Dos hombres arrastran una mesa dentro de un oscuro salón comunal de madera, escondido entre las inmensas montañas del altiplano de Guatemala. Afuera, como casi todas las tardes, llueve. La fricción de la mesa sobre el suelo hace temblar una fila de ataúdes y una caja de cartón, colocada sobre uno de ellos, amenaza con caerse al suelo.
Al cabo de unos segundos, los ojos negros y rasgados de un hombre de unos cincuenta años, con una gorra de color beis y el labio superior montado sobre el inferior, se fijan en la caja. Pero hay tanta gente a su alrededor —el salón está completamente abarrotado— que no puede avanzar para evitar su caída. No dice nada. No grita. No avisa a nadie. Su mirada se pierde de la realidad que lo rodea: solo observa en silencio cómo se mueve.
En la caja aparece escrito con rotulador: “Xemanzana. Ixtupil, Nebaj, Quiché. FAFG. 156 0-XXXV-1 25.03.14”. Es la inscripción que identifica el expediente de unos restos óseos recuperados en Xemanzana. Podría albergar los huesos de algún miembro de su familia. Otra caja contiene los restos de Teresa, la madre de doña Catarina, asesinada en 1983. Otra es de la madre de Jacinto Raymundo Brito, asesinada en 1981. Otra es de la hermana de Ana Ramírez. Otra es de la hermana mayor de Diego López, que tenía solo un año más que él, y a quien dispararon en el pie y murió desangrada. Hay 47 cajas y el mismo número de ataúdes. Veintidós de ellos son más pequeños: allí están los huesos de niños y niñas. Tres son de bebés.
Según el informe de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), basado en el testimonio de familiares, estas personas murieron entre 1980 y 1985. La mayor parte por proyectiles de arma de fuego, algunos por hemorragias internas tras los bombardeos, otros degollados.
Los soldados, según varias personas de esta aldea, comenzaron a llegar a Ixtupil en 1980 desde La Perla, una finca de café convertida en aquel tiempo en un destacamento militar. Hacían redadas, irrumpían en domicilios y disparaban contra sus habitantes. Luego llegaron las bombas, lanzadas desde helicópteros. Más tarde quemaron las cosechas. Los supervivientes fueron los que pudieron escapar mientras veían morir a sus allegados. Corrieron y, ayudados por la niebla, los recodos entre las montañas y la vegetación tupida, pudieron esconderse. Durante nueve años permanecieron ocultos en las montañas, cambiando de posición por nuevos asedios del Ejército. Sin saber dónde estaba su familia, sin comida, sin techo, sin mantas, sin cubiertos, sin camas, sin ropa, sin zapatos, sin lapiceros. Con miedo.
La mesa deja de moverse y la caja recupera el equilibrio. El hombre de gorra beis pestañea y vuelve a la realidad que lo rodea. A los habitantes de Ixtupil esperando la entrega de restos óseos. Son los preparativos, treinta años después, del velorio y el entierro de sus familiares asesinados por el Ejército.
Ixtupil pertenece a Nebaj, uno de los municipios que, junto a Cotzal y Chajul, conforma el llamado triángulo Ixil. Fue una de las zonas más golpeadas durante la guerra civil de Guatemala, que se prolongó durante 36 años (1960-1996), aunque los peores fueron entre 1978 y 1982.
Entre 1982 y 1983, el Ejército, con ayuda de patrulleros de autodefensa civil, terminó con un tercio de la población ixil, lo que permitió, según los estándares internacionales, ponerle un nombre: genocidio.
El objetivo era la lucha contra el comunismo o, como se vio más tarde, mantener en el poder a un régimen. El general Efraín Ríos Montt, jefe de Estado entre 1982 y 1983, fue condenado en 2013 por genocidio por el Tribunal de Mayor Riesgo contra el pueblo maya ixil, una sentencia después anulada por la Corte de Constitucionalidad, el máximo tribunal de Guatemala.
Muertos y supervivientes
María Raymundo está sentada en las escaleras del Ministerio Público de Nebaj, esperando a firmar, junto a una delegación de Ixtupil, los documentos que permitirán que les entreguen las cajas con los huesos de sus familiares asesinados entre 1980 y 1985. Todavía faltan unas horas para que regrese a su aldea. María tiene la piel tan lisa que es difícil calcular su edad, las cejas anchas y poco pobladas y una mirada que parece estancada en algún momento de su infancia. Según la costumbre ixil, lleva la falda roja y el huipil —blusa maya— bordado, conformando triángulos, rombos, rectángulos y otras formas geométricas, de color verde, granate, lila, amarillo.
