El 24 de febrero de 2022, Yana tenía previsto celebrar el cumpleaños de su mejor amiga en Kiev. Evelina iba a firmar la mayor venta de su carrera como agente inmobiliaria. Vitaliy iba a ponerse como un jueves cualquiera tras la barra de la cafetería en la que trabajaba. Kristina iba a entregar el contrato para la guardería de su hija en Lviv. Viktoria se iba a apuntar a la autoescuela en esa misma ciudad.
A más de 2.500 kilómetros, en Lloret de Mar (España), Oksana estaba a punto de concluir los preparativos para viajar a Ucrania. Mykola iba a abrir con normalidad su locutorio. Oresta planeaba descansar tras un turno de noche en su empresa. Natali iba a levantar la persiana de su tienda de ropa como un día más.
El 24 de febrero de 2022, Vladimir Putin lanzó la guerra a gran escala contra Ucrania.
Y nada de lo anterior pasó.
*
Ya tenía las maletas preparadas. En su apartamento de Lloret de Mar, en la costa catalana, Oksana se acostó con la intención de viajar en unas horas a visitar a su familia —sus hijos, su nieta, su hermana, sus padres— en el oeste de Ucrania. Iban a ser dos días en furgoneta. El avión quedaba descartado porque con ella viajaría Teo, su perro; tiene 15 años y, a estas alturas, no pensaba meterlo en la bodega de un avión.
De madrugada la despertó el teléfono. Era una pareja de amigos, ucranianos y vecinos de Lloret de Mar, como ella. Los días anteriores habían intentado convencerla de que no era el momento de ir a su país: la tensión aumentaba cada día, las tropas rusas se concentraban en la frontera, Putin había reconocido la independencia de los territorios separatistas del Donbás y todo aquello no auguraba nada bueno.
Medio dormida, descolgó el teléfono.
—Me dijeron: “Oksana, hay guerra”. Yo… lo que sentí no se puede explicar. Nunca me olvidaré de ese día. Empecé a llamar enseguida a mi yerno, a mi madre, a mi sobrina.
El 24 de febrero, mientras Putin lanzaba una “operación militar especial” para “liberar” a Ucrania y se desataba la alarma mundial, Oksana, camarera en Lloret Mar desde hace tantos años que ha perdido la cuenta, pasó horas al teléfono intentando convencer a los suyos de que salieran de Ucrania y vinieran a España. Ninguno quiso. Ella se quedó en su apartamento temblando, llorando. No tenía fuerzas para nada.
Los días y semanas siguientes fueron una sucesión de llamadas telefónicas, de consumir noticias sin parar, de ansiedad. Desde que empezó la guerra en Ucrania, los más de 2.500 kilómetros que separan su casa en Lloret de Mar de la región ucraniana de Lviv, donde vive toda su familia, le pesan más que nunca.
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El 23 de febrero por la noche, Kristina se acostó después de haber revisado el contrato para la guardería de su hija. Al día siguiente tenía que llevarlo firmado. Era un momento importante: la niña empezaba la kindergarten y ella se iba a reincorporar a su trabajo después de un parón de tres años, los mismos que en un par de días iba a cumplir la pequeña. Esa noche se quedó dormida en la habitación de la niña. La despertaron los gritos de su marido hablando a voces por teléfono desde el salón. Se levantó. “¿Por qué hablas tan alto, qué te pasa?”.
La llamada que llegaba de madrugada desde la lejana Lloret de Mar era de su madre, Oksana. “¿Qué pasa?”, insistió. “La guerra ha empezado”, le dijo su marido.
—Mi reacción fue preguntarle si estaba loco, si sabía de qué hablaba. No le creía. De verdad, no le creía.
Nos lo cuenta en su casa de Lviv, la ciudad más importante de la franja oeste de Ucrania, mientras nos ofrece una bandeja con pasteles que ha hecho ella misma: cocinar le ayuda a pensar en otras cosas. Habla con dulzura, con gestos que recuerdan a los de su madre, y ríe a menudo siempre con un ojo puesto en la pequeña Roksolana. La casa en la que vive con su esposo Dima y su hija es un apartamento moderno en un barrio tranquilo de la ciudad. Han pasado cinco semanas desde la llamada que les anunció la guerra y por los ventanales entra la luz suave de la tarde. Una gran puerta corredera conecta la cocina con el salón, lleno de juguetes que la pequeña Roksolana, parlanchina, exhibe con infantil orgullo. En una esquina hay una cascada de globos de colores, que han sobrevivido a las semanas pasadas desde su fiesta de cumpleaños: son fragmentos de normalidad y rutina, de una vida familiar que se abre paso pese a la preocupación, el miedo y la incertidumbre que asola el país desde hace cien días. Frente al sofá, una gran pantalla de televisión retransmite vídeos musicales intercalados con noticias.
