El mito no empieza ahora, porque hace mucho tiempo que existe. Ha muerto uno de los corresponsales de guerra que han marcado el último medio siglo. Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955; Madrid, España, 2023) es un referente para los periodistas de todas las edades que quieren echarse una mochila a la espalda y contar el mundo. El vacío que deja es imposible de llenar. Sus enseñanzas, infinitas.
Su pasión por el periodismo lo llevó a reconvertirse una y otra vez: enviado especial estrella de El País, luego reportero freelance, copresentador de una sección radiofónica en A vivir que son dos días. Y siempre: autor de obras de no ficción e incluso novelas. Nos deja un mensaje importante para todas las generaciones: no importa lo alto que llegues, siempre hay que conservar la humildad y seguir esforzándose.
El equipo de 5W siempre admiró la obra de Lobo. Por eso le propuso ser el autor del primer libro de la colección de diálogos Voces 5W, que llevó el título de Guerras de ayer y de hoy (2016). Este es el fragmento final de la conversación que mantuvo con Mikel Ayestaran. Aquí deja clara su visión sobre el oficio.
La compartimos, porque la aprendimos —entre otros y otras— de él.
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Ramón: Una cosa que nos diferencia de los anglosajones, para mal, es que ellos siempre introducen personas dentro de las historias. The Wall Street Journal es un periódico de economía, pero si te habla de la crisis, es inconcebible que no aparezcan personas en el texto. En España se han publicado historias de desahucios sin personas. Hemos perdido la costumbre de ir a los sitios. Y en el caso de las guerras, las víctimas están en ambos lados. Si tu bando es ideológico o político, si eres un activista, te vas a equivocar. Si tu bando son las víctimas de ambos lados, tu historia será más compleja y acertada.
Mikel: Fomentamos, sobre todo en los momentos de máxima atención informativa, la víctima kleenex, recogemos un testimonio tras otro, sin pararnos a pensar. A veces te sientes fatal cuando hay un gran desembarco y llegan a un sitio cincuenta periodistas a la vez. Por ejemplo, en los atentados terroristas de Bombay (la India) de 2009, íbamos al café que habían ametrallado y había más periodistas que disparos de bala. No llegas ni a empatizar con la gente. No te da tiempo. Estás más preocupado de que no salga otro periodista en la imagen con un micrófono que de lo que te diga la persona. Consigues el corte de veinte segundos para la televisión y te vas.
R.: Cuando estaba en Bosnia una amiga me dijo una frase terrible: “Escribes historias sin esperanza”. Me impactó mucho. Desde entonces, siempre intento buscar algo de esperanza, aunque sea una pequeña ventana para respirar. Historias de gente que lucha. Si trabajas con las víctimas, también hay un límite: no debes escribir una historia victimista, porque pierde fuerza. Necesitas distancia, y que el lector sea quien decida. Es muy importante que el relato tenga el prestigio de la distancia. Puedes llamarlo honestidad. La objetividad no existe porque somos subjetivos, somos consecuencia de nuestras lecturas y de nuestras experiencias. Tenemos un punto de vista.
M.: Sí, y cuando llegas a un conflicto, enseguida eliges un lado.
R.: Tienes que ser honesto.
M.: Honestidad y distancia.
R.: La distancia es importante en la narración, porque, si no, el lector no se va a creer lo que cuentas. Eso no significa que no se pueda usar la primera persona. En El País está prohibido. Quizá porque se usa mal. La primera persona tendría que estar permitida si se usa de forma elegante y es esencial para el relato. El objetivo es no estropear la historia, dejar que llegue lo más limpia posible al lector. Hay que dejar una puerta abierta a que el lector saque una conclusión diferente a la tuya.
M.: He visto mucho cinismo en la profesión. Sobre todo, cuando llegas a una cobertura y hay mucha gente. Hay cosas que me han molestado siempre, pero no como periodista, sino como persona. Reporteros que entran a un hospital y se ponen a fotografiar a diestro y siniestro, y que no son capaces de dar la mano y preguntar el nombre del paciente. Es una cuestión de educación. Cuando vas a un hospital, hay pacientes y familias, no solo se trata de pedir permiso para sacar fotografías. Haría lo mismo si no estuviera trabajando. Me presentaría, saludaría. Ahora mucha gente no lo hace. Es periodismo de tierra quemada. No van a volver a ese hospital, necesitan una imagen cuanto más dramática mejor, así que la consiguen y se van. Y al siguiente tema.
R.: Son los periodistas de motor de explosión. En la segunda o tercera curva se van a salir.
M.: Yo también lo creo. Pero tú estás allí, en el mismo pelotón que ellos. Son velocidades diferentes.
R.: Trabajamos para tres grandes áreas. La primera son los reporteros con los que coincides en las coberturas. La segunda son los compañeros de tu medio. La más importante es la tercera: los lectores. La suma de estas tres áreas es lo que te da prestigio. Si eres un periodista que se inventa las cosas, o eres mal compañero, lo sabrán todos tus colegas.