Tiene un papel en la mano que arruga sin darse cuenta mientras se incorpora hacia adelante para acomodar al bebé que lleva en la espalda, o mientras da comida guardada en una servilleta a otra niña sentada a su lado. Se despista, hace una bola con el papel y lo tira al suelo. Luego se da cuenta, lo recoge y lo plancha con la mano. Le pregunto qué es. Me sonríe y me lo muestra: es una constancia de la denuncia de sus familiares asesinados. Hay tres espacios con una v de víctima: v1, v2 y v3. Debajo, hay apuntados otros dos nombres con lápiz: v4 y v5.
Me explica, en un español escaso, que ahí está anotada su mamá —ella no sabe leer— y que la velarán esa noche. Ahí también aparecen su abuelo y sus tres hermanos. Me empieza a hablar de su madre: Teresa López.
—La atacaron los soldados. Solo tenía ocho años cuando murió mi mamá. Nos escondimos y por eso estoy viva. Solo la pudieron matar a ella. Mis otros hermanos no sabemos dónde están. Doce años estuvimos escondidas. Me fui a resistir. A la pura montaña. En el mero año de guerra la mataron. La enterramos en un cementerio clandestino. Es un cementerio ilegal.
Le pregunto por las fechas y me delega a su hermana mayor, Catarina, que tenía once años cuando sucedieron los hechos. Se parecen mucho, pero la mirada de Catarina es diferente, como si fuera una ventana más pequeña desde la que fuera más difícil ver su interior. Le pregunto por el entierro que se celebrará al día siguiente en su aldea.
—Es importante. En tiempo de guerra fue una gran tristeza, porque fue una gran guerra. Estábamos tristes porque nuestra mamá se quedó bajo las montañas. Los gobiernos tienen que conocer nuestra historia, porque el Gobierno [de Guatemala] mandó las bombas. Bombardeos por helicópteros. Fue un gran hecho. Por eso, ahorita, los gobiernos aceptan que no queremos otra guerra.
El conflicto armado interno de Guatemala está catalogado como una guerra de baja intensidad. El alzamiento tuvo lugar en 1960, seis años después del golpe que, con apoyo estadounidense, terminó con los diez únicos años en los que un Gobierno trató de iniciar una reforma agraria. Con las Fuerzas Armadas Rebeldes se configuraron otras dos facciones guerrilleras: el Ejército Guatemalteco de los Pobres (EGP) y la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA). Fue el conflicto armado más desproporcionado de Centroamérica en cuanto a posesión de armas y bajas causadas por el Estado y las guerrillas. Se dice que en Nicaragua ganó el movimiento insurgente, en el Salvador hubo empate y en Guatemala perdió. La insurgencia en Guatemala apenas estaba armada y nunca estuvo bien organizada. A lo que se sumó el racismo, atroz y persistente, contra el pueblo maya.
En Ciudad de Guatemala los asesinatos fueron selectivos. Las fuerzas del Gobierno identificaban, espiaban, perseguían, secuestraban, asesinaban o hacían desaparecer a miembros de las facciones guerrilleras. Hubo personas en la capital que nunca se enteraron de que en Guatemala tenía lugar una guerra.
En las aldeas, los soldados llegaban y asesinaban a todos los habitantes: hombres, mujeres, abuelos y niños, bajo el pretexto de “quitar el agua al pez”. En Ixtupil, tal y como me contó Bernardo U Marcos, el alcalde indígena, se vendía comida a los guerrilleros, y como represalia llegaron a matar a la población.
Pregunto a Catarina por las fechas y me cuenta que a su mamá la asesinaron en 1983; ellas corrieron y se salvaron. Su hermana mediana no pudo huir y se quedó en Ixtupil; luego la encontraron, años después, cuando descendieron de las montañas. Empieza a llorar. María también llora, y habla en ixil. Catarina me traduce a María:
—Dice que ella no se acuerda.
Catarina se queda callada, su mirada se endurece.
