realidad de la comandante Arian, una comandante kurda que está luchando contra EI, de una forma un poco inconsciente me meto en un mundo que deja un impacto muy profundo en mí”. Rememora Sotorra cómo vivió una guerra, la siria, que distaba del conflicto tradicional de maquinaria pesada y ejércitos profesionales. “La guerra que yo viví antes de que la coalición internacional estuviera tan involucrada era de cuerpo a cuerpo. Un grupo de mujeres con kaláshnikov [en referencia a las guerrilleras kurdas protagonistas de Comandante Arian] contra un grupo de tarados con kaláshnikov. No eran soldados que cobraban un sueldo para defender un Estado: luchaban a muerte, sin ningún problema para dar la vida por una idea muy grande. En el caso de mis guerrilleras, por la libertad y la emancipación de la mujer”.
Mientras rodaba Comandante Arian, entre 2015 y 2017, Sotorra fue testigo de la violencia y los combates intensos, pero también de la tensión de los momentos de espera en el frente, del miedo y de la pérdida. “Perdí a mucha gente que había conocido, a compañeras que fueron muriendo a lo largo de tres años de grabación y también a una amiga”. Para la documentalista, todo esto empezaba a generar muchas preguntas que necesitaban respuesta y que fueron el germen de su nuevo documental. ¿Cómo puede ser que tantos jóvenes alrededor del mundo se vean seducidos por este discurso de violencia? Y ellas, ¿cómo puede ser que tantas mujeres de tantos países —porque este era un fenómeno global— lo dejen todo para unirse a un grupo que tiene a la mujer en tan baja consideración y a la que dan un rol meramente reproductivo, sexual?
Inmersa en su documental de guerrilleras kurdas, Sotorra las veía como las débiles frente a un grupo, EI, mucho más fuerte y oscuro. “Yo no veía personas, ni siquiera enemigos porque no tenía su retórica”. Todo cambió a las puertas de Raqqa, cuando la coalición internacional se involucró y hubo un cambio de fuerzas que les permitió rodear la ciudad. “Allí ya se usaba armamento pesado, ya no era kaláshnikov contra kaláshnikov; y yo solo podía pensar que allí, dentro de la ciudad de Raqqa, había un montón de personas. Fue la primera vez que empecé a ver personas en vez de malos”. Hubo un punto de inflexión: “En un momento dado llegó una bandada de civiles afines a EI que estaban dentro de Raqqa. Iban cubiertos de polvo tras la caída de una bomba cercana y hubo una imagen que me impactó muchísimo: una mujer con un niño en brazos se acercó a nosotras, nos dejó el niño justo delante y vimos que estaba muerto”. La cineasta cuenta que fue la primera vez que lloró por quienes hasta entonces había visto como “los malos”.
Poco después de aquel episodio, Sotorra visitó un campo en el que se encontraban mujeres e hijos de EI. Una de ellas, iraquí, le sorprendió de manera particular por su fidelidad a la ideología del grupo, por su defensa de que si una mujer era castigada seguramente habría hecho algo para merecerlo. “Te hierve la sangre pero, escuchándola hablar de su familia perdida, su marido, sus hijos, entiendes un poco más su dolor. Ahí vi que había situaciones distintas: hay una diferencia entre una mujer iraquí a la que le ha tocado estar en ese bando, y una mujer occidental que voluntariamente lo decide”.
Cuando cayó Raqqa en manos de las fuerzas kurdas y de la coalición internacional, estos campos de detención empezaron a llenarse con cientos de mujeres y niños. Cuando cayó Baguz ya eran miles. Era marzo de 2019 y comenzaba el rodaje de El retorno: la vida después del ISIS. A través de cinco de sus escenas comentadas por la propia directora, nos sumergimos en la realidad de estas mujeres atrapadas en un limbo sin salida.
El fenómeno de EI es totalmente siglo XXI: redes sociales, juventud, propaganda. Por un lado, tiene que ver con la fuerza del algoritmo para polarizar opiniones y radicalizar. Entras en un discurso que es tan sólido que rechaza cualquier fisura. Yo preguntaba a Nawal, que es muy inteligente, si no veía en las noticias que EI estaba asesinando a periodistas o a mujeres yazidíes, y me juraba que lo veía y pensaba entonces que era propaganda occidental, que los medios mentían.
En parte tiene razón: si analizamos cómo los medios, por ejemplo en el Reino Unido, han cubierto las historias de estas mujeres, vemos que ha habido una parte que ha sido poco responsable o no se ha ajustado a la realidad. Una mirada siempre tiene un punto de vista, por muy objetiva que pretenda ser. Ese discurso de EI, por tanto, es irrebatible, tiene una respuesta para todo y está muy adaptado: el mensaje que veían quienes estaban en Europa hablaba de la libertad religiosa que podrían abrazar, pero para Indonesia o Malasia se orientaba al bienestar social que iban a tener. Han usado muy bien esa herramienta de segmentación.
Cada mujer es un caso diferente porque varía el carácter y también el grado de madurez. El caso de Kimberly, la mujer de esta escena, es muy especial porque es conversa. Ella era maronita, canadiense, y se convirtió al islam cuando se separó y encontró refugio en la comunidad musulmana de su barrio. También vivió un tiempo en Arabia Saudí.
Su familia me contaba que siempre ha sido una persona problemática a la que desde niña le costó mucho asumir la responsabilidad de sus actos. Su hermana me decía que en muchas ocasiones habían tenido que salvarla de sus propias situaciones, pero que esta vez había cruzado una línea en la que ya no podían hacer nada.
