— ¿Estás en clase?
—Sí.
—¡Tienes que irte! Los terroristas están llegando al lugar donde estáis.
Bastó con la llamada de un compañero para que Maimouna Ouedraogo abandonara la que hasta entonces había sido su escuela, en el suroeste de Burkina Faso. Ouedraogo, de 45 años, ha enseñado en centros educativos con el francés como lengua vehícular y también en centros bilingües —francés y diola—, y dice que lo que más le gusta de su trabajo es el trato con los niños. La suya es una tarea importante en un país tan joven, donde la media de edad es de solo 17 años. La profesora hace una pausa y sonríe con nostalgia cuando recuerda a sus alumnos, de los que todavía guarda fotos y vídeos en su móvil: dice que la vida del profesor es así, que va cambiando de destino cada cierto tiempo, pero aquella era la primera vez que lo hacía de forma forzada.
Tras recibir la advertencia de su compañero, la profesora se quedó temblando. Avisaron al inspector local, que invitó a los educadores a mantener la calma y seguir trabajando, pero Ouedraogo no quiso esperar. “En esas condiciones ya no podíamos enseñar”, dice. Aquel día el inspector tuvo razón y no hubo ningún incidente, pero la decisión de los profesores de abandonar la escuela los acabó salvando. “Hubo ataques en esa zona y todas las escuelas acabaron cerradas”, recuerda Ouedraogo. Ahora vive en Bobo-Dioulasso, la segunda ciudad más poblada del país, a la espera de ser reasignada a otro centro. Es una de las más de dos millones de personas desplazadas en Burkina Faso, el 8% de la población de un territorio con 22 millones de habitantes. Los ataques terroristas se concentran en el noreste, pero han desestabilizado todo el país. En la región donde está Bobo-Dioulasso, solamente durante el pasado octubre hubo cuatro ataques violentos, según la organización Armed Conflict Location and Event Data Project. El informe anual sobre terrorismo del Institute of Economics and Peace concluye que el Sahel tuvo en 2022 más muertos por terrorismo que el Sur de Asia, Oriente Medio y el Norte de África juntos. En total, el 43% de las muertes globales por terrorismo fueron en esta región, con una concentración especial en dos países: Mali y Burkina Faso.
Junto a Ouagadougou, la capital, las zonas urbanas como Bobo-Dioulasso se han convertido en el refugio de los burkineses que huyen del peligro. Llegan sin ser invitados, apenas reciben ayuda del Gobierno, y los lazos familiares y vecinales se convierten en los últimos mecanismos de supervivencia y acogida. Ouedraogo, al disponer de un sueldo fijo, pudo pedir un préstamo para ayudar a su hermano a escapar. Los sueldos de un profesor en Burkina Faso dependen de la categoría y la experiencia, pero rondan los 200.000 francos CFA mensuales (poco más de 300 euros); Maimouna Ouedraogo pidió un préstamo de 250.000 francos CFA (381 euros) que ha ido devolviendo poco a poco. Ya casi ha liquidado su deuda.
Un gran campo de algodón
La inseguridad ha generado nuevos negocios como el de Liz Aviation: esta aerolínea hace el trayecto entre la capital, Ouagadougou, y Bobo-Dioulasso. La ciudad es un pequeño oasis en una tierra cada vez más seca; la temperatura es alta, pero su vegetación es muestra de que allí hay más agua y lluvias que en la capital, que concentra el poder político e institucional. Pese a su incesante proceso de desertificación, la capital alberga el 10% de la población del país, y los burkineses siguen la tendencia que está cambiando el continente africano: el desplazamiento de las zonas rurales a las urbanas. Desde el avión, la transición de una ciudad a la otra es como ver países diferentes. Los viajes cuestan 70 euros y sirven para convivir durante un rato con la clase media-alta burkinesa. A la ida, el vuelo va lleno; la vuelta es lo más parecido a ir en avión privado: la población local, mayoritariamente, sigue haciendo el trayecto en autobús.
Una vez en la ciudad, el medio de transporte preferido de los bobolais (el gentilicio de los habitantes de Bobo-Dioulasso) es la moto —la mayoría fabricadas en China—. El tráfico es abundante pero discurre apaciblemente, y las paradas en los semáforos y los peajes son una oportunidad de mercado: decenas de jóvenes se acercan para vender plátanos, mangos, cacahuetes o anacardos. En la mayoría de los casos no lo consiguen, pero se lo toman con deportividad y desean un buen camino a los viajeros. A las afueras de la ciudad, rumbo hacia el este, un cartel anuncia la amistad entre China y Burkina Faso al lado de un gran hospital en construcción.