—Por gusto. Por gusto fuimos a decir dónde estaba el cementerio, por gusto tuvieron seis años los huesos en la ciudad, por gusto, porque nadie nos ayuda.
Poco más tarde, mientras seguimos esperando en las escaleras del Ministerio Público de Nebaj, conozco a Esteban, un sobrino de Catarina.
Esteban, de 18 años, cuenta que fue su tía quien enterró a escondidas a su abuela Teresa en Xemanzana. Es decir, que fue Catarina quien, cuando tenía 11 años, enterró a su madre antes de huir a la montaña. Cuando bajó de las montañas, en 1992, con veinte años y después de pasar toda su adolescencia escondida, lo primero que hizo fue buscar a su hermana, a la madre de Esteban. En Nebaj le dijeron que estaba en San Juan Ixcán, Huehuetenango. Fue a buscarla y se reencontró con ella.
En 2011, varios miembros del comité de víctimas de Ixtupil se trasladaron a Nebaj e informaron a Asomoviding, una asociación de víctimas del conflicto armado, sobre la existencia de un cementerio clandestino en un paraje llamado Xemanzana. Los huesos fueron desenterrados por personal de la Fundación de Antropología Forense en 2012 y han permanecido bajo custodia del Estado durante los últimos seis años, en los que se han realizado las labores de identificación de los cuerpos.
El Comité Internacional de la Cruz Roja ayuda en los entierros con la logística, la alimentación, la construcción de los nichos. El Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (PNUD) también da apoyo a través de unos planes integrales. Pero desde 2012, el Programa Nacional de Resarcimiento, que se encargaba de indemnizar a las víctimas del conflicto armado interno, ha ido disminuyendo su presupuesto hasta quedarse solo con gastos para funcionamiento. Antes, quienes lograban ubicar los restos de sus familiares recibían una ayuda económica (24.000 quetzales, unos 2.400 euros); ahora ya no.
Cementerios clandestinos
En 2011, el Ministerio Público de Guatemala halló en el destacamento militar San Juan Comalapa, en Chimaltenango, un cementerio clandestino. Había 220 cadáveres enterrados. Tres fueron identificados a los pocos meses gracias al banco de ADN de familiares víctimas del conflicto. Uno era el de Juan de Dios Velásquez Samayoa, un joven militante de Partido Guatemalteco de los Trabajadores (PGT), desaparecido en 1984 cuando iba a la universidad.
El entierro tuvo lugar hace poco en el cementerio Las Flores de Ciudad de Guatemala. El 24 de marzo de 2012, mientras su familia acompañaba el féretro, su hermana hablaba del alivio. Contaba que su madre, durante 35 años, preparaba cada día la ropa a su hijo y la colocaba encima de su cama. Durante 35 años, cada vez que sonaba el teléfono, su madre se ponía nerviosa.
En 2012, la Fiscalía de Derechos Humanos del Ministerio Público, tras una denuncia de la la asociación Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (Famdegua) encontró, en el destacamento militar de Cobán, Alta Verapaz, otro cementerio clandestino con 250 osamentas (ya llevan desenterradas 565). Para identificarlas, recolectaban ADN en la casa parroquial de este municipio.
Allí hablé con Pablo Quiix, de 25 años, maya q’eqch’i. Decía que había ido a dar su identificación genética con la esperanza de que en el destacamento estuviera su padre, quien desapareció cuando él era un bebé. Había ido tres veces a la montaña a buscarlo, porque un hombre le dijo que sabía dónde estaba enterrado. Estuvieron buscándolo, escarbando en la tierra, pero nunca lo encontraron.
La guerra en Guatemala terminó oficialmente en 1996, con la firma de los Acuerdos de Paz en Oslo, precedida de negociaciones en La Habana, en las que miembros de la Unión Revolucionaria del Pueblo en Armas —la agrupación que reunía a las facciones guerrilleras— y del Gobierno pactaron unos puntos —resarcimiento de las víctimas, restitución de tierras, etc.— que no se cumplen.
El 40 % de la población sigue siendo maya en Guatemala, según el Instituto Nacional de Estadística, y un 80 % de la población indígena vive en condiciones de pobreza. Según Unicef, uno de cada dos niños sufre desnutrición crónica. En el caso de los niños indígenas, son seis de cada diez.
