Cuando se cumplen dos años de la entrada de los talibanes en Kabul y de la instauración de su régimen totalitario, misógino y contrario a los derechos humanos más básicos, la situación y las condiciones de vida para la población afgana, especialmente para las mujeres, no han hecho sino empeorar día a día.
Frente a quienes creyeron que los talibanes habían cambiado, sus acciones han venido mostrando el mismo radicalismo religioso, social o político que en su primer periodo al frente del país, de 1996 a 2001. La supuesta “moderación” de algunos de sus miembros tenía y tiene como fin lograr el reconocimiento internacional y el desbloqueo de las cuentas del Estado afgano congeladas en el exterior. Hasta ahora no han conseguido ninguno de estos objetivos. El poder y las decisiones siguen en manos de los dirigentes de Kandahar, los más extremistas y ultraconservadores, liderados por el hombre fuerte de los talibanes, el mulá Haibatullah Akhundzada, que no parece dispuesto a ceder ni un ápice en su fin de imponer un emirato islámico en el que las mujeres están condenadas al ostracismo y a la invisibilidad.
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