M.: Sí, ser buena persona, yo no pido más, me da igual para quién trabajes. No hace falta que hables horas y horas como nosotros para hacer este libro, pero sí al menos tomarte una cerveza. La misma educación que hay que tener con las víctimas. Y la decencia: hay gente que se llega a inventar por qué hay un paciente postrado en la cama. Dice que ha sido por una mina, y no lo sabe.
R.: El paso de Morina, en la frontera albanokosovar, era el lugar de llegada de muchos refugiados que escapaban de Milosevic. Estaba lleno de periodistas y de fotógrafos, entre ellos Gervasio Sánchez. Hubo un momento en el que no pude más y me senté en un bordillo con las manos en la cabeza. Estaba conmocionado. Gervasio bajó su cámara, también tenía lágrimas en los ojos, y dijo: “Me gusta esta gente”. También estaba emocionado Gilles Peress, uno de los grandes. Pero había fotógrafos que metían la cámara en cada carromato sin respetar a las personas. Gervasio se indignaba con ellos. Habían ido hasta allí para aprovecharse de las víctimas de una guerra.
M.: Una mañana de 2006, en la guerra de Líbano, estábamos en la ciudad de Tiro y vimos por televisión un bombardeo en un barrio cercano contra una residencia civil. Fuimos y había decenas de muertos y unos cuarenta fotógrafos. La Media Luna Roja sacaba a niños muertos de los escombros, que parecían dormidos, porque el polvo los había asfixiado, y antes de meterlos en la ambulancia se encontraban con decenas de fotógrafos que querían la imagen del fiambre. Yo hice allí la fotografía de la fotografía: un trabajador de la Cruz Roja levantando el cadáver y un grupo de fotógrafos haciendo gestos de que fuera despacio para sacar la imagen. Cada vez que tengo dudas sobre este negocio, miro esa fotografía.
R.: ¿Recuerdas la foto del sudafricano Kevin Carter? Una niña desmayada con un buitre detrás. La sacó en una distribución de alimentos de la ONU en Juba, que entonces era Sudán. Iba con el fotógrafo João Silva, que luego perdió las dos piernas en Afganistán. Cuando regresaban a la avioneta, Carter le dijo a Silva: “Creo que he hecho una foto cojonuda de una niña con un buitre detrás”. Silva había visto a la niña, pero no al buitre. Reveló la foto en Nairobi y la envió a Nueva York. Fue portada de The New York Times y premio Pulitzer. Los lectores empezaron a preguntar qué hizo por la niña, y Carter, que tenía problemas con las drogas y el alcohol, se inventó una historia, dijo que intentó ahuyentar al buitre. Esa foto puso la hambruna de Sudán en el mapa, le dio fama y lo dejó tocado. Meses después, Newsweek le encargó un trabajo en Mozambique. Al volver a Sudáfrica se dio cuenta de que había perdido los negativos. Fue la gota que colmó el vaso. Se suicidó. Días después, llegó a casa de sus padres una caja con cartas de niñas japonesas. Al parecer, un colegio usó la foto para hacer reflexionar a sus alumnas. En una de esas cartas, una niña escribió: “Señor Carter, si alguna vez pienso que mi vida es difícil, recordaré esa foto”. Leí esta historia en el libro El club del bang bang, que escribieron Greg Marinovich y Silva sobre los años de la caída del apartheid en Sudáfrica. Si esa carta hubiera llegado unos días antes, tal vez no se habría suicidado, o habría aplazado su decisión. La niña de la foto vivió hasta los dieciocho años. La pregunta moral no es qué hizo el fotógrafo, es qué está haciendo usted en su sofá.
M.: Esas fotos son importantes. Te dejan claro cuál es tu lugar en el mundo. Cuando tienes que hacer imágenes tienes algo que el texto no te da: te obliga a salir, a estar en el sitio. A mí eso me ha ayudado a trabajar mejor. El problema es que es difícil sacar de manera decente imágenes de situaciones en las que hay muertos o heridos. Una cámara te puede joder una buena historia, porque la sacas y pierdes cualquier tipo de intimidad que puedas tener con la gente. Y si encima haces lo que te da la gana con la cámara… Yo siempre sigo la misma norma: me fijo en la gente a la que respeto y hago como ellos.
R.: He descubierto con el tiempo que mis sentimientos son fundamentales. Necesito activar mi emoción para conectar con la emoción del otro. Así, la otra persona se siente mejor y se abre más. Pero luego, a la hora de escribir, mi emoción tiene que desaparecer. Es un problema mío y del psicólogo.
M.: Para mí es al revés.
R.: Yo escribo con la emoción del otro, la mía es solo una vía para llegar a la suya.
M.: A mí me gustaría parar y tener un momento para pensar, pero cuando estás ahí, en un momento así, haces casi escritura automática, es un momento Bukowski. Cuando vuelvo de una escena dolorosa, quiero escribir la crónica y enviarla, pero no quiero ni releerla.