El pasado 31 de agosto, el presidente Jimmy Morales, quien llegó al poder con un partido de militares, desplegó nuevamente vehículos del Ejército por Ciudad de Guatemala, antes de dar un mensaje a la nación rodeado de soldados en una imagen que recordaba al golpe de Estado de Ríos Montt en 1982. Informó de que ya no renovará el mandato de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), una comisión creada en acuerdo con la ONU que desde 2015 ha acusado y logrado condenar por corrupción a políticos, empresarios y banqueros. Guatemala no quiere que nadie investigue sus delitos.
Durante esos días, además, opacadas por los hechos políticos, se celebraron varias audiencias del juicio por genocidio, todavía entrampado en tribunales en un engorroso proceso, y llegaron delegaciones desde la región ixil a prestar declaraciones sobre la guerra.
Ríos Montt, con arresto domiciliario desde 2013, murió en su casa el 1 de abril: domingo de Resurrección.
Entierro en Ixtupil
Ya lograron colocar el generador de energía y, desde unos altavoces de tamaño desproporcionado para el salón comunal de Ixtupil, suena un corrido mexicano sobre una masacre. Varias guitarras. Un acordeón. Allí me vuelvo a encontrar con Catarina.
—¿Me acompañarás a mi casa, al velorio? —pregunta mientras sonríe y me enseña una bolsa—. Le preparé a mi mamá su ropita maya.
Desde el micrófono, como si fuera una tómbola, la voz de una mujer interrumpe la música:
—Que pase la siguiente víctima. Teresa López.
Es la madre de Catarina. Colocan en medio un ataúd. Catarina y sus dos hermanas se abren paso entre los asistentes y se arrodillan detrás del féretro. Comienza el ritual.
Los antropólogos forenses sacan de la caja de cartón una bolsa de papel. De esta extraen el cráneo de Teresa y lo colocan en la parte de arriba del ataúd. Las hermanas comienzan a sollozar. Sacan otra bolsa: el torso. Le siguen los huesos de los brazos, las caderas, el fémur, los dedos de los pies. Las hermanas lloran.
Cuando han acabado de colocar los restos, empiezan a vestir a su mamá. Primero colocan el tocoyal, la diadema de hilos y pompones característica de la región ixil. Luego sacan su huipil, con sus formas geométricas y sus colores, y se lo ponen encima del torso. La falda la colocan sobre los huesos de las piernas; la faja, encima de la cadera. Se cierra el ataúd. Varios hombres lo cargan en hombros y se abren paso hacia la salida.
La misma ceremonia se repetirá con los demás. Los catorce identificados serán velados en sus casas; los otros 33, en el salón comunal. Durante toda la noche habrá velas encendidas, música cristiana, lágrimas, un par de borrachos llorando desconsoladamente, cayéndose y asustando a grupos de mujeres. Gente sentada, encogida, con las miradas perdidas.
Afuera sigue lloviendo y el suelo está resbaladizo. Sigo el ataúd de Teresa hasta su casa, en mitad de la oscuridad de Ixtupil, desde la que solo se intuyen construcciones de madera. Se oye el cacareo de alguna gallina y algún ganso desconcertado por el inusual ruido nocturno.
Al entrar al salón de Catarina, los hombres que cargaban el ataúd lo colocan encima de una mesa adornada con flores de plástico y lo cubren con un rebozo ixil, de hilos blancos, bordados en forma de serpiente, sobre retazos de tela de distintos verdes. Han instalado bancos y los familiares están sentados. Apoyado por otro generador, al fondo, otro grupo de música cristiana toca un piano, una guitarra, un bajo y una batería eléctrica. En esta aldea, de 140 familias, hay seis iglesias: cinco evangélicas y una católica. Catarina pertenece a la evangélica Iglesia de Dios.
En la cocina de Catarina, la habitación contigua al salón de su casa donde se celebra el velorio, hay comida para todas las personas invitadas. Ha preparado caldo de pollo ahumado. Catarina empieza a hacerme preguntas cotidianas mientras se mete con ganas la comida en la boca. Le pregunto si tenía hambre y me dice que no había comido en todo el día, que hasta ese momento no se le ha abierto el estómago.
En el último cuarto de siglo, el mismo ritual se ha repetido en diferentes puntos de Guatemala: 8.000 restos mortales han sido entregados a sus familiares para que puedan enterrarlos.