Estamos en el momento de la historia con más gente desplazada por la guerra. No es una crisis de Europa. Es una crisis del mundo. Un mundo de éxodos.
No somos refugiados, el libro recién publicado por Agus Morales —que se puede comprar aquí—, sigue los pasos de los desterrados por la violencia. Viaja a los orígenes del conflicto en Siria, Afganistán, Pakistán, República Centroafricana o Sudán del Sur. Camina con los centroamericanos que atraviesan México y con las congoleñas que huyen de los grupos armados. Se detiene en los campamentos de Jordania y en la sede del Gobierno tibetano en el exilio. Se adentra en las rutas más peligrosas, en los rescates en el Mediterráneo, en la humillación que sufren los refugiados en Europa. Y desembarca en la última frontera, la más dura y la más difícil de saltar: Occidente.
Estos son algunos de los países y ciudades más importantes en esta obra editada por Círculo de Tiza.
Y ahí va el índice:
Prologado por Martín Caparrós y con fotografías de Anna Surinyach, este es un libro de pequeñas historias y grandes explicaciones. Hablan afganas en el exilio y centroamericanos subidos a un tren, pero el autor también intenta dar las claves de por qué estamos en el momento de la historia con más personas fuera de sus hogares a causa de la violencia.
Al final del largo camino que dibuja este libro, las certidumbres son pocas. Este es un texto sobre todo de preguntas: para los que acogen y los que se niegan a hacerlo, para los que huyen y los que se quedan.
Revista 5W ofrece en exclusiva las primeras páginas de este libro. La puerta a decenas de historias de guerra y esperanza.
Antes de empezar: ‘No somos refugiados’
Su último acto de libertad fue mirar el mar Mediterráneo.
Ulet era un somalí de quince años que había sido esclavizado en Libia. Lo vi subir al barco de rescate con una camiseta amarilla de tirantes y señales negras en la rabadilla. No podía caminar sin ayuda: era un ave desgarbada con las alas heridas. Las enfermeras lo metieron en la clínica y al principio parecía que respondía al tratamiento. “Mamá” y “Coca-Cola” eran las únicas palabras que podía pronunciar.
Estaba solo. Era un menor sin familia ni amigos. Los somalíes que viajaban con él decían que había sido torturado en un centro de detención en Libia, que allí le obligaban a trabajar, que no le daban ni agua ni comida. Según el equipo médico a bordo, Ulet sufría también algún tipo de enfermedad crónica, nunca se sabrá cuál.
Era increíble que, en esas condiciones, hubiera llegado hasta aquí, hasta el cruce entre Europa y África, hasta las coordenadas donde cada vida empieza a contar —solo un poco—, hasta el territorio donde la muerte se explica y se difunde. El quicio simbólico entre el Norte y el Sur: una línea caprichosa, en medio del mar, que marca la diferencia entre existir y no existir, entre la tierra europea y el limbo africano.
Unas millas náuticas. Un mundo.
Cuando Ulet llegó al barco, solo balbuceaba, deliraba, murmuraba deseos. Con la violencia marcada en la espalda y una mascarilla de oxígeno, luchaba por sobrevivir, se agarraba a la vida. No había ninguna cara conocida para darle aliento.
Tras el rescate, el barco navegó hacia Italia durante horas y horas. Ulet se sintió mejor y pidió a la enfermera salir a cubierta. Observó desde allí el movimiento acompasado de las olas, sintió en la cara la brisa del Mediterráneo. Ya lejos de Libia, el infierno que marcó su vida, perdió el conocimiento.
Intentaron reanimarlo durante media hora, pero falleció debido a un edema pulmonar, según el parte de defunción.
Si Ulet hubiera muerto en Libia, nadie se habría enterado.
* * *
Quería escribir un libro sobre personas que —como Ulet— huyen de la guerra, de la persecución política y de la tortura. Quería escribir un libro que siguiera sus vidas, que no se detuviera en el instante traumático de la guerra o en la alegría de la acogida. Quería escribir un libro infinito, con historias que no se acaban nunca. Quería escribir un libro sobre las personas que secciones oficiales y no oficiales de Occidente quieren convertir en el enemigo del siglo XXI.
Quería escribir un libro sobre refugiados.
Ya lo tenía casi todo escrito cuando pensé en Ulet. Y me di cuenta de que no era refugiado.
Pensé en Ronyo, un maestro de Sudán del Sur que seguía dentro de su país. Y me di cuenta de que no era refugiado.
Pensé en Julienne, una congoleña que fue violada por la milicia Interahamwe. Y me di cuenta de que ella tampoco era refugiada.
Luego pensé en los que en teoría sí lo eran: Sonam, un bibliotecario tibetano en la India; Akram, un empresario de Alepo en el puerto griego de Lesbos; Salah, un joven sirio al que Noruega concedió el asilo. Y me di cuenta de que ellos no se sentían refugiados.
El bibliotecario nació en el exilio indio y solo se sentía tibetano: él no tenía nada que ver con sirios o afganos.
El empresario de Alepo tenía mucho dinero antes de la guerra y decía que él no tenía nada que ver con esos refugiados que estaban huyendo hacia Europa.
El joven sirio al que Noruega concedió el asilo ya era parte de la minoría global que puede moverse por el mundo con relativa libertad. Sabía que ya no tenía nada que ver con toda esa humanidad que se jugaba la vida en el mar.