A ambos lados de la carretera y con el paso de los kilómetros, los mercaderes son sustituidos paulatinamente por vegetación, arbustos y caminos que conducen a campos de maíz. Las infraestructuras van desapareciendo: el asfalto cede ante la arena rojiza, y los baches convierten la conducción en una ruta serpenteante. Los motoristas amortiguan los problemas estructurales con destreza y los coches encajan los golpes como pueden. En ambos casos, los vehículos se convierten en un acontecimiento: si en la ciudad son invisibles, en las zonas rurales captan todas las miradas. En Kotedougou, un pueblo rural a unos 20 kilómetros de Bobo-Dioulasso, una de las actividades económicas es la transformación del algodón en un tipo de tela tradicional llamada Faso Dan Fani que adquirió un significado político durante los años de gobierno de Thomas Sankara, el líder más popular de la historia burkinesa.
Francia convirtió Alto Volta —el nombre del territorio durante el colonialismo francés y los primeros años de independencia— en una gran plantación de algodón. De esta manera, seguía la tendencia que había marcado en otras colonias de África Occidental, centradas en la producción de cacao (Costa de Marfil), cacahuetes (Senegal) o algodón (Mali y Burkina Faso). Todas orientaban sus exportaciones hacia París y eran administradas a través de gobernadores coloniales. Tras las independencias en la década de 1960, la continuidad de esa relación se aseguró a través del franco CFA, una moneda fuerte ligada al franco francés —ahora al euro— que dificultaba cualquier intento de industrialización: las exportaciones perdían competitividad por el uso de esa moneda, que a la vez incentivaba la compra de productos en el extranjero. Al forzar a las antiguas colonias a seguir importando productos franceses, estas debían pedir prestado y pagaban la deuda resultante vendiendo lo que más a mano tenían: algodón, cacao y cacahuetes.
Los gobernadores coloniales dieron paso a presidentes con poco margen de maniobra, y en Burkina Faso las primeras dos décadas de independencia se solventaron con seis años de partido único y tres golpes de Estado militares, con regímenes que cada vez duraban menos tiempo. En 1983 llegó el cuarto golpe, liderado por un capitán de 34 años, Thomas Sankara. A diferencia de sus predecesores, Sankara libró un combate contra los privilegios de los terratenientes y los gobernantes, promovió con éxito la autosuficiencia alimentaria y eligió a mujeres como ministras en su Gobierno. También cambió el nombre del país a Burkina Faso, una mezcla de los idiomas mooré y diola que significa “el país de los hombres íntegros”, y dio ejemplo de ello bajando su sueldo y el de sus ministros. Su popularidad se disparó más allá de Burkina Faso, en parte gracias a sus apariciones públicas para criticar a la antigua metrópolis: “Francia no entiende a África, y es hora de que lo haga”, dijo en una ocasión.
Para reforzar la idea de la autosuficiencia económica, Sankara promovió el uso del Faso Dan Fani, el tejido burkinés, entre los funcionarios. Su idea principal era una industrialización basada en el desarrollo de la agricultura: de esa manera, el consumo local estimularía el empleo y generaría sinergias positivas para toda la población. La propuesta del impago de la deuda a los acreedores de los países ricos, durante una cumbre en julio de 1987, fue otro de sus mensajes más recordados: “Si soy el único en proponer esto, no estaré aquí en la próxima conferencia”, dijo, y los presidentes africanos presentes en la sala aplaudieron entre risas. Fue su última gran aparición internacional. Pese a su popularidad, Sankara terminaría concentrando buena parte del poder, igual que sus predecesores; aisló del gobierno al ala civil que le criticaba y se fue quedando solo con los militares. Uno de ellos, su mejor amigo, Blaise Compaoré, lo traicionó y apoyó su asesinato el 15 de octubre de 1987. Compaoré aceptó la tutela de Francia y el FMI, y duró 27 años en el cargo. Fue el presidente más longevo en la historia de un país que sigue exportando la mayoría de su algodón sin procesar, y que depende de las importaciones de alimentos para subsistir.
