Lo que la guerra transforma

Una crónica desde Ucrania sobre el impacto de la guerra en la población civil

Lo que la guerra transforma
Iglesia afectada por los bombardeos rusos en las afueras de Kiev. Junto al edificio religioso, los restos de una vivienda y un coche calcinados. Patricia Simón

Este es un extracto del libro Lo que la guerra transforma, de Patricia Simón.

El primer impulso es el de asomarse a la ventana. En lugar de perderse, una vez más, en las vistas de la capital por las que eligieron este apartamento, hunde la nariz en el cristal para terminar de aceptar lo que lleva días rumiando con su marido: que tienen que abandonar su hogar.

Es 24 de febrero de 2022, las tropas rusas se adentran en suelo ucraniano y ellos concluyen que vivir junto a una base militar ha pasado de ser una ventaja por la ausencia de edificios altos en los alrededores a convertirlos, directamente, en un objetivo estratégico de los ataques del Kremlin. Y que permanecer en una octava planta, con todas las habitaciones con cristaleras orientadas al exterior, sería una decisión suicida. Aun así, Maryna Matvieieva, una publicista de treinta años, tapona, mecánicamente, el fregadero, el lavabo y la bañera, y abre los grifos para almacenar agua por si se corta el suministro. Su marido, el arquitecto Kirills Davido, mete a los dos gatos en los transportines, llena una maleta con unas pocas mudas para ambos, selecciona la documentación más importante —carnets, pasaportes, títulos académicos, contratos laborales— y le pregunta si se olvida de algo.

Cuando se declara una guerra hay que decidir, de inmediato, qué es lo importante. La elección se vivirá con la contundencia o la vacilación propias de toda resolución irrevocable y decisiva. A medida que el conflicto se alarga, habrá que volver a responder, una y otra vez, la pregunta, como quien destila la vida en busca de su esencia. Hasta descubrir que no queda más que la existencia misma, proteger la posibilidad de seguir siendo. Eso es la guerra.

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En la nevera de la cocina americana, varias decenas de imanes rememoran los viajes que Maryna, Kirills y sus amigos han realizado por Europa. Cuando cierran la puerta de la vivienda sin saber si al día siguiente seguirá en pie, en la estantería del dormitorio queda un casco militar con la palabra “Maidán” pintada en blanco y varios libros de fotografías de las protestas en las que ambos participaron en 2013 y 2014. Se les ilumina el rostro cuando subrayan que fueron ellos quienes derrocaron con sus gritos y su perseverancia al entonces presidente, Víktor Yanukóvich. El multimillonario, apoyado por grandes oligarcas del país, había suspendido en el último momento la firma de un acuerdo de asociación y libre comercio con la Unión Europea. Miles de jóvenes como Maryna y Kirills se instalaron en la plaza de la Independencia de la capital. Querían ser ciudadanos de la Unión Europea, disfrutar de la modernidad que, pensaban, traería su inclusión en el bloque occidental, beneficiarse del crecimiento económico que han vivido los nuevos estados miembros de la Unión, dar la espalda a Rusia y, de paso, el portazo definitivo a su pasado soviético. Junto a ellos, también se instalaron miembros de la oposición política y de grupos de extrema derecha y neonazis. Apenas dos semanas después de la rebelión popular, el 17 de diciembre, Vladímir Putin anunciaba el levantamiento de las barreras aduaneras con Ucrania, un abaratamiento del precio del gas y la concesión de un préstamo “no condicionado” de 11.000 millones de euros.

El pulso entre los manifestantes y el Gobierno se agudizó hasta que el mes de febrero se convirtió en el más sangriento para Ucrania en sus más de veinte años de independencia: oficialmente, noventa personas asesinadas, cientos de desaparecidos y miles de heridos graves por las balas de los francotiradores y de las granadas de aturdimiento de las fuerzas antidisturbios. Pero la ciudadanía no abandonó la plaza, el Parlamento destituyó a Yanukóvich, el presidente depuesto huyó y Putin comenzó la anexión rusa de Crimea y la guerra en el Donbás.

Y entonces Bruselas volvió a estar lejos y en Kiev se restableció la paz, mientras los muertos se acumulaban en el Donbás y los jóvenes manifestantes capitalinos retomaban sus vidas, para las que, además del pan, querían las rosas. Así fueron entrando en la madurez, llenando los salones de sus casas con esos objetos con los que vamos atesorando los recuerdos de lo vivido y que no queremos olvidar. Como esa fotografía, que también se quedará atrás en la huida, de Alexis abrazado por su madre, profesora en un instituto de la capital hasta que los sonidos de los bombardeos se volvieron demasiado cercanos y decidió refugiarse en Lviv, ciudad fronteriza con Polonia. Precisamente a su casa se trasladan Maryna y Kirills: un bajo lejos del centro, exactamente lo opuesto de lo que siempre habían soñado.

