Colombia improvisa. En solo once días, el país pasó de la firma de un acuerdo histórico con las FARC a un plebiscito que dijo, ante la perplejidad de medio mundo, ‘no’ a esa paz. De un presidente, Juan Manuel Santos, políticamente magullado por el resultado de las urnas, a un mandatario galardonado con el Nobel de la Paz. Incluso para los propios colombianos, acostumbrados a constantes sobresaltos durante generaciones enteras, fueron once días absolutamente abrumadores que obligan al país a buscar nuevas salidas.
En la tarde del 26 de septiembre, un emocionado Santos aseguraba que “la horrible noche” que vive Colombia desde hace 52 años había llegado a su fin. Junto con el líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Rodrigo Londoño alias Timochenko, acababa de estampar con un balígrafo (bolígrafo hecho con una bala) su firma en el acuerdo de 297 páginas que contenía los términos de una paz negociada durante cuatro intensos años.
Seis días más tarde, cuando aún resonaban los aplausos de la comunidad internacional, un 18,43% de los colombianos en edad de votar rechazaba en las urnas el contenido de ese pacto. Se convertían en insólita mayoría al anotarse una victoria pírrica, pero significativa, frente al 18,27 % que votó a favor. El resto de los llamados a votar, un 62%, se abstuvo de participar en un reflejo de la apatía política que caracteriza el país.
Pese a los esfuerzos del Gobierno de Santos por mostrar la conveniencia de una salida negociada al conflicto con las FARC y convencer a los colombianos de las bondades del acuerdo, los resultados reflejaron no solo una sociedad polarizada, sino una tendencia a que en las zonas rurales, fronterizas y más golpeadas por el conflicto se apoyara el acuerdo, frente al ‘no’ de muchas otras en el centro del país y más alejadas de la guerra.
El futuro del proceso de paz está ahora pendiente de un ‘pacto nacional’ que negocian el presidente Santos y la facción política que más se opuso al acuerdo, encabezada por el expresidente Álvaro Uribe. Las FARC, mientras tanto, han reiterado su compromiso con el alto el fuego de forma indefinida, aunque parecen poco dispuestas a renegociar a la baja las garantías que el pacto establecía para sus guerrilleros. Finalmente se encuentran las víctimas, que antes estaban en el centro del acuerdo y cuyas voces han quedado ahora relegadas a un segundo plano.
El ‘sí’ de las víctimas
Chocó, situado en la costa del Pacífico, es uno de los departamentos más pobres de Colombia y uno de los que más víctimas ha puesto en el conflicto: más de 200.000. Todavía hoy sigue muy vivo el recuerdo de masacres como la de Bellavista, antiguo casco urbano del municipio de Bojayá. En 2002, un cilindro explosivo lanzado por los guerrilleros en medio de un combate con paramilitares se cobró 117 vidas, entre ellas las de 47 niños. Entre los 1.100 habitantes de Bellavista, eso supuso un muerto de cada diez vecinos. El explosivo cayó en una iglesia que refugiaba a unas 300 personas. Las ruinas de ese edificio se preservan hoy como lugar de memoria histórica cargado de tristeza y desolación. En Bojayá el ‘sí’ al acuerdo fue rotundo: un 96% de los votantes lo apoyó. El giro que ha dado la situación se contempla, en territorios como este, con una mezcla de incredulidad, incertidumbre e indignación. Las víctimas de Bojayá exigen al Estado que garantice su seguridad si el proceso de paz no sigue adelante. También se muestran molestas con los votantes del ‘no’ por lo que consideran una falta de solidaridad: “No es justo que ellos puedan votar o influir en nuestras vidas o en nuestras muertes”.
El número de víctimas del conflicto armado en Colombia ronda los ocho millones de personas, entre las que hay seis millones de desplazados, más de 218.000 asesinados y decenas de miles de desaparecidos. Las FARC no han sido las únicas causantes, pero sí uno de los grupos principales. A las víctimas contabilizadas se suma la pérdida intangible que sufre Colombia en capital humano. Miles de niños, niñas y adolescentes han terminado vinculados a grupos armados ilegales. Igual que quienes luchan en el bando guerrillero, muchos de los mayores de edad reclutados en las filas militares proceden de los estratos socioeconómicos más bajos y tienen menor instrucción. La guerra colombiana ha obligado durante décadas a menores y jóvenes empobrecidos y sin oportunidades a combatir entre ellos, la mayoría de las veces por motivos que ni siquiera comprenden.
Uribe y el ‘no’
Si Santos pasará a la historia por su apuesta de paz, su gran antagonista político, el expresidente Álvaro Uribe, lo hará por haber basado su capital político en la seguridad y la defensa. Durante su mandato (2002-2010) fortaleció el aparato militar del Estado y declaró una guerra frontal a las guerrillas. En su gabinete contó con el propio Santos, entonces uno de sus más estrechos colaboradores, como ministro de Defensa (2006-2009). Fue una época en la que se llevaron a cabo algunas de las operaciones militares que más daño hicieron a las FARC, como la que acabó con la vida del líder guerrillero Raúl Reyes o la que permitió la liberación de la senadora Ingrid Betancourt, ambas en 2008. Ello granjeó a Uribe el apoyo y la simpatía de una parte de la sociedad -especialmente los sectores más conservadores y partidarios de su política de “mano dura”- sobre la que no ha dejado de tener influencia.