Aquel 24 de febrero, mientras Rusia iniciaba su ataque a Ucrania por tierra, mar y aire, Kristina estuvo en shock. Habló por teléfono con su madre y otros familiares, con amigos, con compañeros de trabajo. Dima, su marido, le pidió que tuviera preparada la documentación importante y las cosas más necesarias. Él, empleado de una compañía considerada estratégica —suministra sistemas de agua caliente a la ciudad—, acudió a su trabajo en medio de la emergencia. Ella, economista, se quedó en casa con la niña. El día se le hizo eterno. Cuando sonaban las sirenas antiaéreas bajaba al sótano con Roksolana, que no entendía qué pasaba.
—Pero no quería mentirle. Le conté que hay una guerra y que Ucrania está en peligro, porque han venido los soldados rusos y matan a nuestra gente. Le dije que cuando oyera las sirenas debía venir conmigo para escondernos en un lugar seguro.
Dima interviene:
—Eso era antes. Pero si le dices ahora que vaya a un sitio seguro, dice: ¡No quiero! ¡Quiero jugar!
Los vecinos de Lviv han aprendido a convivir con el sonido recurrente de las alarmas antiaéreas, y son muchos los que ya no se las toman tan en serio como los primeros días. Dentro del apartamento de Kristina han encontrado una alternativa al sótano: el matrimonio ha preparado un “refugio” en un espacio que, a modo de armario, hay en el recibidor. A veces, cuando suena la sirena, Kristina se mete con su hija en ese hueco y la estrecha contra sí.
Pese a los ruegos de Oksana, por ahora no tiene ninguna intención de marcharse de Ucrania. Aquí tiene su casa, sus amigos, el resto de su familia. El parque infantil en el que juega su hija, el tranvía que en quince minutos le deja en el centro de Lviv, los supermercados cercanos, los vecinos, el trabajo. Todo lo que quedaría atrás si se marchara. Durante la siguiente hora nos enseña álbumes de fotos con retazos de vida antes de la guerra, ese antes y después: su boda con Dima, las celebraciones familiares, abrazos y rostros sonrientes.
—Si estuviera lejos creo que tendría más miedo, como mi madre. Sé que estaría pensando en Dima, en toda mi familia aquí, estaría todo el rato al teléfono… cada sirena sería como un ataque al corazón. Así que mientras pueda, me quedo aquí.
Kristina tranquiliza a su madre cuando le asegura que, si la situación empeora, se irá a Lloret de Mar con ella por la seguridad de la niña. A veces le sorprende la rapidez con la que Oksana la llama en cuanto ha habido algún ataque cerca de Lviv. Se entera antes que todos nosotros, ríe. Pero ella misma, insiste, solo se iría por su hija. Tiene claro que si no fuera madre se quedaría en cualquier circunstancia en su país, como los hombres.
La Ley Marcial que impide salir a los varones ucranianos de entre 18 y 60 años para una eventual llamada a filas se asume, en general, como consecuencia inapelable —y para muchos, necesaria— de la guerra. A ello se suma que el ataque ruso ha espoleado el sentimiento nacionalista, especialmente en el oeste de Ucrania. Esta zona, donde predomina el idioma ucraniano, se inclina hacia Europa y busca distanciarse de Rusia. El este y el sur de Ucrania, donde la mayoría habla ruso, fue en cambio más tolerante a las políticas de acercamiento a Moscú. Al menos hasta el conflicto bélico que lo está redibujando todo.
—¿La pequeña Roksolana entiende ruso?
—Sí, entiende. Y no me importa que entienda. Pero no quiero que hable ruso. Si escucho que de su boca sale alguna palabra en ese idioma, le advierto de que está hablando ruso y que en Ucrania se habla ucraniano.
Cuando habla del idioma y del conflicto, cuando habla de su país, Kristina se pone seria. Antes de la guerra, si alguien se dirigía a ella en ruso, solía responder en ese idioma; lo hacía, dice, porque pensaba que era más cómodo para su interlocutor. Como con tantas otras cosas, la guerra ha acabado también con esa deferencia.
—Si vives en Ucrania, tienes que entender ucraniano.
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A primera vista, Lviv tiene poco en común con Lloret de Mar. La primera es la principal ciudad del oeste de Ucrania, con unos 720.000 habitantes antes de la guerra. La segunda es un pequeño municipio catalán de unos 39.000 habitantes bañado por el Mediterráneo. Las dos comparten el ser tradicionalmente destinos turísticos, una por su impresionante patrimonio cultural y la otra por sus playas, su clima y su ambiente en verano, cuando su población se multiplica por tres o cuatro.