La guerra es el abrupto estrechamiento del abanico de opciones hasta que, en la mayoría de las ocasiones, solo queda la esperanza de que alguna garantice la supervivencia. En su caso, un día después de la apresurada mudanza y a cien metros del dormitorio en el que duermen, caen las dos primeras bombas que golpean la capital, en la torre de telecomunicaciones de Kiev. “Ahí me di cuenta de que no había ningún sitio seguro en Ucrania y de que no me iba a marchar a ningún otro lugar”, me dice Maryna, con una dureza que no atisbé en los primeros encuentros y que se fue haciendo cada vez más habitual entre los ucranianos.

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Cuando se declara una guerra nos asaltan unos conocimientos que parecieran haber estado siempre ahí, esperando no tener que aflorar nunca. Un resorte atávico de ideas que afilan los sentidos, la mirada y la musculatura de quienes siempre han vivido en paz hasta que un día se despiertan y empiezan a despedirse de todo porque ya nada es para siempre. Todo, de repente, al borde del precipicio: el trabajo, la casa, los amores, la vida.

Es entonces cuando se hace carne este poema de Wisława Szymborska:

Todo:

palabra impertinente y henchida de orgullo.

Habría que escribirla entre comillas.

Aparenta que nada se le escapa,

que reúne, abraza, recoge y tiene.

Y en lugar de eso,

no es más que un jirón de caos.

En Kiev, los primeros días de la invasión rusa transcurren envueltos en una gruesa pátina de irrealidad. El bronco crujir de los bombardeos en la periferia, a unos veinte kilómetros del centro, sumen a la capital ucraniana en la pegajosa sensación de una perpetua tormenta de verano. Las mañanas siguen amaneciendo cubiertas de crujientes nevadas y la mayoría de los periodistas andamos roncos de tanto preguntar por lo inexplicable a la intemperie. Cuesta creer que el fuego de los bombardeos, que todo un país en llamas, no temple el cielo ni las almas de quienes los ordenan.

Los bulbos siguen alzando sus brotes sobre la tierra escarchada en las jardineras de la plaza Maidán, mientras quienes nos dedicamos a intentar explicar de manera sencilla lo complejo nos preguntamos cómo es posible que nadie pueda evitar lo que parece irremediable en este momento: que todos esos edificios señoriales, rotundos y de belleza insolente que nos rodean en el centro de la capital puedan terminar convertidos en toneladas de escombros en cualquier momento. Y, sobre todo, que la precipitación de esos cascotes convierta en jirones de carne y sangre tantas vidas que nos interpelan, con sus miradas alucinadas y rictus aterrados, durante las entrevistas. Puede parecer obsceno preguntarse si esos tallos verde oscuro terminarán alumbrando tulipanes de tonos vibrantes, y, sin embargo, es tan inevitable buscar en ellos la promesa de un futuro como elucubrar sobre el significado, en ese contexto, de la palabra “primavera”.

Porque en estos días de marzo, cuando más de tres millones de mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas abandonan Ucrania, en la capital se reciben las imágenes de los bombardeos en sus inmediaciones, en las ciudades de Irpín y Bucha, y en otras más alejadas, como Chernihiv, Járkov o Mariupol, como una pormenorizada advertencia en tiempo real de lo que se avecina. Pocas emociones hay más paralizantes que el miedo. Quizá una de ellas sea la antelación del miedo.

En contadas ocasiones los periodistas internacionales podemos llegar al escenario bélico antes de que comiencen las detonaciones, las morgues atestadas, los gritos desgarrados de las madres desventradas en vida, los padres enmudecidos por la mayor de las impotencias. Pero en Kiev podemos ser testigos de cómo esas imágenes, en vídeo y en fotografía, endurecen a sus habitantes y les sumen en un silencio cada vez más esquivo que, cuando se consigue atravesar, encierra tanto terror como pena. Y odio.

Asistimos al proceso más embrutecedor e irreversible: cómo la amenaza del exterminio nos convierte a todos en combatientes. Mucho antes de coger un arma. Mucho antes de descubrir, incluso, que de estar en peligro nuestros seres queridos sería la única pertenencia con la que querríamos contar. Nadie quiere cargar con ningún recuerdo de una vida pasada cuando no hay futuro ni esperanza.