Organizaciones sociales y no gubernamentales como el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo han afirmado que durante la presidencia de Uribe aumentaron tanto los ataques a defensores de derechos humanos, como la persecución a opositores políticos y personas que no compartían la postura recia del entonces presidente. Contra Uribe se han emprendido varios intentos de investigar supuestos vínculos históricos con grupos armados ilegales de extrema derecha -paramilitares- para combatir a las guerrillas y a sus colaboradores. Ninguno ha tenido éxito.
Ahora Uribe y su formación, el Centro Democrático, piden que “no haya impunidad” y se juzgue a los guerrilleros de mayor rango, mientras se muestran a favor de que se promueva “la más amplia amnistía posible” para los miembros de base de las FARC que no hayan perpetrado crímenes de guerra y lesa humanidad, algo que ya se contempla en el acuerdo. También rechazan aspectos como que los líderes de la guerrilla puedan ocupar cargos en el Parlamento y otras instituciones públicas. Sin embargo, los más críticos con Uribe apuntan a que sus propuestas se enmarcan en una maniobra dilatoria con fines electoralistas para 2018.
Apatía y desconfianza
Pese a los esfuerzos y campañas de los partidarios del ‘sí’ y el ‘no’, lo que finalmente ha determinado el curso del proceso de paz en Colombia ha sido la apatía política. Seis de cada diez electores no acudieron a las urnas cuando se les pidió pronunciarse sobre el fin de una guerra que desangra el país. La abstención en el plebiscito fue del 62%, la más elevada en unas votaciones en los últimos 22 años. Tras este porcentaje hay un mosaico de motivaciones -desde el desinterés hasta la imposibilidad de votar en blanco o incluso las condiciones meteorológicas adversas en algunas zonas del Caribe, donde el huracán Matthew hizo que muchos se quedaran en casa. Pero lo cierto es que revela, una vez más, la desconfianza de los colombianos en las instituciones y el sistema electoral.
“Un plebiscito es además una elección atípica, no se rige por las mismas dinámicas de otro tipo de elecciones, por lo que la gente pensó que no era tan importante”, señala Alejo Vargas, director del Centro de Pensamiento y Seguimiento a los Diálogos de Paz de la Universidad Nacional. Y recuerda que, de media, la abstención en Colombia suele rondar el 50%.
También la insensibilidad generada por la constante exposición a la violencia explica el alto índice de abstención. Para muchos colombianos el conflicto es algo lejano, que les sucede a otros con los que no sienten identificación ni empatía.
En ciudades como Bogotá el conflicto no se ha sentido en forma de combates como en las zonas rurales, pero es a esta ciudad adonde históricamente ha llegado la mayor parte de los desplazados por la violencia. Personas que buscan confundirse en el caos urbano y que habitan, en su mayoría, las zonas más deprimidas al tiempo que engrosan las cifras de trabajadores informales, desempleados e indigentes. Se enfrentan a menudo al rechazo de los bogotanos, que suelen recelar de ellos por venir de zonas de conflicto. Pese a ello, en Bogotá el ‘sí´ se impuso al ‘no’ por más de doce puntos.
Engranaje de violencia
Al calor del proceso de paz con las FARC, el Gobierno de Santos también ha llevado a cabo acercamientos con la segunda guerrilla del país, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) que integran unos 2.000 combatientes. El ELN y las FARC tienen orígenes, motivaciones y agendas de negociación distintas, pero comparten 1964 como su año de fundación. Mientras las FARC son una guerrilla marxista-leninista de base campesina y cuyo origen se sitúa en la lucha por la reforma agraria, el ELN surgió de las reivindicaciones de un grupo de trabajadores sindicalizados del sector petrolero. Este último tiene, además, una fuerte inspiración cristiana en la Teología de la Liberación, que hace una interpretación social y revolucionaria del evangelio.
En los últimos meses, incluso las FARC se sumaron a las voces que pedían que el ELN se subiera “al tren de la paz” y mostrara voluntad de negociar, coincidiendo con el objetivo del presidente Santos de construir “una paz completa”. Con el país aún a la expectativa sobre el futuro del proceso de paz, el presidente anunciaba este mismo mes la próxima apertura de una mesa de negociación con el ELN. A lo largo de este año ya se habían producido acercamientos en los que el presidente había reclamado la liberación de todos los secuestrados por esta guerrilla -se desconoce el número exacto- y el cese de la práctica del secuestro, el delito más habitual del ELN. Aunque lentamente y a regañadientes, el ELN empezó a dar pasos en esa dirección. Se calcula que desde 1978 esta guerrilla ha secuestrado a casi 7.000 personas y ha dejado unas 1.900 víctimas de asesinatos selectivos.
Entre los grandes retos aún queda abierto el combate contra los grupos criminales herederos de los paramilitares. Estos grupos, que controlan varias zonas del país y están vinculados al narcotráfico, pueden convertirse en la principal amenaza a la implementación del acuerdo de paz con las FARC ya que durante las negociaciones empezaron a moverse con el objetivo de ocupar los territorios antes ocupados por la guerrilla. Un hecho que agrava aún más la ya de por sí preocupante crisis humanitaria que atraviesa el país.
La compleja Colombia acumula tareas pendientes para su desarrollo. En el aire queda el intento de poner fin a la confrontación con una de sus guerrillas, algo que no solucionaría automáticamente todos los problemas pero sí supondría un alivio y el cese de más derramamiento de sangre. Tras medio siglo de cruento conflicto, el reto es inmenso: la construcción de un país reconciliado y en paz.