Esta es una obra de cinco personajes, cinco poéticas, cinco cosmovisiones. Son solo un grupo de amigos, pero se llaman a sí mismos “panchayat”: la asamblea local que dicta normas de la vida cotidiana en la India. Esta es la primera novela de Agus Morales, Ya no somos amigos (temas de hoy, 2022), que puedes comprar en librerías o en nuestra web y cuya descripción puedes leer aquí.
¿Quiénes forman el panchayat? Vikram está obsesionado con su casta y con ganar dinero. Batasema es una congoleña que quiere subvertir el orden capitalista. Amani está llamada a unirse a la gran dinastía política de Pakistán. Tiffany triunfa en Hollywood con sus guiones inspirados en la India. Omar es un buscavidas orgulloso de haber crecido en El Prat de Llobregat. Se han conocido en diferentes momentos en la caótica Delhi y se han hecho amigos. Forman su particular panchayat, un carnaval de géneros, culturas e ideologías con sus propias leyes y lealtades, un panchayat que ahora tiene que ejercer su poder de decisión.
A continuación puedes leer el arranque de la novela y empezar a conocer a uno de los protagonistas: Vikram Joshi.
Prólogo del verdadero autor
Ya han pasado dos años desde el fin de la pandemia y quizá a nadie le importe esta historia. La verdad siempre llega a destiempo.
Todo el mundo recuerda que el MARV-13 (mal llamado “minovavirus”), circunscrito hasta entonces sin ruido mediático a la República Democrática del Congo y parece que a otros países africanos, saltó entre marzo y abril de 2014 a la India, luego a toda Asia y a todo el mundo. Durante las primeras semanas no solo se propagó el virus, sino también el bulo de que cinco amigos de diferentes orígenes, decadentes y pervertidos, eran los responsables de la entrada del MARV-13 en la India sagrada. La más señalada fue Batasema Tulinabu, la única entre los cinco que realmente se contagió, y cuyo origen congoleño sirvió para que el racismo se desatara. La teoría de la conspiración, difundida por medios de comunicación etnonacionalistas hindúes, decía que, después de la fiesta de Holi, el grupo se había desmembrado y cada uno de sus componentes había propagado el virus por diferentes partes del globo: un español, Omar Amador, lo había llevado a Europa; una estadounidense, Tiffany Wright, a América Latina; una pakistaní, Amani Khan, a Asia Central; un indio, Vikram Joshi, a Estados Unidos.
Durante dos semanas muchos periodistas en la India (y en otros países) publicaron artículos sensacionalistas sobre ellos: criminales, impuros, desviados, infectados. Incluso mi revista, Darpan, siempre alejada de los ladridos de la prensa xenófoba, me pidió que investigara quiénes eran y si había algo de cierto en lo que se decía sobre ellos. Tras una minuciosa investigación, preparé un reportaje con el título de “Panchayat”. El panchayat (quizá el lector extranjero no lo sepa) es la asamblea local india para decidir sobre los asuntos públicos, formada por cinco jueces. Descubrí que Batasema, Omar, Tiffany, Amani y Vikram habían bautizado a su grupo con esa palabra. Me agarré a ese detalle, como hacemos los periodistas que buscamos una pequeña luz en la gruta insondable del arte de los hechos, y lo llevé al título. Pero mi editor rechazó el reportaje, porque para cuando lo acabé ya no se hablaba de los orígenes sino de las consecuencias; a nadie le importaba la verdad, salvo a este periodista sabueso. Los focos de contagio se multiplicaron, el mundo siguió rodando hacia esa catástrofe que todos conocemos, y la curva de la mentira sobre el panchayat simplemente bajó, como en una epidemia.
