Cuando estalló la pandemia, la ONU lanzó un llamamiento a un alto al fuego mundial para poder ayudar a gestionar la emergencia sanitaria. No solo duró poco tiempo, sino que el coronavirus ha diezmado algunas zonas en conflicto y ha agravado todo tipo de crisis humanitarias. El fin de la pandemia no traerá esperanza salvo que, al mismo tiempo, se logren avances en la seguridad sanitaria y alimentaria, en la armonía social, en la gestión de la movilidad y en los procesos de paz.
El espejismo del alto al fuego sanitario
El 23 de marzo de 2020, unos días después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la covid-19 como pandemia, el secretario general de la ONU, António Guterres, instó a acordar y respetar un alto al fuego en todos los conflictos del mundo. El resultado, aunque circunstancial, fue significativo. Estados, organizaciones regionales y de la sociedad civil o líderes religiosos apoyaron el anuncio de Guterres. En las primeras semanas, las partes en conflicto en Camerún, República Democrática del Congo, Colombia, Libia, Birmania, Filipinas, Sudán del Sur, Sudán, Siria, Ucrania y Yemen aceptaron y respetaron el cese de hostilidades para poder luchar contra la pandemia.
Fue un espejismo. En Colombia el Ejército de Liberación Nacional lanzó nuevos ataques a finales de abril. En Camerún el Gobierno continuó con sus incursiones militares. En Ucrania se acató la propuesta de Guterres, pero las hostilidades continuaron durante meses hasta que se hizo efectivo el alto al fuego a finales de julio. En Filipinas, como en Yemen, la tregua apenas duró. A pesar del optimismo inicial de que la pandemia pudiera forzar a partes enfrentadas a cooperar y avanzar hacia la paz, los conflictos prosiguieron.
Aunque algunas de las suspensiones de las acciones militares sirvieron, tal como afirma International Crisis Group, para focalizar esfuerzos en la urgencia sanitaria durante 2020 y la primera mitad de 2021, luego se comprobó hasta qué punto se habían intensificado las presiones estructurales en sociedades en conflicto. Es decir, no es solo que la tregua durase poco tiempo, sino que el coronavirus estaba haciendo estragos en las zonas de guerra y agravando tres tipos de crisis humanitarias: sanitaria, alimentaria y de movilidad. Con ellas han aumentado los niveles de vulnerabilidad e inseguridad de las personas, así como el descontento social.
No todo es coronavirus
Buena parte de los debates sobre la geopolítica de la salud se centran en cómo acelerar la producción y distribución de las vacunas para abastecer a los países con menos recursos y así frenar el coronavirus en todo el globo. Es un tema central que puede desviar la atención de otras emergencias sanitarias, especialmente presentes en países en conflicto. Durante este año largo de pandemia se han interrumpido programas de vacunación —como el sarampión, el cólera, la fiebre amarilla, la poliomielitis, la meningitis o el papiloma humano— en varios países del mundo. Se ha retrocedido años en la lucha contra estas enfermedades y en el trabajo en salud pública que hay detrás.
Así, mientras la covid-19 acapara buena parte de los recursos disponibles, “se está propagando el monstruo más grande de todos. Y no es el coronavirus”, como titulaba un artículo del New York Times de agosto de 2020. Este monstruo es la tuberculosis, que mata a un millón y medio de personas cada año. Según la Alianza Stop Tuberculosis, más de un millón de personas no pudieron ser diagnosticadas ni tratadas en todo el mundo de esta enfermedad; se revirtió así el trabajo realizado durante los últimos 12 años. Nueve países que representan el 60% de la carga mundial de tuberculosis sufrieron disminuciones significativas en el diagnóstico y el tratamiento. Muchos de estos países, como Ucrania, Birmania o Filipinas, están afectados por el conflicto. Además, la mortalidad por la covid-19 es tres veces mayor en las personas infectadas por tuberculosis, como estiman algunos estudios procedentes de la India y Sudáfrica. Llueve sobre mojado.
No solo son enfermedades las que han debilitado los países en conflicto durante la pandemia. “Vamos a morir de hambre y no de coronavirus” era el título de otro demoledor artículo del New York Times de abril de 2020, donde relataba auténticos dramas de escasez de alimentos en Kenia, la India o Colombia. El estudio de la Red Mundial contra las Crisis Alimentarias (GNAFC, por sus siglas en inglés) destaca que hacía cinco años que los niveles de hambre no eran tan altos: se ha alcanzado la cifra de 155 millones de personas en los 55 países analizados, 20 millones más que en 2019. Al contrario que las hambrunas anteriores, las causas de esta han sido globales: las medidas para luchar contra la covid-19 (estados de alarma, cierre de fronteras, restricciones en rutas comerciales), el colapso económico global, cambios en las cadenas de suministro de alimentos y los infortunios de los más desfavorecidos que se quedaron sin trabajo, sin prestaciones, sin transporte o sin hogar.