A Lloret de Mar llegó Oksana hace unos quince años, después de trabajar unos años en Portugal y Extremadura. Sus dos hijos se quedaron en Lviv a cargo de los abuelos maternos. Eran años duros en Ucrania: los salarios eran muy bajos y había una gran inestabilidad social, todo envuelto en una profunda corrupción política. El descontento y unas polémicas elecciones derivaron en la llamada Revolución Naranja de 2004, un movimiento cargado de esperanzas de cambio que pronto se hicieron borrosas. El país volvió a sumirse en la inestabilidad y el caos económico.
En Portugal, Oksana se separó de su marido y se marchó a Badajoz. Allí estuvo seis años trabajando en hostelería antes de trasladarse a Lloret de Mar. “La primera mañana, cuando desperté y oí el ruido de las gaviotas, me dije: este es mi lugar”, cuenta. En este pueblo Oksana ha construido su vida estos años mientras trabajaba para ayudar a que su familia construyera las suyas 2.500 kilómetros más allá. Sus vecinos, amigos y compañeros prestan más atención a las noticias que llegan de Ucrania porque saben que ahí es donde Oksana tiene a su familia.
—El otro día uno de mis compañeros de trabajo me dijo: “Llama a tu hija, Oksana, que han caído misiles cerca de Lviv”. Me enteré por él, llamé enseguida.
Lo cuenta Oksana tras salir de su trabajo en una pizzería y pasar por casa antes de volver para el turno de noche. En su apartamento, muy cerca de la iglesia de Lloret de Mar, su familia ha estado muchas veces de visita. “Mira, aquí Dima estaba más delgado”, dice mientras nos enseña, riendo, una foto de su hija Kristina y su yerno que tiene colgada en la pared. Fuma sin parar para apaciguar los nervios, y en la muñeca lleva una pulsera con los colores de la bandera ucraniana. Apenas se separa del móvil: ahora hace una videollamada a su hija Kristina, que desde su casa en Lviv nos enseña a la pequeña Roksolana. La niña está sumida en sus juegos y apenas hace caso a la pantalla.
En España, siempre trabajando en hostelería, Oksana ha arrastrado el peso que acompaña a la decisión de emigrar, pero pudo enviar a casa un dinero imprescindible para que sus hijos tuvieran el futuro que desde Ucrania no podía darles. Y ahora más que nunca, aunque sienta el impulso de dejarlo todo y volver con los suyos, su familia la ha convencido de que permanecer en este lugar significa darles la posibilidad de tener un sitio al que huir.
Kristina ha ido a visitarla a menudo a Cataluña. Antes de la pandemia, al menos dos veces al año. Su nieta Roksolana, a sus tres años, ha estado ya cuatro veces en este municipio de la Costa Brava; la primera vez tenía solo seis meses.
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La actividad de Lviv a principios de abril contrasta con las imágenes que llegan de zonas próximas a la línea de fuego. Pese a las alarmas antiaéreas y a la amenaza de los misiles rusos, las tiendas y los restaurantes están abiertos, el tranvía funciona con normalidad y las calles están llenas de gente. Pero basta con pararse a hablar con alguien o fijarse en las grandes carpas de emergencia frente a la estación de tren para que se haga evidente que son tiempos de guerra. Lviv, a pocos kilómetros de la frontera polaca, se ha convertido en refugio para quienes huyen de otras zonas; y es raro encontrar a alguien que no esté implicado, de una u otra manera, en ayudar al Ejército, a las fuerzas territoriales —dirigidas por militares en la reserva— o a las personas desplazadas. En la iglesia de San Pedro y San Pablo —la parroquia militar de Lviv— se celebran a diario funerales de soldados que han caído en combate en distintos frentes de Ucrania, en un desfile incesante de dolor.
Olga es sobrina de Oksana. Conoce Cataluña de las visitas a su tía: recuerda bien Barcelona, Girona, la propia Lloret de Mar. En una céntrica cafetería del centro de Lviv —llena hasta los topes y en la que también estos días suele haber lista de espera— nos cuenta que la noticia de la guerra la paralizó y durante algunos días solo pudo llorar. Sus planes de marcharse con su marido una temporada a Italia o Portugal, teletrabajando desde allí, quedaron truncados de golpe. Pero, tras asumir que una nueva realidad se había instalado en su cotidianidad, se puso en marcha y volcó sus esfuerzos en conseguir materiales para ayudar a los soldados y a las fuerzas de defensa territorial. Desde Cataluña, Oksana le ha hecho llegar varias cajas con torniquetes; en Ucrania son ahora difíciles de conseguir y en la batalla pueden ser decisivos para salvar vidas.