“Los odio. Odio a los rusos. No solo a Putin. Los que están viniendo a matarnos no son Putin. Quienes están bombardeando, quemando las casas, disparando contra civiles, violando a mujeres y obligándonos a perder nuestras vidas no son Putin. Y el 70 por ciento de los rusos que, según las encuestas, apoyan su decisión de declararnos la guerra no son Putin. Los odio y solo les deseo lo que nos está ocurriendo a nosotros”, me explica Kirills con una frialdad cortante. Sentada a su lado, hundida en el asiento del copiloto, Maryna se arrebuja, taciturna, en su plumífero negro. Al contrario que el día anterior, esta mañana permanece callada y con pocas ganas de dejarse llevar por el humor negro con el que intentaban, hasta ahora, conjurar los malos presagios.

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Hay que encontrar un cajero automático que funcione y para ello atravesamos barrios enteros y más de una treintena de checkpoints. En esta primera semana de invasión, los puestos de control se van sofisticando día tras día, con los materiales que llegan desde lugares cuya existencia ignoramos en tiempos de paz y que se vuelven imprescindibles cuando todo se derrumba. Al principio, las barreras se alzan directamente con montañas de tierra, sacos terreros, camiones atravesados. Poco a poco, van añadiendo bloques de hormigón y erizos checos para frenar el avance de los tanques rusos. Hombres de paisano tiran cables e instalan focos, mientras otros colocan banderas con mensajes para los invasores. “No pasarán” es uno de los más fotografiados por los periodistas, lo que deriva en que también sea uno de los más replicados. Según sus propias palabras, Vladímir Putin bombardea y sitia ciudades y masacra a sus poblaciones para defenderlas de los nazis que controlan Ucrania. Y Volodímir Zelenski, que en los meses previos a la invasión había emprendido una peligrosa concentración de poder —sobre la que habían alertado, incluso, los medios internacionales más conservadores—, repite, incansablemente, que implicarse en la defensa armada de Ucrania es la única forma de posicionarse del lado de la democracia. Mantenerse fuera de esos marcos narrativos en los dos países a los que representan significa convertirse en un sospechoso, cuando no, directamente, en un traidor.

En la guerra no hay espacio para matices, y mucho menos para debates dialécticos. El ejercicio de la reflexión es lo diametralmente opuesto al estado de alerta intrínseco a la búsqueda de la supervivencia. Por eso, la salida a cualquier conflicto ha de venir allanada y mediada por los países aliados: son estos los que reúnen las condiciones de estabilidad y paz necesarias para moverse en el campo de las ideas, para sentar las bases para un diálogo que, con fortuna, pueda desembocar en una negociación de paz. Sin embargo, aunque las experiencias de conflictos previos nos demuestran que la mayoría solo se resuelven mediante cesiones por ambas partes, para alcanzar esa conclusión se suele volver a necesitar pasar por todas las etapas previas: devastación, aniquilación, violaciones, ruina, hambre. Hasta que, una vez más, se llega al enquistamiento de la guerra, el agotamiento de las partes, el hastío de las audiencias, la excepcionalidad convertida en otro aniversario más: el del inicio de la guerra de Siria, de la ocupación israelí de los Territorios Palestinos, del conflicto de Yemen, de Etiopía, de Birmania. Pero la guerra de Ucrania influye en el precio de los combustibles, de los alimentos, en la economía mundial; evidencia la fragilidad de la Unión Europea en términos de soberanía alimentaria, energética y securitaria, y ha demostrado la inutilidad de los organismos supranacionales sufragados con presupuestos públicos multimillonarios para garantizar la estabilidad y la gobernanza globales. Nadie piensa ya en las Naciones Unidas, ni en su Asamblea General ni en el Consejo de Seguridad. La guerra de Ucrania nos ha recordado que ante la determinación homicida de un sátrapa con un ejército estamos tan indefensos como cuando los nazis, como cuando el “No pasarán”, solo que con centrales y bombas nucleares, y con sociedades polarizadas informándose en bucle del éxodo de refugiados y al minuto de la última masacre. No es de extrañar, por tanto, que fuera de Ucrania el matiz, la contención, el reconocimiento de la complejidad también sean percibidos como sospechosos, y que tanto los representantes de Estados Unidos como la mayoría de los países de la Unión Europea hayan confundido apoyar al país agredido con una alineación total y acrítica con sus postulados; incluidos sus altos diplomáticos, que apenas horas después de que comenzase la invasión dieron por sentada la inutilidad de su papel como mediadores, se dedicaron a repartir descalificaciones contra Putin y su entorno y, poco después, cambiaron el traje de chaqueta y la corbata por la chamarreta de inspiración militar para visitar en Kiev a Zelenski y mostrarle públicamente su apoyo incondicional. Así que es lógico que, en esos días en la capital, interpretemos las noticias de las negociaciones entre Rusia y Ucrania que nos llegan como lo que son: una pantomima en la que nadie cree y de la que nada se puede esperar.

