Septiembre debería estallarnos en las manos con las ansias de hacer con el otoño lo que no supimos hacer con el resto del año. Acariciar la promesa de los inicios, vibrar con la ligereza de los amaneceres del verano, querernos un poco más, hacernos un poco menos de daño. Pero la lista es larga y pesa demasiado:
Israel avanza en su genocidio en Gaza, mientras persevera en su empeño de incendiar Cisjordania y todo Oriente Próximo. Después de meses advirtiéndolo, las Naciones Unidas han declarado la hambruna en Sudán. Tras el Mediterráneo, ahora es el Atlántico el que empieza a convertirse en una fosa común de migrantes y refugiados. Rusia somete a Ucrania a su tercer año de guerra, sin visos de negociaciones de paz. El Trump más amenazante podría volver a presidir el país más violento del mundo. Su devoto Elon Musk ha convertido X, el ágora digital más multitudinario del planeta, en un propulsor de los discursos de odio y de la maldad.
Y así podríamos seguir recopilando hecatombes y crímenes de lesa humanidad para entender el origen de tanta desazón y cantar, con la nostalgia con la que lo hacía Pauline en la playa, que “el mundo se va a acabar”. Pero lo cierto es que, pese a todo, no solo no vivimos en el peor de los mundos posibles, sino que para la mayoría de la población es el mejor de todos los tiempos. La triste paradoja es que estamos más tristes porque estamos más informados, porque somos sociedades más empáticas con el dolor ajeno, porque nunca como hoy hubo tanta gente convencida de que los derechos humanos deberían regir nuestras vidas y las de los demás. Y, también, porque Gaza nos ha devuelto el reflejo de nuestra pusilánime medida: si la ciudadanía de las democracias aliadas del agresor no tenemos vías para impedir que cometa un genocidio, ¿podemos considerarnos realmente ciudadanos y ciudadanas? ¿Podemos considerar a nuestro sistema político una verdadera democracia?
Pero el derrotismo es un privilegio de quienes vivimos en países prósperos y en paz, y una traición a quienes luchan por un futuro cada día sin saber si será el último. Llevamos décadas sometidas a las políticas del miedo de quienes nos quieren paralizadas para someternos con más facilidad. Para vencerlas, no necesitamos ser valientes, sino mucho más: crear y sentirnos parte de la comunidad.
“Seguir viviendo, casándonos, teniendo hijos… Seguir existiendo es parte de nuestra resistencia”, nos explicaba esta semana en La Ventana Lora Abuaita desde Belén. “Por eso vamos a celebrar esta boda. Pero solo en una reunión familiar pequeña, con menos ruido, porque Gaza está a 80 kilómetros de mi pueblo”.
Por respeto a todas las Loras del mundo, arrinconemos tanta impotencia y pesadumbre, cojamos impulso y veamos más allá. Así nos daremos cuenta de que seguimos vivas y de que el mundo, al menos por ahora, no se va a acabar.