Me olvidé de la historia y me centré en la cobertura de la pandemia, hasta que un día llevé la moto a un mecánico llamado Lalu, un Kumar como yo, que decía conocer a Vikram y a Omar. Tiré del hilo y poco a poco logré contactar con todos los miembros del panchayat. Me costó convencerlos: no querían hablar con la prensa. Les dije que no quería escribir un libro sobre la pandemia, que estamos todos hartos del mismo tema, que quería escribir un libro sobre la amistad. Viajé a los lugares donde vivían, salvo en el caso de Batasema, con quien hablé a través del maldito Zoom porque no quería visitas. Grabé en persona o a distancia centenares de horas de entrevistas (con ellos y con gente que los conocía); me enseñaron sus cartas, sus diarios, sus escritos privados. Con todo ese material, hice una reconstrucción periodística. Tenía claro el primer capítulo, fue el primero que escribí: la escena casi cinematográfica del kulfi. Luego imposté el estilo de cada uno de ellos para explicar detalles de sus vidas antes de que se conocieran y, ya presentados, usé un narrador omnisciente (ese al que Omar se refiere con caja alta, ya lo verán) para contar su amistad pasajera: el asunto que nos ocupa. Me tomé alguna licencia literaria, pero me mantuve siempre fiel a los hechos. Lo juro por Krishna.
En este prólogo ya aparecen algunas palabras en hindi, como panchayat, con los que quizá el lector no esté familiarizado. En el libro hay más. Preferí no traducirlas porque son más auténticas en su lengua original. Al final incluyo un divertido glosario para explicar qué significan. Lo hago, como siempre, con un toque personal.
Tuve problemas con el primer borrador, porque cuando reuní a todos menos a la elusiva Batasema para repasar algunos detalles, se pelearon por escribir el desenlace de su aventura india, que se dio en la fiesta de Holi. El lector atento observará la paradoja de que, precisamente cuando ellos me extorsionan y deciden escribir su propia historia, no son exactamente lo que son, porque se alejan de la verdad fijada por mí. La verdad que he expresado sobre ellos es más verdad que ellos mismos.
No sé cuál es el propósito de este libro. Durante su escritura, que sigue el auge y la caída de una amistad cualquiera, me he sentido embriagado por cómo era el mundo antes de la pandemia. Ese es el mensaje nostálgico y conservador que quiero enviar al lector. Aquel era un mundo lleno de injusticias y desigualdades, como este, pero siento que era mucho mejor. Me he dejado llevar por el ámbito donde transcurre o transcurría la vida: los sueños y los recuerdos. ¿Aún los atesoramos? No lo sé. Solo he escrito la historia de un grupo de amigos que dejó de serlo. La historia de Vikram, de Batasema, de Omar, de Tiffany, de Amani. Dejo al lector, como mandan los cánones, la interpretación de este trance literario, del cual solo quiero reivindicar su absoluta veracidad.
Sunil Kumar, periodista del semanario Darpan
Delhi, 15 de marzo de 2020
(… Salto al capítulo 1):
1. Vikram
Quién soy, quiénes somos, quién es el panchayat, quién está contagiado, quién quiere destruirnos.
De pequeño me tocó ir al instituto público que estaba al lado de casa. Mi padre quería llevarme a uno privado, pero no se lo podía permitir, y a cambio en casa me leía el Mahabharata y el Ramayana. Instituto es de hecho una palabra generosa: eran unas cochambrosas tiendas de campaña, las típicas aulas provisionales que se instalan mientras se construye el gran centro escolar, proyecto que en este caso no existía. Me senté desde el primer día con Lalu: aquello me honraba, porque a mí no me favorecía hacer migas con un intocable. Él sabía que tener un amigo brahmán le podía salvar la vida, en especial en aquel lugar salvaje y despiadado que eran las instituciones educativas indias.
Los profesores nos golpeaban con palos. Al ser el alumno que sacaba mejores notas, yo no era objeto de demasiada violencia, pero también sufrí algunos episodios desagradables que prefiero no rememorar. La India era el centro del mundo y así se enseñaba en clase: no se impartían conocimientos sobre historia occidental, salvo algunos apuntes sobre la Segunda Guerra Mundial y la participación de la India en ella, así como algunas claves para entender qué era el régimen nazi y por qué robaron la esvástica de Oriente: Hitler no parecía, en todo caso, haber sido el personaje más siniestro de la historia universal, algo que los amigos occidentales que fui conociendo daban por sentado.