En lo estructural, han cambiado pocas cosas tras su caída, en 2014. Tras poco más de seis años de gobierno civil, en 2022 hubo dos golpes de Estado militares más. El último, el 30 de septiembre de 2022, aupó al poder a Ibrahim Traoré, un capitán de 34 años. El año que viene, Burkina Faso tendrá que pagar casi 400 millones de dólares en servicio anual de la deuda; en el último comunicado del FMI tras un nuevo préstamo, aprobado a finales de septiembre, la institución declaró que las autoridades burkinesas estaban comprometidas con un programa de austeridad presupuestaria.
“La situación actual es frustrante, pero yo resisto”
Sebazoum Tibiri tiene 19 años y habla con un hilo de voz mientras baja la mirada. A medida que avanza en sus explicaciones, su discurso gana fuerza y confianza, aunque nunca cambia el tono. Es la otra cara de la moneda. Si Maimouna Ouedraogo tuvo que dejar atrás a sus alumnos, ella se quedó dos veces sin escuela por culpa de los ataques de grupos islamistas. Entre los cambios logísticos —en su pueblo no había cursos de secundaria— y los forzados, ha estudiado en cinco centros distintos. Los ataques fueron en Dira y en Djontala, dos aldeas en el noroeste de Burkina Faso, cerca de la frontera con Mali. En ambos casos, ella tuvo la suerte de evitarlos: “Quemaron los cuadernos y los archivos. Se escondían en el bosque, dispararon”, recuerda.
Los ataques a las escuelas tienen dos objetivos: el primero, apoderarse de los suministros de comida de las cantinas; el segundo, atemorizar a los maestros. Estos son considerados, tras los soldados, como un objetivo para los islamistas: sus enseñanzas están contaminando a la juventud burkinesa. Para Sebazoum, el profesor Sanou es una figura importante: fue su maestro cuando era más pequeña, mantuvo el contacto con él cuando dejó de ser su alumna, y coincidió de nuevo con él tras el último ataque. Esa vez, para quedarse.
Actualmente, Sebazoum vive en Bobo-Dioulasso junto a la familia del profesor Sanou, que ha decidido acogerla. Los padres de la joven siguen viviendo en Solenzo, a 70 kilómetros de la frontera con Mali —que también se enfrenta a insurgentes islamistas en su territorio—. Ella quiere llegar a la universidad. El profesor Sanou está técnicamente en paro mientras espera a que le asignen un nuevo destino. Él también tuvo que huir de su escuela por los ataques. Mientras aguarda, sigue enseñando en el patio de su casa a sus hijas, a las de los vecinos, a quien haga falta. Durante nuestra visita sale al patio, se pone ante una pequeña pizarra y enseña a dos niñas a leer y sumar. Señala las letras con la vara de madera y las niñas recitan en voz alta. Luego cogen la tiza y escriben los resultados de las sumas. La más pequeña no comete ningún error, y el profesor Sanou me mira orgulloso: “Es muy lista”.
La casa del profesor es una gran habitación dividida por una cortina. A un lado, las camas donde duermen todos; al otro, dos sofás y dos butacas alrededor de una mesa. Hace un calor sofocante, ligeramente aliviado por un ventilador que suma su ruido al del televisor. Es el día de homenaje a las Fuerzas Armadas y todas las noticias hablan del Ejército. Hay declaraciones sobre el estado de la guerra contra los terroristas, entrevistas a vendedores callejeros que piden bendiciones para el Ejército, partes de bajas de los terroristas e información sobre los territorios en disputa. El optimismo es una voluntad: la celebración reciente del Tour du Faso, una competición de ciclismo, se ha mostrado como una prueba de la resiliencia creciente del país.
El profesor Sanou espera volver a pisar una escuela pronto. Sebazoum Tibiri forma parte de esta determinación, que ella traslada a sus estudios: “La situación actual es frustrante, pero yo resisto. Rezo para tener el valor suficiente para hacer frente a esta realidad y que los ataques terroristas no sean el motivo de mi fracaso”, dice. También anima a los demás jóvenes a seguir luchando para formarse, una puerta que para ella estuvo a punto de cerrarse en dos ocasiones. En un futuro, una vez haya acabado sus estudios, se ve en el Ejército: “Mi ambición es convertirme en soldado y combatir por el país. No tengo miedo al terrorismo: si muero, será por Burkina Faso”.
En el libro Comprendre les attaques armées au Burkina Faso, el periodista burkinés Atiana Serge Oulon cuenta quiénes son los insurgentes más allá de las siglas cambiantes de los grupos, que van desde los asociados al Estado Islámico hasta el JNIM (Jama’at Nusrat al Islam wal-Muslimin, Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes), pasando por Ansaroul Islam. Según Oulon, los grupos se refuerzan mutuamente mediante el apoyo financiero y logístico transfronterizo y, en el caso de Burkina Faso, los líderes islamistas son sustituidos por otros en cuanto caen en combate. Respecto a las motivaciones de los nuevos insurgentes, Oulon subraya la económica: “El dinero actúa como un punto de atracción. En Ansaroul Islam, cada miembro recibe 150.000 francos CFA (229 euros) al mes”. El botín de los ataques se reparte de la siguiente manera: una quinta parte para el grupo y el resto “para los bandidos que han llevado a cabo la operación”. Cuando se consiguen armas en un saqueo, estas se pueden revender a otros combatientes. El kaláshnikov tiene un precio de hasta 400.000 francos (610 euros) si está en buen estado. El doble del sueldo de un maestro. En febrero de 2023, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNDP) publicó un informe sobre los insurgentes repartidos por los países del Sahel y Somalia, y señalaba cuál era la motivación del 25% de los entrevistados: disponer de una fuente de ingresos. El 22% se unieron para seguir a un familiar o a un amigo, y la motivación religiosa se encontraba en tercer lugar con un 17% de las respuestas.
Un país entregado a su Ejército
“Lo vimos todo con nuestros ojos. Los atacantes degollaban a los hombres, no tenían piedad de nadie”. Mariam, de 74 años, perdió a su marido. Fatimata, de 68 años, sufrió el mismo destino. Son viudas y llegaron al pueblo de Kotedougou hace dos años, después de un trayecto de más de 500 kilómetros. Viven en una casa cerca del camino de arena que hay junto a la carretera que lleva hacia Bobo-Dioulasso. Escaparon de Boulsa, más allá de Ouagadougou, a pie, y caminaron 80 kilómetros hasta la ciudad de Kaya, al noroeste. Sus maridos eran dozos, cazadores tradicionales que, junto a los Voluntarios para la Defensa de la Patria (VDP), han reforzado al Ejército burkinés en su lucha contra los grupos islamistas. Junto a ellas hay otras cuatro mujeres. La más joven, Salimata, tiene 27 años y lleva a su hijo en brazos. Mariam y Fatimata hablan y responden a la mayoría de nuestras preguntas; el resto escucha. Las dos mujeres más veteranas son viudas, y las demás no saben si lo son: sus maridos quedaron atrás y no saben nada de ellos desde hace dos años. Bureima Zabré, de 41 años, es el único hijo de Mariam que sobrevivió a los ataques.
“Llegamos aquí sin nada, y hemos sobrevivido gracias a la gente de buena voluntad. De noche dormíamos en los arbustos”, recuerda Mariam. Tras llegar a Kaya, negociaron para entrar en un vehículo con el que poder llegar hasta Kotedougou. Atrás quedaron sus cultivos: “Hemos pedido un poco de tierra para poder cultivar, pero con eso no basta. Dependemos de la ayuda de los vecinos para poder comer. Sin ayuda, no comemos”, dice Mariam. Las viudas no han recibido ningún tipo de compensación del Gobierno por la muerte de sus maridos. Ante la pregunta de si le gustaría que su hijo fuera a luchar para el Ejército, Salimata responde convencida: “Los combatientes son hijos de alguien, y luchan por la vida de todos. No podemos impedir que nuestros hijos quieran convertirse en soldados. Si fuera necesario, deberíamos entregarlos”.
Bureima, el único hombre en casa, trabaja algunos días en el sector informal, y de esa manera pueden pagar el alquiler de 30.000 francos CFA mensuales (45 euros). Su único deseo, dice Mariam, es recuperar su hogar perdido: “En nuestro pueblo tenemos casa y tierras, podríamos volver y empezaríamos a cultivar de nuevo”. Por eso, añade, rezan para que el Ejército gane a los terroristas y la paz vuelva al país: “Aunque hayamos perdido a nuestra gente, rezamos para que los otros puedan vivir”.
De vuelta en Bobo-Dioulasso, un jeep lleno de militares centra las miradas y elogios de los ciudadanos. Suenan los cláxones y la gente aplaude a su paso. Un poco más tarde, un convoy militar genera la misma reacción: en la parte trasera de uno de los vehículos va un soldado sujetando una ametralladora y una cinta llena de municiones.
Tras décadas de injerencia francesa, los militares de Burkina Faso son el elemento más visible de un Estado ausente a la hora de ofrecer servicios básicos.