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La llegada de la ofensiva a Kiev parece inminente, por lo que la tensión en sus calles es máxima. Muchos de los policías, militares y voluntarios encargados de controlar el tránsito en los checkpoints es la primera vez que se enfrentan a la posibilidad real de tener que emplear un arma. Su gran obsesión son los llamados “saboteadores”, rusos o ucranianos prorrusos que, según la versión oficial, consiguen infiltrarse en la capital, enviar información sobre sus posiciones o atacar en pequeños comandos. La televisión habla continuamente de ellos y los presentadores animan a los televidentes a abrir los ojos y, ante cualquier pequeño indicio, informar a las autoridades de la existencia de un sospechoso.

El miedo es el mecanismo más eficaz para el control social: nos vuelve obedientes ante quien está a cargo de nuestra protección, desconfiados hacia el resto, individualistas y proteccionistas solo con nuestro círculo de afectos más estrechos, paranoicos porque cualquiera podría ser el enemigo y, en consecuencia, frágiles y quebradizos psicológica y emocionalmente. Esa crispación, que algunos partidos políticos están alentando irresponsablemente en países en paz, es incendiaria en un territorio en guerra. Un miembro de una Unidad de Defensa Territorial —los grupos de civiles dedicados a apoyar al ejército— que te pide en un puesto de control el pasaporte y el permiso necesario para trabajar como periodista mientras mantiene el dedo en el gatillo de un AK-47 con el seguro desactivado, es pura dinamita. Un mal gesto, una actitud dubitativa que pueda ser interpretada como sospechosa, y todo puede desembocar en interrogatorios interminables o en una tragedia. Así es como Kiev se va llenando de coches calcinados. Cuando preguntas a cualquiera por lo ocurrido, la respuesta siempre es la misma: “Saboteadores”. Pero lo único que realmente saben es que sus ocupantes fueron tiroteados tras saltarse un checkpoint. Lo mismo responde la mayoría si oímos tiroteos cerca.
Cuando lo que está en juego es tu vida y la de tu entorno no existen el tiempo ni la serenidad necesarios para la reflexión, los grises, para pensar. Es solo un percutor enloquecedor en las sienes que, como me explica Dmitry Mosin, propietario de un teatro en Járkov, no te deja concentrarte en nada más. Solo atender las preguntas de “¿qué pasará?”, “¿sobreviviremos?”, “¿cómo proteger a mis seres queridos?” que se repiten sin cesar, incluso en sueños, cuando se consigue dormitar.

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Por fin, Maryna y Kirills encuentran un cajero operativo. Entre la veintena de personas que hacen cola hay quienes quieren sacar sus ahorros y quienes quieren ingresarlos. Las primeras temen que, con la llegada de las tropas rusas, los bancos, que llevan con sus puertas cerradas desde el inicio de la invasión, dejen de operar y ellas lo pierdan todo. Además, en el caso de emprender el exilio, tendrán que pagar en efectivo a quienes se han convertido en intrépidos conductores a cambio de sustanciosas cantidades. Otras, como la pareja a la que acompaño, temen que con la toma de la capital lleguen los saqueos. Prefieren, por ello, poner a salvo su dinero en la nube digital a la que ha quedado reducida la banca. Nadie está seguro de estar eligiendo la mejor opción. A nadie le preocupa ya. Cuando es la primera vez para tantas decisiones, el consumo diario de energía es descomunal. Hay que empezar de cero todas las mañanas. Sin certezas ni asideros en los que descansar los siguientes pasos. Así que solo queda seguir la máxima de reducir los riesgos. Y confiar en la suerte, la fe última de quienes viven rodeados por la muerte.

Para encontrar una máquina que se trague sus billetes, hemos atravesado una ciudad desértica en la que hasta unos días atrás vivían tres millones y medio de habitantes. Kiev se ha deshabitado a la vez que mutaba en un campo de batalla. La urbe, el mayor proyecto aspiracional de convivencia diversa y plural del que ha sido capaz el ser humano, da así por derrotada su razón de ser para convertirse en trinchera, torreta, adarve, bastión. La sucesión de avenidas y calles vacías resucitan, puntualmente, por los regueros de personas que permanecen en pie ante algunas fachadas. Si marcáramos en un callejero sus ubicaciones obtendríamos una cartografía de lo imprescindible. Quienes han decidido quedarse en Kiev y quienes no tienen otra alternativa que hacerlo se preparan para un asedio largo y lo hacen esperando, pacientemente, en largas colas para el acopio.

Colas para conseguir medicinas, sobre todo para las personas ancianas que, mayoritariamente, han optado por quedarse. “¿Adónde vamos a ir a nuestra edad?”, “¿Cómo vamos a emprender un viaje tan largo en nuestras condiciones?”, “¿De verdad me ves a mí viviendo con otras personas en un apartamento en un país extranjero?”, “¿Alguien cree que a estas alturas vamos a ser capaces de aprender otro idioma?”, son las preguntas con las que muchos de los entrevistados más longevos responden a las de los periodistas.

Colas ante las oficinas de Correos para recibir y enviar dinero, medicinas y otros artículos de primera necesidad a quienes y de quienes están en zonas más aisladas o mejor conectadas; el endiablado intercambio de provisiones entre familiares y amistades que puede salvar de la muerte en mitad de la guerra. Colas para llenar el tanque del coche con gasolina por si se corta el suministro o por si hay que emprender la huida de inmediato, así como las garrafas que tintinean en los maleteros de la mayoría de los automóviles; hay que tener siempre una reserva, también por si la única forma de obtener electricidad termina siendo con generadores. Colas para comprar verduras en un puesto de la calle o trigo sarraceno en las pocas tiendas en las que queda, después de que este alimento primordial en la dieta ucraniana comience a escasear. Colas para subirse a los autobuses que llevan a la estación donde coger un tren a Lviv, donde hace escala la mayor parte del exilio. Colas disciplinadas, quedas, enjutas, azoradas; tentáculos de un animal acorralado que se defiende de las bombas del siglo xxi escondiéndose en estaciones de metro y sótanos herrumbrosos de mediados del xx.

La guerra agrieta el tiempo, abre una sima cada vez más infranqueable entre una era atávica que resucita toda devastación y un presente cada vez menos contemporáneo y más embrutecedor. Pero la guerra es, sobre todo, el atropello huracanado de las preguntas sin respuesta: para qué atacar edificios en los que solo permanecen ancianos y ancianas desarmados, con qué finalidad arrasar ciudades y pueblos a los que se pretende anexionar, quién violaría a las mujeres y niñas a las que se les quiere imponer la nacionalidad de los atacantes. En definitiva, qué busca realmente quien, masacre tras masacre, convierte a todo un pueblo en la más decidida de las resistencias.

Son preguntas que nos han asediado a lo largo de la historia de la humanidad porque buscamos en la razón que opera en tiempos de paz argumentos para entender la guerra, sin querer aceptar que su lógica, precisamente, es la de quebrar el entendimiento, la capacidad no solo de encontrar respuestas, sino, lo más importante, de poder seguir haciéndonos preguntas. Es decir, pulverizar la posibilidad de identificar la humanidad en aquel que no se adscriba, sin fisuras, a nuestro bando. Y como hemos constatado, una y otra vez, durante la última década, la política del Kremlin alienta el desconcierto y la desconfianza de las sociedades occidentales en los sistemas democráticos mediante sus medios públicos de propaganda y desinformación, así como interviniendo en procesos como el Brexit o las elecciones presidenciales de Estados Unidos para favorecer las opciones populistas, autoritarias, nacionalistas y ultraderechistas; las encargadas de secuestrar las democracias a través de las urnas.

El autoritarismo galopa triunfal cuando consigue que no creamos en nada, ni en los hechos, ni en el futuro ni en nuestra capacidad para orientar el devenir de nuestras vidas. Por eso, no es posible preservar las democracias si su ciudadanía no tiene razones para conservar la esperanza. Y por eso es fundamental que sus sistemas educativos eduquen no solo para cuidar la paz y entender su fragilidad, sino también para terminar de asimilar, de una vez por todas, que las guerras son, por definición, hambre, tortura, violencia sexual, fosas comunes, desaparecidos, exterminio. Porque nada de lo acontecido en la invasión de Ucrania era imprevisible ni sorprendente. Todo lo contrario. Es exactamente lo que sucede siempre después de que se dispare la primera bala entre dos ejércitos. Y de que nadie consiga frenarlos a tiempo. Y, sin embargo, una vez más, la clase dirigente internacional lo volvió a analizar como quien asiste a un fenómeno natural, tan imprevisible como inevitable. La oratoria de quienes hacen la guerra es la del cinismo y la necedad. Y no es ningún arte. El arte es lo opuesto a la guerra.