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Pese a ser golpeados casi a diario, los alumnos no nos enfrentábamos de forma directa a los profesores. Organizábamos planes inocentes y sutiles; siempre es mejor el círculo que la línea recta. La preparación exhaustiva de estos planes no impedía que fueran en ocasiones carentes de sentido y objetivos. El profesor más violento era el de inglés, que zurraba con un bastón a todo aquel que hablara en hindi. En señal de protesta, los alumnos lo recibimos un día con el libro de texto de lengua hindi sobre la mesa. Nadie dijo nada en toda la clase: el profesor no nos podía pegar porque al no pronunciar palabras en hindi no estábamos rompiendo las normas establecidas, pero con el libro abierto reivindicábamos nuestra lengua materna en un acto patriótico al que me uní con pasión. Algunos compañeros se sorprendieron, dada mi fama de repelente y de lacayo del profesorado: yo simplemente intentaba ser un estudiante modélico y aprovechar al máximo mi educación básica.
Era y soy un repelente. Consciente de que mi capacidad intelectual era muy superior a la de los demás, decidí explotarla. Hacía los trabajos de otros alumnos y los cobraba a precio de oro. Los tuve que convencer del valor de mi tarea insistiendo en que no era nada fácil: tenía que examinar e imitar la escritura de cada uno, conocer su historial académico e imaginar una evolución en su desempeño. No me limitaba a hacer trabajos y venderlos al por mayor, sino que ofrecía un servicio personalizado. Solo le hacía descuentos a Lalu, que desde el primer año tuvo dificultades para aprobar. Mi labor, insisto, era de una gran complejidad. No podía presentar un trabajo excelente, porque el profesor habría sospechado de inmediato. Tenía que elaborar uno que aparentemente fuera un suspenso pero que por algún motivo mereciera la piedad del profesor, y eso lo hacía explotando sus filias y sus fobias. Solo en algunos casos extremos aceptaba encargos en los que la nota a conseguir distaba mucho del rendimiento del alumno: el modus operandi consistía entonces en reproducir los errores habituales de los estudiantes e incluir dos o tres fogonazos que animaran al profesor a subir la nota. Y todo eso sin tener en cuenta lo más obvio: yo podía escribir un trabajo de 8, pero no me pagaban para eso, sino para que el profesor realmente pusiera un 8, y tenía que someterme a una gran concentración para liberar mi imaginación y ponerme en el lugar de los profesores, averiguar su estado de ánimo y sus costumbres. Con la mayoría era mucho más difícil, por ejemplo, conseguir un 8 a principio de curso y más fácil al final, pero había algunos que tenían una media constante de notas y otros que incluso la iban bajando. Pura orfebrería intelectual, solo apta para mí.
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Morpur era un pueblo de gente humilde y poco inteligente. Una de las vecinas, en una ocasión, notó que tenía dolores en el pecho y acudió al doctor. Este le pidió que se hiciera una radiografía, pero ella no sabía qué era eso, así que el médico le dijo que era una especie de fotografía. La mujer fue a la tienda de un fotógrafo, se quitó el sari y le pidió que hiciera una foto de sus senos. Fue de nuevo a la consulta médica y le entregó la imagen al doctor, confundido por sentimientos contradictorios: estupefacción, vergüenza ajena, humor. No sé si será una leyenda…
Vivía con mis padres en un pequeño piso resquebrajado del que recuerdo sobre todo las esteras y las bandejas de latón en las que se servía el palak paneer y el chai. Éramos una familia de brahmanes, la casta más alta: no se debe confundir eso con la clase social, tal y como se desprende de mi relato. Teníamos pocos recursos económicos, pero disfrutábamos del pedigrí que nos confería el jerarquizado sistema de castas hindú.