Son para una pequeña unidad del Ejército que estos días hace maniobras de entrenamiento en un lugar secreto, a unas horas de la ciudad. Entre el puñado de soldados que llevan varios días al raso, con temperaturas gélidas y bajo una lluvia intensa, está un joven militar buen amigo de Olga. Él le da las indicaciones para llegar al lugar donde entregarles el material. Antes de emprender el viaje en su coche, la sobrina de Oksana hace una parada en casa de la madre de otro de los soldados del grupo, que le da guantes para su hijo y sus compañeros. Además, Olga se ha hecho con varias tiendas de campaña y tabaco. Por el camino, para en una gasolinera y compra un puñado de chocolatinas que añade al paquete.
Después de varios controles en la carretera llegamos al destino, un punto en un camino de monte. Llueve sin parar. Al cabo de unos minutos salen del bosque dos militares jóvenes acompañados de un pastor alemán. Son Yuri, el amigo de Olga, y otro compañero. Llevan un chubasquero sobre el atuendo militar, pero están empapados. Al llegar a la carretera Yuri abraza a Olga. Al poco, llega otro coche del que salen otros dos militares, sonríen, saludan. Todos se van enseguida después de la entrega. Olga nos cuenta que el comandante de esta unidad murió y están a la espera de que llegue el reemplazo. Llevan seis días en el bosque y, en teoría, deben seguir allí cuatro más para completar el entrenamiento.
—Ojalá sigan aún en este bosque cuando la guerra acabe —dice Olga sin creérselo. Pero no pasó tanto tiempo. Más tarde nos contará que al día siguiente su amigo y sus compañeros fueron enviados a la región de Kiev: las tropas rusas se acababan de retirar de esa zona dejando un reguero de cadáveres tras de sí. Varias semanas después, seguían sin noticias.
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Toda guerra es hacer un hueco a los que huyen. En Lviv, ese hueco acoge a quienes vienen de las zonas más golpeadas por los ataques, sean conocidos o desconocidos. Y estos días la emergencia encubre, pero no borra, las diferencias culturales con quienes vienen de áreas con más influencia rusa.
Viktoria es la hermana mayor de Oksana. Vive en una aldea unos 30 kilómetros al sur de la ciudad de Lviv. Ella también se niega a abandonar Ucrania: supondría dejar a su marido —aún en edad de combatir—, renunciar a su trabajo y alejarse de su hija Olga. En su casa con jardín acoge desde hace semanas a unos parientes lejanos que llegaron de la destrozada Járkov, pegada a la frontera con Rusia. Allí la mayoría de sus habitantes son de habla rusa, incluida Larisa, pariente lejana de Victoria. Larisa llegó hasta Lviv acompañada de su suegro, de 94 años, y de una buena amiga, además de su perro y su gato.
En una habitación luminosa y llena de plantas está instalado Oleg, el anciano suegro de Larisa, que se coloca con mano temblorosa un audífono antes de iniciar la conversación. Es originario de Izium, ciudad de la región de Járkov pegada al Donbás. Habla sentado en la cama. Lloroso y con la voz rota, dice que ha terminado aquí por una sucesión de tragedias.
El 22 de febrero su hijo murió por culpa de un cáncer.
El 23 de febrero él sufrió un ataque al corazón y quedó hospitalizado.
El 24 de febrero Rusia atacó Ucrania.
El 7 de marzo su nuera Larisa lo sacó del hospital después de una noche de bombardeos especialmente intensos.
El 8 de marzo dejaron atrás su ciudad y lo que quedaba de sus vidas. A Lviv llegaron después de un viaje de tres días en coche, agotados, despeinados, con la ropa polvorienta.
Oleg llora. Larisa dice que la casa de su suegro en Izium ha quedado totalmente arrasada por los combates; pero que lo que más pesa al anciano es no haber podido recoger los restos de su hijo, no haber podido enterrarlo. Era mi marido, dice, y se vuelve a su suegro para decirle que hay que ser fuertes, que ahora están en un lugar seguro.
Spasiva, dice Oleg. Gracias, en ruso.
Con la esperanza de que la situación en Járkov mejore para poder volver, Larisa y su amiga Tetiana invierten parte de sus días como desplazadas cosiendo chalecos y otros materiales que enviarán al Ejército ucraniano. Recuerdan que Járkiv tiene muchos lazos con Rusia, que muchos vecinos tienen algún familiar allí.