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La madre y la hija encienden sus respectivos cigarrillos antes siquiera de recuperar el aliento. Acaban de cruzar los restos del puente que comunicaba la ciudad de Irpín con Kiev, bombardeado por las tropas rusas cuando cientos de familias intentaban huir a pie. Mujeres, hombres, niños, niñas y personas ancianas trepando por los bloques de hormigón, cargados con maletas con ruedas, transportines para sus mascotas, carritos de bebé, apoyados en bastones, en los hombros de sus seres queridos, en la mano de sus nietos, hasta llegar al otro lado del río, bajo control ucraniano. Entre ellos, Oksana Jajiuk, su madre y su gato. Llevaban una semana torturadas por el pensamiento de que, en los siguientes segundos, podrían estar muertas. Encerradas en el sótano de su edificio, apenas salieron tres o cuatro veces para buscar comida y agua en su apartamento. Lo hacían cuando las bombas dejaban de precipitarse sobre sus cabezas y ellas podían dejar de percibir los muros de hormigón que las protegían como una bomba de relojería de cascotes. Aún no se explican cómo siguen vivas. Miran alrededor como si viesen por primera vez la superficie tras meses atrapadas en una madriguera. Como si hubieran alcanzado una cima tras semanas de escalada con cada vez menos oxígeno para conservar la cordura. Solo quieren saber dónde coger un autobús que las lleve lo más lejos posible de Ucrania. No saben de qué vivirán, ni dónde, ni en qué condiciones.

La hija, una ingeniera de telecomunicaciones de treinta y cuatro años, imposta una entereza que parece evaporarse por sus dedos humeantes. La madre se mantiene a su lado, silente y resguardada tras las palabras de la hija, convertida en puerto y barcaza a la vez. Ellas, solas en el mundo, unidas por el cordón umbilical de la lealtad a la familia, institución que emerge en cualquier conflicto como unidad última e irreductible. De nuevo, relegados a un segundo lugar, los afectos elegidos, las amistades y los conocidos. La guerra restablece el orden reaccionario que las leyes democráticas intentan atenuar; y ojalá, algún día, desterrar. Y una especie de derecho tribal vuelve a regir la vida social con mandatos como “Primero, los míos”, “El fin justifica los medios” o “Las mujeres y los niños primero”.

Durante las primeras semanas de la invasión rusa, las cadenas de televisión internacionales reproducen en bucle la llegada a las fronteras de Polonia y Hungría de decenas de miles de familias encabezadas por mujeres. El Gobierno de Zelenski ha prohibido, mediante la ley marcial, la salida del país de los hombres de entre dieciocho y sesenta años. En cambio, las mujeres de todas las edades pueden exiliarse junto con los menores y los mayores de esa edad. Hemos vuelto, de un plumazo, al más retrógrado mandato de los roles de género: los hombres guerreros y las mujeres cuidadoras y reproductoras. Muchos medios de comunicación lo narran acríticamente. En pleno 2022, se asume como algo lógico y natural obligar a los hombres a permanecer en un lugar donde sus vidas están en riesgo por si se les requiere para defenderlo mediante las armas y que las mujeres se pongan a salvo para cuidar de las personas dependientes y poder seguir pariendo y criando hijos e hijas para la guerra.

Pero el orden patriarcal, al contrario de lo que sostienen sus defensores, no es un reflejo de la realidad. Millones de mujeres, pudiendo huir, han decidido quedarse en Ucrania para apoyar en lo que puedan a su ejército y a la población civil. Y decenas de miles de hombres se han convertido, forzados por las circunstancias, en los cuidadores de sus padres, madres y suegros tras el éxodo de sus compañeras. Gracias a unas y a otros ha sido posible la subsistencia de los millones de personas ancianas y con movilidad reducida que se han quedado en el país por decisión propia, porque no tienen forma de escapar de las zonas controladas por el ejército ruso, porque no reúnen las condiciones físicas o psicológicas necesarias para viajar durante días hacinadas en trenes o para pagarse una peligrosa huida en coche.