Un día estaba en el baño haciendo mis necesidades. Mi tío (el hermano de mi madre), que pese a su riqueza no la apoyaba económicamente, había venido a visitarnos y me hablaba desde el otro lado de la puerta: lo seguía haciendo incluso en mi momento de máximo esfuerzo, en cuclillas, con el boquete del inodoro bajo mis nalgas. Aquello provocó en mí una carcajada. De inmediato clasifiqué el fenómeno como disociación, a pesar de que la adjudicación del término la hice en la fase sensorial, antes de que el proceso racional me confirmara que, en efecto, se trataba de una disociación. Lo que oía era una voz familiar que ahogaba todo lo demás: un actor secundario que invadía mi rutina higiénica. El agujero cimentado, objeto lateral de la disociación, dejó de existir, y las palabras de mi tío se congregaron en una proyección pastosa. Solo existía, y esta fue una conclusión a la que llegué en aquel preciso momento, lo que mi pensamiento llenaba. Salí del baño y transformé mis pensamientos en una taza de té. Mi tío, que no paraba de hablar, enmudeció de repente. No por miedo o sorpresa: solo por sopor o por la constatación de que ya no era divertido molestarme más. Nos sentamos en la estera y bebimos nuestro té. Yo ya iba al instituto y empezaba a ser un hombre, un buen hindú. Mi tío era funcionario en una época en la que la economía aún no había despegado: el Estado seguía siendo el mejor sitio donde trabajar. Hablo de mi tío incluso antes que de mis padres o de mi hermana porque tuvo una enorme influencia sobre mí: no porque fuera alguien a emular, sino porque tenía dinero. Esa fue mi obsesión desde pequeño: ganar dinero y colocarme a mí mismo y a mi familia, que somos una misma cosa, en el lugar que nos correspondía.
Mis padres tenían una relación de perfecta bisoledad. No hacían el amor, llevaban vidas paralelas, pero nunca discutían: la virtud de sus lazos estaba en la resignación y en la aceptación de la institución sagrada del matrimonio. Eran los gestores de la familia: su relación era cordial y profesional, dirigida a garantizar la supervivencia de los activos de la empresa, que éramos nosotros. Siempre vestida de riguroso sari granate, recuerdo a mi madre sirviendo las viandas con abnegación: mi plato preferido, como mandan los cánones brahmánicos, era vegetariano, el dal. Mi padre era un hombre extremadamente inteligente: por eso yo era superdotado. Fue él quien me fue llenando de conocimiento, como si fuera un recipiente sagrado. La historia del subcontinente, las epopeyas hindúes, las escrituras védicas… La casa no era muy grande, pero tenía tomos en hindi y sánscrito que invadían la sala de estar. Mi hermana, Radhika, me sacaba dos años. La sociedad hipermasculinizada y segregada en la que vivía no me permitía conocer a otras mujeres, pero me transmitía que debía admirar y sentirme secretamente excitado por sus cuerpos, así que la empecé a observar con inocente descaro, sobre todo cuando derramaba el bidón de agua sobre sus cabellos para ducharse o cuando la lluvia del monzón empapaba su kurta o su sari.
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Los arrabales de Delhi, con sus descampados olvidados, sus edificios heridos y esa neblina que condensa como ninguna otra la humedad y la contaminación, no eran el lugar perfecto para la fusión del mundo humano, animal y vegetal, pero pocos lugares en la India lo son, y esa comunión siempre se acaba dando. Pese a la invasión de vacas y monos en Morpur, no fue con estos animales sagrados para el hinduismo con los que mantuve una relación espiritual más honda, sino con los cuervos. Los recuerdo en los momentos más importantes de mi vida: en mi nacimiento, en mis primeros días de instituto, en los días en que comencé a ganar dinero, incluso en los días de amor, que tardarían algo en llegar, como corresponde a una sociedad conservadora. Graznido y vuelo: salían como emitidos por las cúpulas de los templos y tejían el paisaje con una membrana palpitante que era a la vez inmóvil y fluida. Su actitud era irreprochable: jamás un ciudadano de la India se atrevería a quejarse de las actividades aéreas de los cuervos o de que impidieran el desarrollo de la vida cotidiana, al contrario que las irritantes palomas en otros lares, al menos a tenor de lo que me contaba Omar.La ambición económica inundó mi cerebro en 1998, final de una década de liberalización. La India se fundía, por fin, con el capitalismo global. Aunque a los extranjeros les ha parecido siempre una contradicción, mi análisis sociológico y mi conocimiento de la India antigua me dicen que este es un proceso natural: el materialismo corre por las venas de mi país como la savia por las plantas. El dinero tiene un valor esotérico para nosotros. Y empezó a operar en mí.
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Los niños de familias pudientes, si es que tal adjetivo es aplicable a Morpur, llevaban vaqueros Levi’s y zapatillas Reebok. Comprar esos dos artículos se convirtió en mi obsesión, sobre todo cuando los alumnos me preguntaban por qué llevaba siempre los mismos pantalones. No puedo describir el enfado que me producían tales burlas: Lalu, por supuesto, nunca las hizo, por respeto a mi persona y porque él también vestía ropa humilde, por llamarla de alguna manera. ¿Qué podías esperar de él? Era un dalit.
No había baldosas en el barrio, todo estaba destruido: las hubo en otro tiempo, pero las destrozamos entre todos, y algún día volverán. Yo me imaginaba que pisaba calles perfectamente asfaltadas. Caminaba con tal altivez y aplomo pese a las piedras y los baches que enseguida la gente se dio cuenta de que yo iba a pertenecer a otro mundo: el del éxito. Para mis adentros, yo especificaba: el del dinero. Empecé a limpiar botellines de Pepsi. Me pagaban cinco rupias por cada uno. Al salir de clase, revisaba las calles y los vertederos con pulcritud, sin perder la compostura, y la aglomeración de cuervos me señalaba siempre el lugar donde había más botellines. Obviamente, con tan escasa remuneración no podía aspirar a comprarme demasiada ropa, así que recurrí al pluriempleo. Instauré mi primer negocio: un puesto de venta de cometas y petardos en una de las calles más concurridas. Allí estaba yo, como una espiga de oro, inflexible con los precios de los artículos, algo que enloquecía a los vecinos, que me maldecían por no rebajarles ni siquiera una rupia. En la semana previa a Diwali ganaba bastante dinero gracias a los petardos. Eso, unido a los trabajos que hacía para otros estudiantes y a la decisión de no comprar algunos de los libros de clase (suplía esa carencia apuntando escrupulosamente todo lo que decía el profesor y encuadernando o, mejor dicho, grapando los apuntes y convirtiéndolos en libros de texto), me permitió comprar mis primeros tejanos Levi’s y mis primeras zapatillas Reebok, que exhibía con orgullo, sobre todo ante los niños que iban con chanclas o descalzos, como Lalu. Yo no quería pertenecer a ese mundo de intocables.
El negocio prosperó, pero decidí que debía cambiar su rumbo: la inmovilidad es una ficción que nos hace sentir mejor pero nos acaba castigando. Me dediqué al alquiler de cómics en hindi: una rupia por una hora de lectura. Fue todo un éxito y pude contratar a mi primer ayudante: el fiel Lalu. Mi primer empleado, la primera piedra sobre la cual construiría mi imperio. En aquellas tardes de alquiler de cómics bajo el sol indio, disco tropical que lo inundaba todo y que bañaba de luz la fantasmagórica Delhi y sus suburbios, mi crecimiento mental continuaba. El sueño me asaltaba en el momento de colocarme en el chiringuito (me encanta esa palabra que me enseñó Omar), los ojos se me entrecerraban y me iba despertando, los ojos se me abrían y me iba durmiendo. El velo del sueño subía y bajaba hasta que lo confundía con el cielo y con la superficie de escombros y niños pidiendo cómics; analizaba la escena y entendía la naturaleza del comercio, miraba el proceso entero y admiraba el velo que lucía, le imploraba que se mantuviera inmóvil, pero aparecía y desaparecía al ritmo de mis pensamientos. Aquel estado de éxtasis tranquilo, aquel ver poco a poco y enfocar o realzar fragmentos de la savia universal (rupias, páginas, letras del alfabeto devanagari) no era una fase entre el sueño y la vigilia, sino entre el adormecimiento y soñar despierto: era una forma más precisa y acotada de existir. Había en todo ello una intención inconsciente de ser fiel a algo, de ser consecuente, de entender y ser en la economía y no a través de ella. Había un querer mirar. Las tardes eran indecisas, los clientes pasaban por caja y yo seguía mirando afuera, que es lo mismo que adentro de mí: mente adentro, corazón adentro, espalda yóguica adentro.
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Los cuervos cruzaban el cielo con mansedumbre, hasta que se escondían detrás de un templo del dios mono Hanuman. ¿Qué era sino magia aquel aparecer y desaparecer de los cuervos? ¿Por qué antes veía unas plumas negras, aire removido por la actividad, desplazamiento oriental del aire, y después no me quedaba más que el recuerdo imperfecto del vuelo? ¿Cómo puede ser tan recto y claro lo real, cómo pueden ser las cosas tan radicalmente una cosa u otra, sin existir un punto medio? ¿Hay algo más entre el vuelo de un cuervo y su desaparición que los restos que han quedado en mi memoria? ¿Alguien más lo ha visto, algún brahmán lo ha percibido, alguna máquina industrial lo ha registrado? Y aquellos huesos míos, transmigrados de Indira Gandhi (nací el día de su asesinato), ¿han de desaparecer? Cuántas veces había de recordar aquellas imágenes de aparición y desaparición de cuervos, que se instalaron en el cajón de mis pensamientos borrosos. Cuando algún chico se acercaba a comprar, su repentina presencia me sobresaltaba. Recobraba el aplomo, procesaba el alquiler del cómic y él se iba: caminaba y pronto solo quedaban las borrascas. Me pesaba el pensamiento, cualquier mínima variación me alteraba. Cuando un coche pasaba a mi lado, y esto era continuo dado que mi puesto estaba en una acera, el ruido entraba en mí con estrépito, como en una galería oscura y reverberante. Pero miraba otra vez al frente, por donde habían pasado los cuervos: la bruma se disipaba y la luna engullía las partículas de polvo. Entonces sí, despertaba y recuperaba la invencible y necesaria insensibilidad que me caracteriza.
Desconozco si el tedio se puede apoderar del lector morboso ante una adolescencia tan industriosa y a la vez contemplativa, pero no había, de momento (tenía quince años), ningún escarceo digno de mención. Los chavales éramos como rebaños de mente entumecida que en ningún caso entraban en contacto con las chicas. Mi secreto se prolongaba: espiaba a Radhika cuando se cambiaba en su cuarto, aprovechaba el amor fraternal para buscar su piel resbaladiza y anfibia, me preguntaba sobre la textura del deseo. Lalu me contó que había besado a varias chicas en el instituto, pero nunca lo creí; era intocable, y eso lo hacía imposible. No hay una característica física que defina a los intocables, pero el apellido, las costumbres dietéticas y sobre todo tus propios vecinos consagraban la verdad, tu verdad. Si alguien era de una casta y se quería cambiar el apellido para ascender en la escala social, algo prohibido en el hinduismo, se corría la voz enseguida y se señalaba su origen. Ni siquiera la familia que se marchaba del pueblo y se iba a cientos de kilómetros conseguía convencer al nuevo barrio de que pertenecía a otra casta. No había nada que hacer. La comunicación entre comunidades era esencial para mantener la pureza de las castas, las sabias redes sociales se activaban cuando alguien quería boicotear al sistema. No las redes sociales nacidas de la tecnología, sino la transmisión de información mediante métodos más rudimentarios: el boca a boca, las cartas y en ocasiones el teléfono.
Pronto mi ambición devoró todas las posibilidades del negocio de alquiler de cómics. Reuní la pequeña fortuna que había amasado y compré un autorickshaw. Los de Delhi eran de techo amarillo y carrocería verde. Me costó una fortuna, pero la sensación de conducirlo era formidable. Técnicamente un chavalín como yo no lo podía llevar, pero como ya han podido comprobar a estas alturas el trabajo infantil era y es una característica esencial de la India. Por primera vez hice una operación económica no basándome en la racionalidad sino en el orgullo: el rickshaw me hacía sentir libre, como los vaqueros Levi’s o las zapatillas Reebok. Lo decoré con estampas de Kali y con un dibujo que hice de una mascota mágica y lejana que había producido un impacto esotérico perdurable en mí: Cobi. Al principio pensé que era un gato; de hecho, lo sigo pensando. La fantasía de aquel animal abstracto lleno de personalidad, la mascota de los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992, me transportaba a la pintura primitivista india. Había visto a ese gato en otro lugar, quizá en mi subconsciente.