Diecisiete países y unas doscientas entrevistas después, me di cuenta de que la palabra refugiado se pronunciaba, sobre todo, en los países de acogida. Para ellos, para los que hablan aquí, esa palabra solo cobra sentido para reivindicar sus derechos, para buscar protección internacional.
¿La palabra refugiado es de consumo occidental?
Según la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados —la famosa Convención de Ginebra, de 1951— refugiado es la persona “que, como resultado de acontecimientos ocurridos antes del 1 de enero de 1951 y debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentra fuera del país de su nacionalidad”.
Esos “acontecimientos” eran la Segunda Guerra Mundial. La Convención de Ginebra y la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) se hicieron, al principio, para europeos. Había refugiados ilustres: escritores, pintores, científicos. El refugiado iba acompañado de un aura de prestigio, porque era una persona digna, perseguida, que había huido de la barbarie.
Ahora la guerra ya está deslocalizada: y los (no) refugiados también. Tres países —Siria, Afganistán y Somalia— suman más de la mitad del total. La inmensa mayoría pertenece a países en vías de desarrollo. Hoy el refugiado es una persona no europea: indigna, perseguida, que ha huido de la barbarie.
Son casi el 1 % de la población mundial. Más de 65 millones de personas: apenas un tercio son refugiadas —las que han cruzado fronteras— y casi todas las demás son desplazadas internas: esta no es solo una crisis de refugiados. Casi nueve de cada diez viven en países en vías de desarrollo: esta no es solo una crisis de Europa.
¿Son casi el 1 % de la población mundial? Las cifras oficiales de la ONU no incluyen, por ejemplo, a los centroamericanos que huyen de las pandillas e intentan cruzar México para llegar a Estados Unidos. Personas que se enfrentan a la muerte si se atreven a volver a casa, en países, como Honduras, donde cada día hay más asesinatos que en Irak.
Nunca ha habido tantos refugiados como ahora.
Nunca ha habido tantos refugiados en países pobres como ahora.
Nunca ha habido tantas personas que no sabemos cómo llamar, pero que huyen de la violencia y no tienen protección.
Este libro habla sobre estas y aquellas personas. Sobre las que llegaron y las que nunca llegarán. Sobre las que están en Hamburgo, en Oslo o en Barcelona, pero también —sobre todo— en Bangui, Dharamsala, Tapachula o Zatari. Porque ese es el escenario de las poblaciones en movimiento a causa de la violencia: África, Asia, América, Oriente Medio. Y también Europa.
En este libro no hay un retrato tipo del enemigo invasor que una parte de la derecha quiere crear: no hay islamofobia, no hay racismo, no hay una reivindicación de las fronteras.
En este libro no hay un retrato tipo del amigo vulnerable que parte de la izquierda quiere crear: no hay seres angelicales, no hay mentiras piadosas, no hay una reivindicación de las fronteras abiertas.
Pero en este libro no hay una falsa equidistancia: hay personas que luchan, que lloran, que se enfadan, que no se rinden, que lo vuelven a intentar, que lo vuelven a intentar, que lo vuelven a intentar.
Y también hay injusticia. Porque a veces este mundo es una mierda.
* * *
Al atracar en el puerto italiano de Vibo Valentia, el cadáver de Ulet, el adolescente somalí de quince años rescatado en alta mar, fue evacuado en un féretro de madera.
La policía italiana dijo que estaba buscando un lugar para enterrarlo, que eso no es nada fácil, que esta ciudad es muy pequeña, que no hay sitio en los cementerios de la zona para este somalí que cruzó el Cuerno de África y llegó a Libia, para este somalí que fue masacrado en un centro de detención, para este somalí que ya no tenía familia, para este somalí que trabajó y cocinó y limpió para una gente sin escrúpulos, para este somalí que fue golpeado y humillado, para este somalí que logró subirse a bordo de una patera y cruzar el Mediterráneo, para este somalí que resume todos los éxodos del mundo, para este somalí que tenía el absurdo sueño de llegar a Europa por mar cuando estaba al borde de la muerte, tan solo protegido por una camiseta amarilla de tirantes, para este somalí que murió cuando huía de la esclavitud, para este somalí que murió cuando estaba a punto de ganar.
Para este somalí que nunca fue refugiado.
* * *
Agus Morales (Barcelona, 1983) lleva una década escribiendo sobre víctimas de la guerra y refugiados. Ha sido corresponsal de la Agencia EFE en el Sur de Asia, donde pasó más de cinco años entre la India y Pakistán. Trabajó durante tres años con Médicos sin Fronteras siguiendo los movimientos de población en África y Oriente Medio. Ahora es reportero independiente y profesor asociado en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Ha cubierto la muerte de Osama bin Laden, la epidemia del ébola en África Occidental y los rescates en el Mediterráneo. Es director de la revista de crónica internacional 5W y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la UAB con una tesis sobre el poeta indio Rabindranath Tagore, su pasión secreta.
Anna Surinyach (Barcelona, 1985) es fotoperiodista freelance. Ha trabajado en Médicos Sin Fronteras y ahora es editora gráfica de 5W. Su ojo se ha posado sobre los refugiados rescatados en alta mar, la comunidad afrocolombiana desplazada por los paramilitares, los hospitales destruidos en Sudán del Sur y las consecuencias del conflicto en Siria o República Centroafricana. Pese a ello, su mirada fotográfica no se ha esforzado en subrayar las dimensiones de la violencia, sino la dignidad de las personas que la sufren.
El libro No somos refugiados de Agus Morales está disponible en librerías. Revista 5W también lo vende aquí, a través de su tienda online.