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La Historia no es, como quisieran hacerlo creer los manuales escolares, una serie discontinua de fechas, tratados y batallas espectaculares y deslumbrantes […]. Si soportar la Historia (no resignarse ante ella: soportarla) es hacerla, entonces la desteñida existencia de una anciana es la Historia misma, la materia de la que está hecha la Historia… a condición de que la comprendamos.

Claude Simon: La hierba

“Cuando oigo los bombardeos me meto debajo de la mesa y lloro como cuando era una niña durante la Segunda Guerra Mundial”. Eliudgarda Miroshnychenko lleva un mes encerrada en su apartamento del centro de Kiev. El tiempo transcurrido desde que comenzó la invasión. Apenas ha salido un par de veces a comprar alimentos a la tierra del barrio. A sus ochenta y cinco años tiene problemas de corazón y un miedo atroz a que le pase algo y sus hijas tarden demasiado en darse cuenta. Viven en Barcelona, habla con ellas a cada rato, pero Eliudgarda, que fue la mayor parte de su vida ciudadana de la Unión Soviética, que trabajó como ingeniera jefa en una planta siderúrgica y que lleva décadas lidiando con la viudez y el nido vacío, no se quiere morir sola en Kiev. Sus vecinos se han ido marchando al alba, justo después de que se levante el toque de queda, sin despedirse de ella ni haberle ofrecido acompañarla. “Les habría dicho que no porque no quiero ser una carga para nadie. Pero me duele que no me lo hayan propuesto”, explica con voz queda y un tono aséptico. Su cuerpo y su palabra son la representación misma del desamparo. Delgada y con el rostro oculto por unas grandes gafas de sol que la protegen de la fotosensibilidad, Eliudgarda parece un pajarillo esperando poder alzar el vuelo sobre un alambre de espinos. Tiene una maleta roja pequeña preparada desde hace semanas en su dormitorio. En su interior, apenas una muda y su documentación. Al lado, su bolso, con dinero en efectivo y medicinas. Lo único que esta mujer desea, día y noche, es escapar de esta ratonera, reunirse con sus hijas, recuperar esa sensación tan poco valorada de, sencillamente, sentirse a salvo. No sabe qué le da más miedo, si las sirenas antiaéreas, el crepitar de los bombardeos o su soledad. La guerra es matar de miedo a una anciana en sus últimos días y presentarlo ante los escribanos de la historia como un acto de heroicidad.

Las paredes de un hogar que está a punto de ser abandonado parecen gritar contra el olvido como las pinturas rupestres de una cueva. Los marcos de fotos de Eliudgarda engarzan eslabones de la historia de los siglos xix, xx y xxi. Su abuela, una niña de ojos asombrados y rostro redondo, nos contempla desde su Estonia natal. Su difunto marido mira incómodo hacia el objetivo desde una recién fundada Unión Soviética. Sus nietos, críos rubios ceniza con la piel dorada por el sol del Mediterráneo, desde sus hogares en España. Un linaje en traslación, como las fronteras, las patrias, las nacionalidades. “No me puedo creer que Rusia nos esté haciendo esto. Pero si fuimos lo mismo hasta hace unos años. Cuando viajábamos a Moscú o a Leningrado, nadie hacía distinciones. Trabajábamos todos juntos, éramos como hermanos. Y ahora nos quieren matar. No lo entiendo”, dice sentada en un sillón orejero, de espaldas a la cristalera de su balcón. Calla. Mira a la orquídea que descansa sobre una mesita colocada a su izquierda. Una docena de flores blancas exhiben indolentes su fulgor. Alrededor, los edificios, el cielo, la calle, la estancia, todo tiene el tono mortecino de cuando los niños mezclan sus plastilinas. Un aspecto aparentemente igual de irreversible que el de la amalgama marrón. Es como si la ciudad hubiese mutado en un estado de ánimo. Un estado de ánimo tétrico y rumiante. “Llévate la orquídea. Yo no puedo llevármela. Se va a morir si no”, dice sin mirarme Eliudgarda. Y las dos sabemos que podría estar hablando de ella misma.

Apenas unas horas después, esa misma noche, la anciana decide que sí tiene fuerzas para subirse a un tren, llegar a Lviv, cambiarse de andén y coger otro hasta la frontera polaca; allí, volver a preguntar, a subir y bajar escaleras, sentarse en un nuevo vagón, contemplar cómo entra en Cracovia. En la estación la esperará una conocida de la familia, la llevará al aeropuerto, volará hasta Barcelona, abrazará a sus hijas y a sus nietos en la zona de llegadas, desempacará la maleta roja, se asustará ante ese cansancio ancestral que la ha asaltado de repente, se preguntará si sigue viva de verdad.

La guerra evidencia lo más obvio y menospreciado: que para nuestra supervivencia, y a lo largo de diferentes etapas de nuestras vidas, dependemos de los cuidados de otros seres humanos y de lo que nos provee el medio natural. Eliudgarda no habría sobrevivido sin el apoyo de la vecina que, como cientos de mujeres en todo el país, llevan víveres y medicamentos a quienes no pueden ir a buscarlos por sí mismos. Y tampoco lo habría podido hacer si otras manos no siguieran cultivando la tierra, transportando sus frutos, vendiéndolos y repartiéndolos por todo el país. De hecho, las estanterías de los supermercados son el mejor baremo para constatar cómo la economía de guerra reduce a calorías y nutrientes el contenido de las cestas de la compra de la mayoría de la población.

Lo primero que empieza a acumularse en las estanterías de las tiendas de Kiev son los embutidos de importación como el jamón ibérico y las conservas de lujo como el caviar. La mayoría de quienes tienen recursos para seguir consumiéndolos despreocupadamente abandonaron el país antes de que los tambores de guerra se convirtiesen en morteros y misiles. Sin embargo, al final del día, suelen escasear las patatas, las cebollas y la carne de ternera más baratas. La mayoría de los clientes compran sin saber si al día siguiente podrán salir de sus casas, por lo que priorizan las conservas, las legumbres y los productos frescos más duraderos y baratos. También los huevos, por si en algún momento dejan de comercializarse. La guerra es la incorporación automática del “por si” a cada nuevo paso, la tortura de la antelación de la fatalidad. Prepararse para lo peor es vivirlo, al menos, una vez en la imaginación.

Y, pese a todo, cada sociedad preserva, mientras puede, pequeños placeres como muros de contención de una vida que ya fue y a la que se sueña retornar. Los estantes de los supermercados se siguen vaciando, a diario, de galletas, dulces y chocolates. No así los ramos de flores y las plantas decorativas, que se marchitan en las vitrinas.

Quienes sí florecieron a su manera fueron muchas mujeres que para sus escasas salidas decidieron ponerse sus mejores galas. “No voy a darles el gusto de que me venzan. Ahora me arreglo y me maquillo más que antes. Y mírame, aquí estoy, esperando para recoger unos taconazos que pedí por internet antes de que comenzase la guerra”, comenta, ante una oficina de Correos, Natalia Nesterenko, una consultora de cuarenta años.

La mujer de pelo corto rubio e indumentaria negra de corte minimalista despliega su sonrisa como quien tiende puentes a sus propios miedos para desactivarlos. Mientras espera que llegue su turno me explica que uno de sus dos hijos sufre ataques de pánico, por lo que se han quedado en el país. Teme el impacto que podría tener sobre su salud mental vivir a diario en el imprevisto, en el exilio. “Alguien tendrá que reconstruir el país después de que lo destruyan”, añade, de nuevo, con su sonrisa-escudo, antes de concluir: “Pues yo estaré aquí, la primera en la cola, porque no me habré ido”. Y recordé otro verso de Szymborska: “Después de cada guerra / alguien tiene que limpiar”, y de cómo lo continuó la compositora María Rodés: “… para que puedan pasar / todos esos cuerpos que no despertarán”. La guerra es el fracaso de la inteligencia, de que el saber no baste para frenar la calamidad.

Tres semanas después, cuando la entrada de las tropas rusas en la ciudad parece inminente, Natalia me escribe un mensaje para decirme que no puede soportar seguir viviendo en un perpetuo estado de terror, que ya no se siente capaz de actuar como un muro de protección para sus hijos, que se marchan a Lituania, donde tiene conocidos, y que si sé de alguien que la pueda ayudar a conseguir el dinero necesario para afrontar el viaje. Nadie sabe cómo va a reaccionar en una guerra. Y que nadie se atreva a juzgar las contradicciones y titubeos de quienes tienen que lidiar con ella. Si en contextos de paz y de estabilidad se suele escuchar con atención —e, incluso, otorgándoles un plus de legitimidad— a quienes empiezan sus justificaciones en defensa del pan de sus hijos, que nadie cuestione a quienes, atrapados en ese laberinto, van cambiando, a cada callejón sin salida, de decisión. En nombre del pan de los hijos e hijas se han cometido algunas de las peores atrocidades de la historia. Y el verdadero arte de la guerra, para quienes la sufren y para quienes la hacen —a menudo, sin saber muy bien la razón—, es el de la improvisación y la adaptación.

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