Las transiciones son una grieta de la historia. En el tiempo indeterminado entre la caída de un régimen y la construcción de otro, se genera una energía extraña, un presente continuo hipócrita —porque a algunos les pesa el pasado y a otros les ocupa el futuro, pero todos fingen que lo importante es el ahora—, una suspensión de las leyes morales y materiales.
Una dictadura como la de Bashar al Asad —pasó también con Muamar el Gadafi y Sadam Husein— da incontables ocasiones para que se teatralice ese cambio. El culto a la personalidad invita, una vez caído el régimen, a la destrucción iconoclasta.
Por ejemplo:
Una pancarta de Asad y Putin en la frontera con Líbano: la boca del dictador sirio, del hombre que había suprimido la libertad de expresión, ha sido censurada.
Por ejemplo:
Un joven pega en el asfalto de la carretera un póster de Asad en el centro de Damasco. Obliga a los coches a que pisen de forma exhaustiva el rostro: para rematar la transgresión —ya no es transgresión, sino orden—pide a los conductores que se detengan, abran la puerta y escupan sobre la cara de Asad. (Una niña que observa la escena, para no ser menos, también escupe sobre el dictador, sin que nadie se lo pida).
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