El uso que le di al rickshaw, en todo caso, fue revolucionario. No por la conducción, sino por mi gestión de la clientela. Todos los rickshaws tenían un taxímetro, pero ninguno funcionaba: estaban apagados o mostraban números ininteligibles que parecían salidos de los vedas. Yo llevé el mío a reparar; fue una operación muy sencilla, si los conductores no hacían lo mismo era obviamente porque no querían. Se organizaban en pequeños sindicatos repartidos por varios puntos de la zona metropolitana de Delhi, que dibujaban la geografía física de la ciudad, la humana, porque expresaban la realidad de los movimientos de los ciudadanos, que al final es lo que define los barrios, y no tanto las delimitaciones administrativas. Existía la consigna entre los conductores de cobrar lo mismo para no hacerse la competencia. Esto suponía aproximadamente un 20 % más del precio que habría tocado pagar con el taxímetro en marcha. Se podía intentar cobrar algo más si el conductor lo consideraba necesario, pero si empezaba el regateo, ya se sabía dónde estaba el suelo.
En la radio local contaban, entre melodramas inspirados en la mitología hindú, una historia aún más increíble: que un joven conductor de rickshaws usaba siempre el taxímetro. Me convertí en una leyenda a pequeña escala, que es el tamaño de las leyendas verdaderas. Frecuentaba las mismas zonas (los vecinos ya me conocían) y tenía un ojo clínico para moverme en las horas exactas a las que la gente volvía a casa del trabajo, mientras algunos de mis compañeros (me daba asco reconocerlos como compañeros, pero en aquel momento lo eran) se tumbaban en el asiento de cuero posterior, apoyaban los pies en la barandilla que aislaba la cabina del conductor y se sumían en un profundo sueño. Repito y reconozco: me daba vergüenza pertenecer a aquel colectivo, porque estaba formado fundamentalmente por castas bajas. No es que fueran lo peor de la sociedad (era una época dorada de los conductores de rickshaws si la comparamos con la competencia a la que se enfrentaron luego con Uber y otros servicios de vehículos de transporte con conductor), pero no era una profesión de prestigio. Visto en perspectiva, fui un adelantado a mi tiempo: propuse dos décadas antes la misma solución económica que dieron multinacionales extranjeras al problema del transporte urbano en la India.
No solo cobraba el importe exacto, sino que era diligente y educado. Vestía un uniforme gris impecable y no dejaba que mi espalda se torciera para conducir. No molestaba a nadie, no hacía preguntas. Solo hubo un momento complicado: atropellé a un gato y lo maté, pero al no formar parte del panteón hindú no me preocupé demasiado; aquello no podía causar ningún tipo de consecuencia en el karma. Mi aura legendaria de conductor de rickshaw siguió creciendo y empecé a ganar bastante dinero, al menos mucho más de lo que estaba acostumbrado. Pero me di cuenta de que, pese a la alegría que suponía tener un rickshaw y haberme granjeado una reputación y un salario con el sudor de mi frente, aquel no era el oficio más glamuroso. Fruto de mi desapego, de querer distanciarme de la profesión pero continuar ejerciéndola, decidí dejar de pagar mi cuota al sindicato de conductores. No tanto por el dinero como para subrayar mi independencia: yo no era uno de ellos. Aquel gesto lo reventó todo. Los conductores se enfadaron conmigo, pero no actuaron de inmediato contra mí debido a mi tierna edad y al buen nombre que tenía mi familia en el barrio. Cuando comprobaron que por segundo mes consecutivo no pagaba mi cuota sindical, me denunciaron a la policía por conducir un rickshaw siendo menor de edad. Por supuesto, esto no funcionó, así que subieron un peldaño más. Un día un grupo de conductores apestosos rodeó mi rickshaw. En teoría llevaban el mismo uniforme que yo, pero ellos parecían la purria de la India y yo todo un Jawaharlal Nehru con su elegante chaqueta abrochada hasta el cuello. Me golpearon en la cara, en la espalda, en las piernas y, sobre todo, en los pies, porque vieron que los tenía muy grandes: era una manera de insultarme. Me escupieron y me dijeron que nunca más se me ocurriera conducir. Rociaron mi rickshaw con un bidón de gasolina y le prendieron fuego. Vi cómo el dibujo de Cobi era devorado por las llamas, y después todo el rickshaw, hasta que quedó un esqueleto humeante. No ignoré la simbología del momento, aunque me resultaba difícil establecerla de forma precisa. Me prometí que nadie sería capaz de detener mi carrera hacia el éxito. Tampoco aquellos sindicatos que paralizaban todas las ciudades cuando querían y actuaban como auténticas mafias. Habría venganza. Algún día.