—Mis padres están en Rusia —revela Larisa.
—¿En qué parte?
—En Crimea — responde.
Viktoria, su prima lejana, la escucha con gesto casi severo. “Crimea es un territorio ucraniano pero Rusia lo ocupó”, se apresura a explicarnos con cierto apuro el traductor que nos acompaña. Ucrania nunca ha reconocido Crimea como parte de Rusia, y considera que Moscú se anexionó la península en 2014 de forma ilegal.
Toda guerra es, también, hacer un hueco a los que huyen y no piensan como tú.
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La ONU calcula que más de 8 millones de personas han huido de sus hogares a otros puntos de Ucrania; igual que Larisa, Oleg y Tetiana, muchas se han desplazado al oeste del país. Otros 6,8 millones de personas, en su inmensa mayoría mujeres y menores de edad, han buscado refugio más allá de sus fronteras.
La Unión Europea abrió sus puertas desde el principio a quienes escapaban de Ucrania. La cercanía cultural y la percepción de la amenaza hizo que un continente vetado para quienes huyen de otras guerras se volcara en la acogida y la solidaridad con las personas ucranianas. En los tres primeros meses de guerra, se había registrado en España la llegada de unas 120.000 personas procedentes de Ucrania. Unas 110.000 han recibido la protección temporal que conceden las autoridades. Cataluña ha sido uno de los grandes nodos de llegadas y la comunidad que lidera el número de protecciones concedidas: a finales de mayo eran más de 24.000. La catalana también es la comunidad donde más ucranianos había empadronados antes de esta guerra, unos 23.600, el 22 por ciento del total en España.
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En el pequeño municipio de Guissona (Lleida), uno de cada siete habitantes procede de Ucrania. Por eso, el 24 de febrero la noticia de la guerra cayó como un mazazo sobre sus vecinos. La gran mayoría llegó a este rincón de Cataluña atraída por las oportunidades laborales que ofrecía una gran corporación agroalimentaria, BonÀrea. Con supermercados en media España, la empresa es una de las grandes fuentes de empleo en la zona desde hace más de dos décadas. También es la principal causa de que en este municipio de 7.400 habitantes convivan 43 nacionalidades. La ucraniana es la segunda más numerosa, con algo más de 1.000 personas, solo por detrás de la rumana.
Mykola estuvo entre los primeros ucranianos en instalarse en Guissona, hace ya dos décadas. Trabajó en la corporación unos años antes de montar su propio negocio, un locutorio que además es tienda de comestibles. El rótulo blanco sobre la entrada anuncia en catalán “Llamadas – Internet – Fax – Fotocopias”, pero cuando Rusia invadió Ucrania este locutorio pasó a ser mucho más. En poco tiempo el local quedó ocupado por decenas de cajas repletas de material de ayuda para Ucrania: productos de higiene, alimentos, medicina, ropa. Mientras organizaban transporte para traer desde la frontera polaca a familiares y conocidos, la comunidad ucraniana de Guissona montó una red autogestionada para mandar ayuda a su país. El Ayuntamiento, con años de experiencia en políticas de cohesión social e interculturalidad, también se volcó. En medio de un alud de donaciones, prestó a la comunidad una nave donde recibir, seleccionar y preparar los envíos para Ucrania. También puso en marcha un dispositivo de acogida, acompañamiento e inclusión de las personas ucranianas que llegaban al pueblo. Solo en las tres primeras semanas habían llegado a este rincón de Lleida 197 personas en busca de refugio, entre ellas 83 niños y niñas.
Tras el inicio del conflicto son muchos los medios que han puesto su foco en este pueblo, bautizado como “la pequeña Ucrania en Cataluña”. También ha estado bajo los focos Mykola, la cara más visible de la comunidad ucraniana en este lugar. Es un Mykola pegado al teléfono, coordinando la recogida de material y los envíos, atendiendo a las personas desplazadas que llegan al locutorio, todo bajo el peso de la preocupación por los suyos y la frustración y enfado por la situación en su país. Lo conocimos por primera vez un día de mediados de marzo. A aquel encuentro le seguirían muchos otros en los que nos abrió las puertas de la comunidad ucraniana. Sin embargo, aquella primera vez, cuando lo abordamos para preguntarle por la guerra, estalló.
—¿Ahora venís? ¿Por qué no os interesasteis hace ocho años? —espetó entonces, con la rabia de quien siente ignorada la injusticia. La guerra no es de ahora, dice; Ucrania lleva desde 2014 en guerra por la región del Donbás.
Desde el mostrador de su tienda, Mykola reivindica el contexto y la memoria. En este conflicto, la confrontación de culturas y de identidades se entreteje con los intereses geopolíticos. En la pared que hay detrás de su mostrador tiene algunas hileras de libros en ucraniano, varios de ellos sobre la historia de su país. Los saca para enseñarnos sus páginas, para traducir algunos fragmentos con paciencia y para enseñarnos que el escudo de Ucrania, con sus líneas amarillas sobre fondo azul, simboliza la libertad. Termina con una publicación que habla sobre el Holodomor: la gran hambruna causada por la colectivización forzosa que impuso Stalin, y que se cree que acabó con la vida de unos 7 millones de personas en la entonces Unión Soviética, y especialmente en Ucrania.
Mykola insiste: la guerra no es de ahora.
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Las furgonetas con ayuda que salen de Guissona atraviesan, en menos de 40 horas, los 2.500 kilómetros y tres países —Francia, Alemania y Polonia— que hay entre el pueblo y Medyka, el principal paso fronterizo entre Polonia y Ucrania. Las conducen hombres de la comunidad ucraniana de Guissona; desde que empezó el conflicto, algunos han llegado a hacer 10.000 kilómetros en apenas un par de semanas. Al principio, en su viaje de vuelta traían a personas que huían del país. Más de tres meses después, el número de salidas ha caído en picado y las furgonetas se centran en el objetivo de llevar ayuda.
Ayudar a Ucrania pero sin entrar en Ucrania: si atraviesan la frontera, los conductores corren el riesgo de no poder salir por el decreto que lo prohíbe a los varones en edad de combatir. Por eso, quienes cruzan la frontera desde Ucrania para recoger la ayuda en el lado polaco y volver a entrar son o bien hombres con permisos especiales —desde padres con más de tres hijos hasta trabajadores de determinados sectores estratégicos o veteranos de guerra mutilados— o bien mujeres que han decidido quedarse en su país.
Victoria es una de ellas. Vive en la región de Ivano Frankivsk, en un pequeño pueblo a unos 170 kilómetros de Medyka. Desde que comenzó la guerra, cruza a Polonia con frecuencia al volante de una furgoneta para introducir a Ucrania la ayuda humanitaria que llega de distintos países europeos, entre ellos España. Allí tiene muchos contactos: su marido, Andriy, creció en la localidad catalana de Sant Joan de Vilatorrada. Y ella, que ahora también habla español, vivió allí un par de años tras su matrimonio: trabajó en una tienda de souvenirs en Montserrat. Ella tiene a toda su familia en Ucrania, pero los padres y la hermana de Andriy están en Cataluña. El joven matrimonio, con la ayuda de numerosos voluntarios, ha construido una red de distribución de ayuda que llega hasta los lugares más azotados por el conflicto. A su pueblo, Verkhnya, lo llaman “la segunda Guissona”, porque todo el mundo tiene a algún pariente o conocido trabajando allí. El primer vecino que encontró empleo en Guissona hizo correr la voz, y pronto se convirtió en destino de quienes buscaban una oportunidad más allá de las fronteras ucranianas.
La pareja se conoció durante unas vacaciones de ella en Guissona. Se casaron dos años después. Vivieron en Cataluña la pandemia de coronavirus y el pasado mes de enero se trasladaron a la localidad ucraniana de Kalush, muy cerca de Verkhnya. El objetivo explícito era cuidar al abuelo de él y estar cerca de los padres de ella, pero al mismo tiempo, dicen, era un modo de probar si la vida en Ucrania les gustaba como para construir un futuro allí. En febrero, la guerra dio un vuelco a sus planes. Él hubiera podido salir por su nacionalidad española, ella por ser mujer. Pero ninguno de los dos tuvo la más mínima duda.
—Irnos no era una opción. No llegamos ni a hablar de esa posibilidad. Nos quedamos, y ya está —dice Andriy.
Su apartamento en Kalush lo pusieron a disposición de personas desplazadas por el conflicto, y la pareja se mudó con los padres de Victoria. Recuerdan cómo el 23 de febrero, mientras conducían de vuelta a casa tras cenar fuera, un pitido del coche les avisó de que debían repostar. Decidieron que lo harían al día siguiente, sin imaginar que no les sería posible.
—El 24 nos despertamos cuando tu amigo llamó a las 7 o las 8 de la mañana —le recuerda ella a él—. Te preguntó si te ibas ya a España, y tú: “¿Qué?” Y él: “Han bombardeado el aeropuerto de Ivano Frankivsk. Si te vas a España, ¿puedes llevarnos a mi hermano menor y a mi?”
—Entonces fuimos a la habitación de sus padres a ver las noticias —continúa él—. Y es cuando vimos los ataques sobre una ciudad, y otra, y otra…
—Estuvimos flipando todo el día. Nadie podía hacer nada. Solo ver las noticias, noticias, más noticias.
Los dos tienen familiares y amigos en España y otros países europeos, y muy pronto empezaron los envíos de ayuda humanitaria. Poco a poco, con el respaldo de voluntarios, el movimiento creció hasta convertirse en una red que llega hasta los puntos más calientes de Ucrania. En el centro cultural de Verkhnya —un edificio que antes de la guerra albergaba espectáculos, reuniones y eventos— se apilan hoy cajas con ayuda llegada, en buena parte, de España. Andriy recalca que lo más necesario es comida, latas y alimentos envasados que puedan enviar a zonas necesitadas. La ropa, en cambio, se amontona en exceso. La ayuda es también para los soldados ucranianos: además de alimentos y tabaco, les hacen llegar linternas, pilas, mantas térmicas, baterías externas para los móviles… incluso chalecos antibalas que se fabrican a pocos metros de allí, en la escuela que hay frente al centro cultural, con materiales cada vez más escasos y difíciles de conseguir. Al frente también han enviado varios vehículos y un par de ambulancias.
¿Cómo ven el futuro?
—Necesitamos ganar esta guerra —dice ella.
—La ganaremos, seguro —responde él—. Eso lo sabemos. Pero ¿cuándo? ¿Y cómo? Esa es la pregunta.
—Yo tengo miedo de que esto se normalice. De que veamos muerte un día y otro, y al final digamos: “Pues vale”.
—Para mí el problema es que cuando haya algo más importante, una noticia de otro nivel, la gente se olvidará de Ucrania.
—Pero yo no puedo imaginar qué puede ser peor que esto. No puedo.
Mientras la guerra cumple cien días y con cada uno que pasa el conflicto se va alejando de los titulares, quienes la sufren no tienen el lujo de poder olvidarla.
*
Volvemos a Lloret de Mar, donde Oksana pasa los días preocupada por su familia de Lviv. No ha pasado mucho tiempo desde que estalló la guerra cuando el responsable de uno de los hoteles del municipio la llama: el establecimiento es uno de los designados para dar alojamiento temporal, gestionado por la Cruz Roja, a unos 130 refugiados llegados a Barcelona. Y le proponen trabajar echando una mano en el comedor para atender a sus compatriotas recién llegados.
A mediados de marzo, en el hotel Caribe de Lloret de Mar hay más de un centenar de personas a las que Oksana sirve las comidas y las cenas. Son personas huidas de Ucrania que, al llegar a Barcelona, quedaron bajo cuidado de la Cruz Roja. Algunas aterrizaron en la capital catalana en el primer corredor aéreo humanitario organizado por la oenegé Open Arms, en colaboración con Solidaire y entidades de acogida. Mira, Yulia, Larissa, Andrey, Antoni, Valentina, Violeta, Ina, Nadia… así hasta completar una lista de más de 200 nombres de quienes, en aquel vuelo, dejaron su país con solo unas pocas pertenencias en una maleta. Unas 70 fueron a Madrid; el resto se repartieron entre Guissona, Barcelona, Manresa y Lloret de Mar. Para finales de mayo, Open Arms ya había conseguido trasladar a España a unas 1.500 personas, casi todas mujeres, niños y ancianos.
En el mismo hotel están también refugiadas Elena y su hija Elia, de 13 años, con un cachorro de unos cinco meses que la adolescente encontró en la basura en una calle de Kiev antes de la guerra. Huyeron de la capital tras diez días de ataques, en un periplo de una semana que terminó en Barcelona. La elección del destino no fue casual: aquí vivió Elena 15 años y aquí pasó su hija gran parte de su infancia, por lo que ambas son dueñas de un español fluido. Volvió a Ucrania tras separarse de su marido, y allí empezó una nueva vida en un apartamento acomodado en el centro de la ciudad.
Hasta que empezaron a caer las bombas.
La primera semana fue un incesante subir y bajar al refugio al ritmo que marcaban las alarmas antiaéreas, mientras oían los bombardeos y veían el resplandor de los proyectiles por la ventana. Las noches eran un infierno. Los últimos tres días los pasaron día y noche en el refugio, durmiendo en el suelo.
—No dormíamos. Mi casa tenía 500 vecinos; cuando empezó la guerra quedaron cincuenta, luego treinta, y a los diez días eran solo quince.
Nos lo cuenta a mediados de marzo en una cafetería de Lloret de Mar. No hace muchos días que ha llegado aquí. Su manejo del español hace que sea una de las personas más reclamadas entre quienes se refugian en el hotel: para traducir información de la Cruz Roja, si deben ir al médico, para entender las dinámicas de su nueva realidad. Estos días en los que la incertidumbre lo rodea todo, da paseos por la playa con su hija y el cachorro. Le gustaría encontrar un trabajo, pero no podrá hacerlo hasta que todo su papeleo esté resueltos. Confía en que sea pronto.
Elena continúa su relato de aquellos días en Kiev. Dice que decidió marcharse después de una noche en la que el miedo era tal, que no podía ni coger el teléfono. Subió del refugio a su apartamento y, en apenas media hora, hizo la maleta. No supo ni lo que metía: abría y cerraba cajones y armarios, cogiendo cosas sin pensar. Cargadas con un puñado de pertenencias y llevando también al cachorro, fueron a una estación de tren que no estaba lejos. Los andenes estaban abarrotados, igual que muchos de los trenes que llegaban. Cuando encontraron uno que se dirigía al oeste, iba tan lleno que era imposible entrar. Lograron subirse al siguiente.
—Nadie llevaba billete. Íbamos apretujados como sardinas en lata, a veces solo había espacio para apoyar en el suelo uno de los dos pies. La gente llevaba muchos animales; había loros, gatos… de todo. Hacía frío y estaba sucio. Terrible.
La versión corta es que el tren las dejó en Uzhgorod, en la frontera con Eslovaquia. Cruzaron, consiguieron llegar a Praga en autobús y unos amigos les consiguieron billetes de avión a Barcelona. Aterrizaron el 11 de marzo y acudieron directamente a la Cruz Roja, que las trasladó a este hotel de Lloret de Mar en el que estos días trabaja Oksana.
Su apartamento en Kiev ha quedado vacío, pero lo cuidan los vecinos que se han quedado allá.
Para la segunda semana de abril, los soldados rusos ya se han replegado de los alrededores de la capital ucraniana, pero sus calles siguen estando medio vacías, en muchos puntos se ven barricadas hechas con sacos y los soldados ucranianos siguen parando a los vehículos en los puestos de control.
El edificio en el que vivían Elena, su hija Elia y el cachorro rescatado de la basura sigue medio vacío. Nos lo cuenta Yana, una de las pocas vecinas que se quedó. Nos encontramos con ella en la cafetería de un parque en el centro de Kiev. De melena larga y rubia, el tono y la actitud de Yana la convierten en la viva imagen de la resistencia. Esta ejecutiva originaria del Donbás es madre de tres hijos veinteañeros que ya sufrieron la violencia de su región natal. En cuanto empezó la guerra Yana los mandó al oeste del país, lejos de los frentes. Ella, en cambio, no tiene ninguna intención de marcharse de Kiev.
—Yo me quedo aquí. Ya dejé una vez el Donbás. No puedo huir de los rusos toda mi vida. Necesito quedarme aquí, y lucharé.
La víspera del inicio de la guerra, Yana fue a la floristería y encargó un ramo de rosas. Eran para su mejor amiga, que al día siguiente celebraba su cumpleaños. Tenían pensado ir a un restaurante a festejarlo.
—Y el día de su cumpleaños se despertó con cohetes y sirenas antiaéreas.
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Estamos a finales de mayo y Oksana ya no trabaja en el hotel de Lloret de Mar donde están las personas refugiadas. Allí cada vez hay menos personas de Ucrania: han sido alojadas en otros lugares o han encontrado vías alternativas. Quedan algunas a la espera de que su situación progrese, entre ellas Elena y su hija. Sin saber cuál va a ser su destino final, es difícil conseguir un empleo. En caso de aceptar un puesto temporal, Elena perdería la ayuda para tener un techo y, de no renovarse el eventual contrato, se quedaría en la calle.
Cada día, Oksana llama a su familia, sigue atenta las noticias. La ansiedad de los primeros días está ahora impregnada de costumbre, y la preocupación continua casi se ha normalizado. Hace poco que su hijo, de 22 años, le ha mandado una foto por WhatsApp: muestra una notificación de las Fuerzas Armadas que lo llama a filas. El proceso tardará semanas: primero debe hacerse unos exámenes médicos. En caso de que no se presente, es considerado deserción. Su hijo no sabe nada de armas, dice Oksana con un suspiro. Pero le ha dicho que irá, que no quiere esconderse. La preocupación de Oksana ha subido un escalón más: le ha dicho a su hijo que la guerra no es un juego.
—Pero le entiendo. Yo también iría.