Kimberly se sentía sola y recibió bien este discurso de “ven que aquí vas a ser útil”. Ella, como les ocurre a otras muchas mujeres, siente que no ha hecho nada, que fue engañada cuando llegó pensando que iba a ayudar. Y yo la creo. Igual que le ocurría en Occidente, tuvo muchos problemas dentro de EI. Era la marginada, así que se siente víctima, no se siente parte de todo esto, y cree que el problema es el Estado canadiense, que tendría que permitirle volver a su país.
Esta escena pertenece a un taller realizado en el campo de al-Roj, en Siria. El ejercicio consistía en que las mujeres escribieran una carta a su yo de antes de incorporarse a Estado Islámico. Al principio, claro, mostraron cierta reticencia, pero cuando dieron el paso apareció un sentimiento común: vas a abrir una puerta que jamás podrás volver a cerrar. No hay marcha atrás, es un error.
El documental reflexiona mucho sobre las segundas oportunidades. Como mujeres, como seres humanos, cometemos errores constantemente. Nos equivocamos, tropezamos, nos volvemos a levantar. Pero hay errores que te cambian la vida para siempre. Muchas de estas mujeres eran muy jóvenes aunque Nawal, quien aparece en la escena leyendo la carta, no lo era tanto. Ella fue a Siria con sus hijos [para unirse a EI] y eso hace que se sienta todavía más culpable y responsable de haber tomado esta decisión tan equivocada. En su carta también dice: “Verás injusticias que nunca habrías imaginado, sentirás un dolor que jamás habrás sentido, querrás a gente y la vas a perder; y sobre lo más importante para ti, que es la familia: vas a estar sola y no sabrás hasta cuándo”.
Es un momento muy importante porque te hace ver que hay una madurez en la experiencia de esta mujer. Ya no es hablar de arrepentimiento, sino de una toma de responsabilidad: soy yo quien se tiene que volver a levantar y reconstruir desde ahí. Hay otras mujeres que no lo comparten, que sienten que no han hecho nada malo. Pero esa capacidad de volver a detectar al otro es mucho más complicada si no se da este diálogo que, en el documental, se produce además entre la mujer kurda que organiza el taller y la occidental que se ha unido a EI. Hay un dolor compartido, ambas han sufrido violencia, y ese reconocer que se equivocó creo que es muy sanador para ambas partes.
Es además un mensaje muy potente para ayudar a disuadir a otras chicas que podrían estar pensando en lo mismo, porque el extremismo violento no ha dejado de crecer. El racismo, la xenofobia, la discriminación y todo lo que sentó las bases para que ese extremismo pudiera aflorar continúa estando muy presente. Un mensaje como el de Nawal es importantísimo para ayudarnos a sanar las heridas, pero también para desincentivar nuevos reclutamientos y frenar la expansión de esta ideología.
Esta ceremonia del árbol que se ve en la escena [un grupo de mujeres planta un árbol para recordar a sus seres queridos fallecidos] es bonita, pero es más bonito aún que lo hagan juntas, recordando a las personas que cada una ha perdido en esta guerra. El abrazo de la mujer kurda con todas las otras mujeres me emociona cada vez que lo veo, porque es un abrazo contra la violencia, es dejar de lado todas las diferencias que tenemos a nivel ideológico o religioso. Es romper el círculo de la violencia que nos ha azotado y mirar adelante para construirnos desde otro lugar.
Cuando estrenamos la película hubo discursos de odio, nos atacaron en las redes sociales. Yo miraba los perfiles de esos haters y pensaba: “¿Pero tú sabes de qué van estas violencias, las has vivido? Si las conocieras, no te podrías permitir este discurso de odio”. Cuando eres víctima no te puedes permitir odiar. Necesitas dejar todo eso de lado para construir, porque sabes que la violencia no lleva a ningún lugar. Creo que es algo muy femenino y yo reivindico mucho el poder que tienen las mujeres de buscar soluciones creativas que vengan de otro lugar para la resolución de conflictos. Primero porque cuando a una mujer le toca ser víctima, realmente lo paga y es la primera interesada en que no vuelva a suceder. Y después por la inteligencia emocional y por esa capacidad de, con el paso del tiempo, fijarte más en las personas, en fortalecer lo que compartimos y dejar de lado las diferencias.
Cuando grabamos esta escena no teníamos ni idea de lo que los niños estaban diciendo. Nos parecía espeluznante verles jugar entre los hierros y queríamos que el documental mostrara lo urgente que es repatriar a las madres sobre todo por ellos, por estos niños que están en un entorno peligroso. Pero al traducir lo que decían, comprendí que era incluso más peligroso de lo que yo estaba viendo. ¿Qué han aprendido aquí y qué referentes tienen en el campo? El niño, en su juego, repite lo que oye decir a los adultos.
Tuvimos el debate de si mostrar esto generaría aún más rechazo a permitir que volvieran, pero creo que es todo lo contrario. Dejarlos seguir allí sí que es un problema para la seguridad, que es el foco que suele ponerse en estos debates sobre retornos. Es perpetuar la injusticia de tener a miles de niños allí. Si estas mujeres son o no inocentes lo tiene que decidir un juez. Tenerlas encerradas sin ese proceso va en contra de cualquier declaración de derechos humanos. Con los niños es una injusticia flagrante y perpetuarla alimenta el odio y el miedo, el propio discurso que usa EI. Y si a estos niños no les queda ningún Estado que los quiera en su territorio, solo les quedará un lugar al que acudir.