R.: Estuve en Ayotzinapa (México) en marzo de 2015 con el fotógrafo Juan Carlos Tomasi y un equipo de psicólogas de Médicos Sin Fronteras. Las madres pensaban que eran de la CIA. No entendían que estuviera ahí ayudando sin cobrarles. Hice varias entrevistas. En una de ellas había una enorme distancia con la madre. Era educada, pero contaba su historia con una enorme frialdad. Podía percibir el muro. La mujer fue avanzando en su historia. En un momento, ella se emocionó y yo me emocioné también. Me miró y vio mis ojos. No hubo sonrisa ni gesto. Siguió hablando, pero la frialdad despareció. Es como si a partir de ese momento se fiara de mí.
M.: Ahí hay algo fundamental: el idioma. Para mí, en Oriente Medio, no controlar el idioma se convierte en un muro.
R.: Creo mucho en el lenguaje corporal. Ayuda a conectar con la gente, a encontrar una conexión. El buen periodista es como el buen árbitro: consigue que no se le vea en la historia. Ya eres el responsable de decidir quién habla y cuándo, ¿qué más quieres? Hay periodistas que intentan demostrar lo bien que escriben. La escritura debe estar al servicio de la historia, y no al revés.
M.: El hecho de que seamos transmisores de información no evita que todos tengamos egos enormes. En la radio, el ego es como un balón de balonmano. En la prensa, como un balón de fútbol. En la televisión, como un balón de playa. Es impresionante. Y ese ego puede con las historias y puede con todo.
R.: Manolo Saco, que es como mi hermano mayor y que trabajó mucho en televisión, decía que cuando sales a la calle y te reconocen el panadero y los del barrio, las posibilidades de convertirte en un imbécil son altísimas.
M.: Pues imagínate con veinte años. A mí menos mal que me ha pillado con cuarenta.
R.: Además del trabajo, tenemos la obligación: transmitir lo que hemos aprendido. Por eso son tan importantes las charlas y las conferencias. El 99 % de las veces que un estudiante me pide una entrevista, le digo que sí. Estuve en la 40ª Asamblea General de la ONU en 1985. Tenía que enviar un texto a Madrid. Solo existía la opción del télex. Vi a José María Carrascal, el gran corresponsal de ABC en Nueva York. Le pregunté cómo se hacía. Se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla, se sentó y me mandó el télex. Yo era un mierdecilla que estaba empezando. Nunca me olvidaré de Carrascal. Le tengo un gran respeto aunque no esté de acuerdo con él en muchas cosas. Hablar con un estudiante o alguien que empieza te da la capacidad de influir en la construcción de su mirada. Es obligatorio pasar el testigo. Esa fue la enseñanza de Carrascal.
M.: Alguien que empieza, alguien a quien puedes convertir.
(Silencio).
R.: Tenemos mucha suerte del trabajo que hacemos.
M.: Esto es un regalo.
R.: Nunca lo he sentido como un trabajo; me parece que estoy siempre de vacaciones. Todo lo que hago me gusta. Lo haría exactamente igual aunque no me pagaran. Casi todo lo hago por puro placer.
M.: A mí me pasa igual. Pero esa una de las claves. Cuando consigues trabajar en algo que te gusta, el precio que pagas es alto. Yo soy muy familiar, y llevas al límite muchas cosas. Si quieres una vida más tradicional, sedentaria, es casi imposible. Para mí ha sido maravilloso poder venir con mi mujer y mis hijos a Jerusalén. Tengo la sensación de que podría estar allí toda la vida. ¿Vacaciones? Vuelvo a Euskadi para ver a mis padres y tomar unos vinos, pero en Jerusalén todos los días son una pasada.
R.: He tenido el privilegio de trabajar en lo que más me gusta y en un gran periódico que daba visibilidad a mis historias. He tenido el privilegio de salir de El País y seguir navegando en mi bote salvavidas. He perdido dinero, bastante, pero he ganado el control de mi tiempo, decidir qué hago con él. Estoy muy agradecido a los medios que me han ido recogiendo. Soy feliz en ellos. He perdido dinero, pero he ganado prestigio. Es curioso: la manera en la que salí de El País me dio un sello de independencia. Nunca me hubiera ido del periódico ni renunciado al sueldo. Pero no moví ni un dedo para que me sacaran de la lista. No intenté hablar con nadie. Hubo tres razones. Si me salía de ella, metían a otro; era solo un copia, yo estaba en la cabeza de alguien que podría hacer más listas, y en tercer lugar, no sabía si era bueno o malo. Dejé que todo fluyera.
M.: Los cambios son necesarios.
R.: La otra decisión que tomé fue irme sin rencor. El rencor es una cárcel. Fueron veinte años fantásticos. Estaré eternamente agradecido. Me construí como periodista y como persona. Tengo un nombre, la gente me respeta. Creo que he sido consecuente con lo que defiendo y hago. He cometido errores, cambiaría cosas, sin duda, pero en lo esencial puedo decir que ha estado bien. He tenido una vida que merece la pena ser vivida. Y he aprendido que uno de los valores esenciales para ser periodista es el coraje. Coraje es luchar durante mucho tiempo por lo que quieres. El coraje de decir: quiero ser periodista y lo voy a conseguir. Este oficio premia la constancia en la lucha.
M.: Espero que sea verdad.