Esto es especialmente gravoso en entornos frágiles que padecen violencia e inseguridad endémicas, donde las crisis se entrelazan y las soluciones propuestas generan nuevos problemas. Por ejemplo, el cierre de escuelas frenó la curva de contagios del coronavirus, pero aumentó la desnutrición infantil de forma significativa. En América Latina y el Caribe, cerca de 85 millones de niños y niñas se vieron privados de los programas de alimentación escolar durante meses, según alertó la FAO. El aumento de los precios de los alimentos que se está produciendo en el último año, especialmente de la cesta básica de la compra, está agudizando todavía más la inseguridad alimentaria en muchos países inmersos en crisis humanitarias. Según los datos de la FAO, los precios de los alimentos han subido cerca de 30 puntos, de forma ininterrumpida, mes a mes. Esto tiene un impacto directo en la calidad de la alimentación de millones de personas, que recurren a alimentos más baratos y accesibles, en detrimento de otros que son nutricionalmente mejores.
Los flujos migratorios internacionales disminuyeron drásticamente en 2020 a causa del cierre de fronteras y otras medidas restrictivas de la movilidad aplicadas por los gobiernos, así como por la contracción de la economía y la disminución de la demanda de trabajadores. Pero las causas para emigrar se multiplicaron en forma de tragedias humanitarias y conflictos ininterrumpidos. Las cifras de desplazados forzados están volviendo a subir. En la frontera sur de Estados Unidos, por ejemplo, ha crecido exponencialmente la llegada de menores migrantes no acompañados en los tres primeros meses de 2021, como relata un informe de la ONU. Estos niños y adolescentes migrantes provienen de zonas afectadas por la inseguridad física y alimentaria de Honduras, Guatemala, El Salvador y el propio México. Según el informe, las restricciones por la covid-19 han empeorado la situación de estos niños y niñas que han sido expulsados de sus tierras, víctimas de todo tipo de violencia y explotación durante el viaje. Al llegar a México tampoco han recibido la suficiente protección, ni se han respetado sus derechos, ni se les han ofrecido oportunidades.
A pesar de que hubo un descenso en flujos internacionales, a finales de 2020 había 55 millones de desplazados internos en el mundo, según datos del Internal Displacement Monitoring Centre. Son cifras jamás antes registradas. 48 millones de desplazados fueron en zonas de conflicto, la mayoría en el norte de África, África subsahariana y Oriente Medio. Hubo millones de desplazados en Etiopía, producto de los enfrentamientos entre las fuerzas de Tigray y el ejército federal, que se sumaron a otros millones de desplazados de los conflictos de larga duración como Afganistán, Colombia, Siria, Somalia o República Democrática del Congo. También hubo millones de desplazados internos por desastres naturales. Por ejemplo, el ciclón tropical Amphan, que impactó en el delta del Ganges en mayo de 2020, causó cinco millones de desplazados en Bangladesh, Bután, la India y Birmania. Y todo esto en un contexto de emergencia sanitaria internacional.
Crisis que multiplican sus efectos
Lo más preocupante es que las crisis sanitarias, alimentarias o de movilidad suceden simultáneamente en lugares frágiles, donde las hostilidades no han cesado a pesar de tener que luchar contra el coronavirus. En paralelo a los esfuerzos regionales e internacionales colectivos para frenar los contagios, para producir y distribuir las vacunas y para la recuperación económica, el coronavirus, como si actuara invisible y subterráneamente, ha aumentado las presiones socioeconómicas en escenarios de conflicto. En 2020 y 2021, las crisis se multiplican y se solapan en un mundo segmentado geográficamente, donde los territorios más vulnerables, previamente afectados por conflictos y otros dramas humanitarios, sufren un mayor deterioro.
De poco servirá que países ricos logren vacunaciones masivas e inmunidad de grupo en 2021 si la pandemia no se combate en todo el mundo. Al mismo tiempo, tampoco será suficiente dar respuesta al coronavirus en sociedades en conflicto sin ver que otras crisis y emergencias se han agudizado e impiden avances en materia de estabilidad, armonía social y procesos de paz. A corto plazo, es imprescindible que la distribución de las vacunas no añada una nueva dimensión de desigualdad y logre destensar los sistemas de salud de muchos países que deben afrontar varias crisis de forma simultánea. También es necesario apoyar los esfuerzos de las agencias internacionales, gobiernos y otras organizaciones para mitigar el impacto socioeconómico de la pandemia en los entornos más frágiles.
Este artículo forma parte del CIDOB Report nº7 Geopolítica de la salud: vacunas, gobernanza y cooperación, elaborado conjuntamente por CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs), Ideograma y el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), con el apoyo de la Secretaría de Estado de la España Global del Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación.